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EMIGRANTES
Memorias del escultor Francisco Julián Márquez Luque
Revisión y corrección del texto: Francisco Prieto.













CAPÍTULO I
«No hay viento favorable para el barco que no sabe a dónde va” Séneca
Yo tenía tres años cuando empezó la guerra civil española. Hoy, a mis setenta y ocho años, todavía llevo intactos en mi cabeza los recuerdos de una infancia dolorosa y traumática fruto de las consecuencias de aquella guerra.
Vi como cientos de familias de mi pueblo sufrían la mayor de las miserias. El hambre, las enfermedades, la ignorancia, el miedo, los abusos e injusticias de todas las clases asolaron al pueblo de manos de aquellos que se autodenominaban “gente de bien”.
La guerra había comenzado el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis como respuesta a la victoria democrática en las urnas del Frente Popular. Los ricos provocaron una sangrienta guerra que duró tres años, e instauraron un régimen que se mantuvo durante cuarenta años, régimen que sometió al pueblo a un estado de represalia continúa.
Nunca olvidaré aquellas noches de terror y alarma, que pasamos la familia en Montilla. Como vimos desde una de las ventanas, de la casa de mi abuelo Julián, los destellos y estruendos de las bombas, con las que destruyeron con saña el pueblo de Espejo.
En esos años vivíamos en la casa de mis abuelos; casa que compartíamos con mis tíos Antonio, Soledad y sus hijos: Angelina, Paco, Rosario (madre del corrector de estas memorias) y Antonio. La casa, que años antes había sido una fábrica de fideos, hacia funciones ahora también de bodega. Casa que, por la fuerza de los acontecimientos, también hizo de refugio antiaéreo, pues en cuanto los adultos oían los motores de los bombarderos nos metían dentro del pozo de la lagareta.
La muerte por hambre y el miedo era lo cotidiano. Las gentes del pueblo hablaban en susurros sobre los fusilamientos que diariamente se llevaban a cabo junto a la tapia del cementerio de Montilla. Su “crimen” haber tenido en algún momento el coraje de pedir justicia. Los mataban sin que nadie hiciera nada para defenderlos.
Tras la guerra se perdieron todos los derechos que, durante el breve tiempo que duró la República, habían amparado al pueblo. Durante los años siguientes hicieron, literalmente, lo que quisieron con los pobres jornaleros. Los cuales iban a trabajar a los campos con las cabezas agachadas por el terror, llenos de remiendos y con los estómagos vacíos. Sufrían en silencio todo tipo de humillaciones e injusticias, mientras sus pobres mujeres servían de criadas en las casas de los ricos por un simple pedazo de pan. Y sus hijos desde niños, sin saber leer ni escribir, los mandaban a trabajar al campo por un jornal miserable. Allí desempeñaban labores tan duras que los que iban a cuidar cochinos eran considerados por sus iguales como afortunados. Los patronos de aquellos años abusaron tanto de los jornaleros que les hacían trabajar, en jornadas de sol a sol, por ocho pesetas, en un tiempo en que un kilo de pan costaba diez. Pocos pudieron emigrar a otras provincias, en donde se decía que había un poco más de justicia, y muy pocos pudieron costearse el viaje para emigrar fuera de España.
En mi pueblo solo vivían bien, los ricos y los religiosos. Estos, con sus iglesias llenas de santos y de oro; si entonces en vez de darnos la hostia (que pesa menos de un gramo de trigo) en su lugar nos hubiesen dado un pedazo de pan, como el que dio Jesús a sus discípulos, ahora aquel sacramento sería recordado con gratitud por estos viejos, que entonces solo eran niños hambrientos. Sí, ahora incluso les habríamos perdonado sus interminables sermones. Sermones que versaban siempre sobre lo mismo: el deber cristiano de los pobres de respetar las riquezas de los ricos; de la recompensa divina que recibiríamos a cambio en el cielo; de la obligación de dar gracias a Dios porque Franco estuviera haciendo una España grande y libre. Ante este recuerdo, necesito gritar desde lo más hondo de mi ser: que con la muerte, el hambre y la miseria de los pobres no se hace nunca grande, ni libre ninguna nación.
En mi pueblo, mientras unos pocos se hacían cada día más ricos, la mayoría se moría de hambre. Aquellos ricos pensaban que un jornalero era un don nadie, sin derecho a nada. No estaban dispuestos a reconocer que sin los trabajadores no serían posibles sus riquezas. Quedando para la muerte acabar con esa falsa e injusta ilusión, pues como dice el proverbio: “Al final del juego, el rey y el peón van a parar al mismo cajón”.
En la casa de mis padres la idea de emigrar se empezó a fraguar un veintiuno de febrero de mil novecientos cincuenta y uno. Yo tenía dieciocho años recién cumplidos. Recuerdo que aquella noche llovía y hacia mucho frío. En el comedor de cuatro metros cuadrados, mi madre y mis hermanos, esperábamos a mi padre sentados alrededor de la mesa al calor de un brasero de picón. El comedor era sencillo, pulcro, cuyas paredes blancas ostentaban como única decoración: un almanaque con del corazón de Jesús y las fotografías enmarcadas de mis abuelos. Como en el resto de aquella casa de dos pisos, el suelo era ajedrezado. El comedor, donde estábamos sentados tenía en el centro una mesa grande con seis sillas y un sillón chiquito en donde mi hermana Antonia estaba sentada. La mesa, las sillas y el sillón los había hecho mi padre. Lo que más destacaba en aquel comedor era el reloj de pared y el aparador. Este ocupaba toda la pared principal, sus puertas tenían cristales y era en donde mi madre guardaba sus tesoros: la vajilla y la cubertería. El comedor siempre se mantenía en penumbra, de día para evitar las moscas y de noche porque la débil bombilla no permitía salir de ese estado.
Allí escuchábamos en silencio, la destartalada radio que emitía el interminable parte de Radio Nacional de España, con sus consabidas mentiras de siempre y la propaganda de las supuestas maravillas que el régimen de Franco estaba realizando.
Aquella noche mi madre estaba muy inquieta y nosotros cansados, aburridos y hambrientos. Mi hermano Manolo le preguntó a mi madre: “¿Por qué quiere papá festejar su cuarenta y siete cumpleaños?”. Mi madre, mirando el reloj de pared le contestó: “Pregúntaselo a él cuando venga. Yo sólo estoy siguiendo sus indicaciones”. Estábamos intrigados pues ni celebrábamos esas cosas, ni nunca antes habíamos visto la mesa tan bien arreglada. Mi madre había puesto un mantel de seda blanco bordado con flores de muchos colores y encima había colocado: un sifón, la vajilla de la vitrina, unas servilletas que hacían juego con el mantel y hasta los cubiertos de boda de mis padres, que eran de plata, con sus iniciales grabadas en oro: A. L. de Antonia Luque, y M. M. de Manuel Márquez; los cuales habían sido un regalo de mi abuelo Julián. Ese día Manolo, con su mirada de miope, se acercó a la mesa y fue mirando desde cerca aquel escenario, y muy serio le dijo a mi madre: “Mamá esperemos que esta noche la cena haga juego con todo este lujo”. Mi madre, sin mirarlo, le contestó: “Sí, para la cena de esta noche he preparado un puchero de garbanzos con habichuelas, con mucha carne y mucho tocino. Estoy segura que no seréis capaces de coméroslo todo”. Manolo le contestó:”Espero que estos festejos nunca se acaben”. Mi hermano Luis añadió: “No te parece que es mucho pedir?”.
Yo, que siempre estaba en mi mundo, no dije nada y continué haciendo con las uñas un Cristo en un pedazo de jabón. Mi temática favorita, en parte como consecuencia de que en aquellos años yo era muy creyente, hasta el punto de haber pensado en hacerme cura.
Cuando el reloj terminó de dar la última de sus campanadas de las diez de la noche, oímos que llamaban en la puerta de la casa. Mi madre se nos adelantó y abrió la puerta a mi padre. Le dio un beso y le dijo: “Estábamos preocupados. Hace más de dos horas que te estamos esperando con la mesa puesta”. “Perdona. No he podido venir antes”. Entonces mi madre se fue para la cocina, dejando a mi padre en la puerta del comedor. Para mitigar el frío mi padre venía frotándose las manos. Cuando entró en el comedor mi hermano Manolo apagó la radio. Y por orden de edad fuimos a besarlo cuando él sonriendo nos dijo:”Buenas noches muchachos, ¿como les ha ido hoy en el trabajo?”. Después, suave y cariñosamente fue pasando sus callosas manos por nuestras rapadas cabezas, que entonces era el mejor “peinado” para evitar los muchos piojos que había. Y, mientras hacía lo mismo con mis hermanos pequeños Julián y Antonia, nos dijo: “Perdónenme que los hiciera esperar”. Entre tanto mi madre ponía en la mesa una olla llena de un rico puchero con un caldo muy blanco, que todavía seguía hirviendo. Mi hermano Manolo le dijo a mi madre: “Hoy este puchero y ese pan blanco hace juego con esta mesa”. Sí, en cuanto lo vimos, el pan blanco de centeno de más de un kilo se convirtió en el centro de atención de todos nosotros. Y no era para menos, pues en aquel tiempo de racionamiento, sólo se vendían 100 gramos por persona y día. Aquel pan que había puesto mi madre en la mesa lo había comprado en el estraperlo, y le había costado más que lo que ganaba en todo el día mi padre en su trabajo como oficial mecánico.
Cuando mi madre estaba llenando el último plato con aquel rico puchero, mi padre se puso en pie y, al mismo tiempo que muy serio nos iba mirando uno a uno, nos dijo: “Escuchen lo que voy a decirles”. Yo observé con gran interés a mi padre pues aunque vi en su rostro el cansancio de siempre, también, como hacía años que no le veía, aprecie unos ojos ahora llenos de vida y en armonía con una esperanzadora sonrisa. “Esta noche les traigo una buena noticia como regalo de cumpleaños”. Los dos más chicos, le miraron mecánicamente las manos pensando que serían, como otras veces, dulces de la pastelería de Manolito Aguilar. Él lo adivinó y con cierta tristeza les dijo: “No, no son dulces. Es mucho mejor. ¿Les gustaría que toda la familia nos fuéramos a vivir a Buenos Aires?. Buenos Aires es la capital de Argentina. En donde tenemos familia. Allí vive una prima de mi madre. Me han dicho que a los obreros les pagan muy buenos sueldos”. Mi madre que estaba por llenar su plato, con el cazo en la mano sin mirarlo le preguntó: “¿Hablas en serio Manolo?”. Mi padre miró a mi madre, y le dijo: “Sí María Antonia. Hablo muy en serio. En casa de mi hermano Luis hemos estado hablando sobre ello. Me han dado más datos sobre la familia de Buenos Aires. Me han dicho que con ella se cartearon durante muchos años. Pero cuando mi madre murió se perdió el contacto. Hoy mismo, aprovechando que Antonio Ponferrada se va a trabajar al Banco de Londres en el centro de Buenos Aires, le he dado a este una carta para mi tía En la carta solo le mando muchos saludos de su primo Manolo. Aunque hace más de treinta años que no tenemos información de que ha sido de ellos, no pierdo la esperanza de que siga viviendo descendientes en aquella dirección y se acuerden de nosotros”. Después nos miró y añadió: “Me han dicho que en Argentina hace más de doscientos años que no hay una guerra. Que hay mucho trabajo y que se vive muy bien”. Mi madre: “¿Quién te lo ha dicho?”. Mi padre, que no cesaba de soplar su plato pues prefería la comida fría, la miró: “Me lo ha dicho el hermano de Antonio Ponferrada, el que trabaja conmigo en los Navarros. Dice que su hermano va a ganar allí diez veces más de lo que gana en el Banco Hispano Americano de Montilla. Reconozco que hay que tener mucho coraje para dejar el pueblo, la familia y los amigos”. Más tarde añadió: “Quédate tranquila María Antonia, que nadie va a querer que nosotros nos vayamos tan lejos”. Pero después volvió sobre ello: “Ojala yo tuviera ese coraje para salir de España. Allí encontraríamos un mundo mejor para nuestros hijos”. Un silencio y: “Cambiemos de tema. Hoy es mi cumpleaños y ante todo quiero celebrarlo con mi familia”. Los dos más chicos se sentaron en sus rodillas, y mi padre comenzó a acariciar a mi hermana que era su preferida, pues era la pequeña e hija única. Para entonces a mi madre se le veía apesadumbrada e incluso no llegó a probar la comida. Emulando lo que hacia mi padre pero con mi hermano Julián. Mi padre miró muy serio a mi madre y le dijo: “Hace más de diez años que terminó la maldita guerra y este país no levanta cabeza. No hay más que miseria, injusticia, miedo e ignorancia. Siguen condenando a muerte sólo por no tener sus ideas. ! Todo lo que dicen son mentiras!. Estoy asqueado de ver a esos niños, que en pleno invierno van descalzos y medio desnudos con sus barriguitas hinchadas por el hambre, pidiendo un pedacito de pan en nombre del “amor” de Dios. Harto de oír y ver como llaman todas las noches, a la hora de cenar, en las puertas de las casas de media Montilla. Y digo media Montilla porque por el centro de la ciudad no los dejan ni pedir. ¿Qué clase de país es este?. ¿Qué futuro les espera aquí a nuestros hijos?.María Antonia, sabes que tengo razón. - mi padre cogiéndole la mano añadió- No pienso en otra cosa desde hace años. Sólo me preocupa que mis hijos dispongan de un futuro digno. ¿Quién te dice que lejos de aquí no puedan vivir una vida mejor? - Pensativo miró a mi hermano Manolo- “A este, dentro de un año, el ejército se lo lleva para hacer el servicio militar -después mirando a mi hermano Luís y a mí añadió- y a estos dos antes de que salga Manolo los llamaran también. Son tres años de servicio militar cada uno de ellos, no podemos pagar las elevadas cantidades que pagan los ricos para evitarlo, tampoco vamos a poder mandarles dinero para que no los maltraten, ni pasen hambre y miseria como me ocurrió a mí. Perdonen, el vino que he tomado en la casa de mi hermano me está haciendo hablar demasiado”. Se levantó de su silla y acariciando el brazo de mi madre: “Perdóname, después de todo soñar no cuesta nada”.
Yo pensaba que mi padre no sería capaz de emigrar y alejarse de su familia. Al fin y al cabo sus hermanos y muchos de sus amigos ni siquiera se lo planteaban, y eso que vivían peor que nosotros. Mi padre era un buen mecánico y tenía trabajo fijo. Mi madre llevaba la casa, tenía una tienda, enseñaba costura a niñas, y hasta confeccionaba culos de anea para las sillas que hacía mi padre. También los tres mayores trabajábamos, sí con sueldos de hambre como todos los españoles de aquellos años, pero, más bien que mal, en casa se comía todas las noches, lo cual no podía decirlo la mayoría del pueblo. Además teníamos una casa, que mis padres habían comprado con muchos sacrificios a la sobrina del cura Jiménez, en la calle San Sebastián 22.
No obstante no fue allí a donde llegaron las primeras cartas de Argentina. Lo hicieron a nuestra nueva casa, en la calle Alemania o calle Las Prietas número uno. No habían transcurrido ni tres meses desde aquella noche cuando empezaron a llegar. Un día el cartero le entregó a mi madre la primera carta de Buenos Aires. Cuando mi padre vino del trabajo y la abrió lo primero que vimos fue una foto de una señora muy guapa, sentada a los pies de un gigantesco obelisco y tras esa imagen la Avenida Nueve de Julio. En la que le decía que se llamaba Ana Urquiaga viuda de Badia; que era la primogénita de la prima hermana de mi abuela; y le informaba a mi padre lo que ganaba un obrero y lo que valía el alquiler de un piso en Buenos Aires.
Así comenzó aquella relación epistolar, que con una cadencia de veinte días no cesaron de llegar cartas. Cartas llenas de fotografías y postales, en donde se veían calles muy anchas, llenas de gente muy bien vestidas, con edificios nuevos y altísimos, con jardines llenos de flores y esculturas.
De esta manera, en todos nosotros, se fue fomentando con todo tipo de pormenores el sueño de una vida mejor. Iban y venían las cartas con preguntas y respuestas cada vez con más detalles. Hasta que un día llegó una carta con cuatro contratos de trabajo: uno para mi padre, y tres para sus hijos mayores.
Y mi padre ya resuelto a emigrar, comenzó a arreglar en los consulados de Madrid, Sevilla y Córdoba la documentación que la burocracia le exigía: Nos hicieron una revisión médica, nos vacunaron en tres ocasiones, y meses después llegaron los certificados de buena conducta, certificados de no políticos, certificados de no mendicidad…
Una de las cosas más dolorosas para mis padres fue vender su casa, sus muebles y todo aquello que no se podía embarcar. Las cosas que no vendieron se las regalaron a la familia y a amigos.
Todos nosotros teníamos muy claro que no sería fácil, que a Argentina íbamos a trabajar, como se decía popularmente: “Que allí no se recogía el oro con una pala”. No obstante estábamos muy lejos de imaginar lo duro que iba a ser. Si lo hubiéramos sabido entonces seguro que no nos hubiésemos ido de Montilla. Porque nuestro destino fue el que sentenció Séneca: “No hay viento favorable para el barco que no sabe a dónde va”.
Sí, yo he sido uno de esos que persiguiendo un mundo mejor descubrió que emigrar siempre es un error. Cuando las condiciones de vida, de justicia o libertad en tu tierra son desfavorables, la acción humana debe ir encaminada a cambiar esa realidad, la solución nunca puede ser huir de ella; ni siquiera, como en nuestro caso, poniendo de por medio más de diez mil kilómetros.



















CAPITULO II
La partida
El 10 de noviembre de 1951 iniciamos el viaje. Recuerdo que aquella noche en mi casa, ya vacía de muebles, hacía mucho frío. Y allí estuvimos rodeados por muchos miembros de la familia y amigos, que se quedaron acompañándonos hasta las tres de la mañana, hora en que vendría Manolo Bujalance con el camioncito que había pedido prestado a los Navarros.
Tíos, primos y amigos estábamos sentados alrededor de la mesa de aquel comedor, con el brasero apagado por no tener más picón. Todos serios y pensativos esperábamos a aquel transporte para darnos un beso y un abrazo, en una despedida de esas de “quizás ya nunca nos volvamos a ver”.
Los hermanos de mis padres y demás familia no estaban de acuerdo en que nos fuéramos tan lejos. Cuando llegó Manolo Bujalance con el camioncito ford, nos ayudaron a subir cuatro maletas, dos baúles, un colchón envuelto con mantas, y otro con cientos de cosas más y entre ellas iba el apreciado reloj de pesas del comedor. Nosotros desde lo alto de aquella camioneta, vimos a mis padres llorar por primera vez al despedirse de la familia y amigos. Mis padres se subieron a la cabina junto al conductor. Nosotros nos acomodamos en el remolque entre el equipaje como pudimos. Aunque también llorábamos, más tiritábamos de frío a pesar de estar envueltos en mantas.
A las tres en punto de la mañana aquel viejo camioncito inició con mucha dificultad el viaje, hasta el punto de que la familia y amigos presentes tuvieron que ayudarle empujando con una mano, mientras con la otra nos iban diciendo: “No se olviden de nosotros. Escriban pronto. Buen viaje”.
A los pocos metros de iniciar la partida, el tubo de escape emitió un estrepitoso ruido, dando paso a lo que sería su ritmo normal de velocidad durante el viaje. Bajando por la calle Ancha dejamos atrás el que había sido nuestro hogar y las personas que nos habían acompañado fueron desapareciendo en la distancia. Entonces quedamos a solas con un cielo tormentoso y un viento muy frío. Cuando dobló por la calle Fuente Álamos, los mayores seguíamos llorando en silencio mientras los dos más chicos dormían bajo las mantas. No vimos pasar ni un alma por la calle más céntrica de Montilla, que en penumbras se me antojó más grande.
Por última vez fuimos viendo a lo lejos cientos de casas pintadas de blanco, en calles empedradas, oscuras y solitarias; en donde muchas veces habíamos corrido y jugado en nuestra niñez con aquellos buenos amigos, con la pesadumbre de no saber si los volveríamos a ver.
Cuando pasamos bajo los arcos de la Puerta de Aguilar, un hombre de mediana estatura con una boina negra metida hasta los ojos, al que no reconocimos: “Suerte familia. Adiós Manolo. Adiós María Antonia”. Debido a la emoción ninguno le pudo contestar, como respuesta solo se escuchó el motor del camioncito, que retumbaba como nunca en contraste del silencio de las calles.
Llegando al ventorrillo de Ana, mi hermano Manolo dijo: “Ya está lloviendo”; Luís y yo sacamos la cabeza de entre las mantas con las que nos cubríamos y vimos que empezaba a caer una lluvia fina y fría. Entonces Manolo empezó a silbar muy bajito el pasodoble “el emigrante” de Juanito Valderrama, muy de moda por aquellos años. Cuando terminó, bajo una llovizna fría y persistente, se hizo un silencio incómodo.
Yo me refugié en mi mundo, y rememoré los pocos días felices que había pasado con mi familia y amigos, en aquellos años que me parecían tan lejanos; fantaseaba con la, mil veces imaginada, ciudad de Buenos Aires.
Después de más de media hora de silencio, mi hermano Luís, asomando la cabeza de entre la manta, nos dijo: “¿Creen que algún día tendremos dinero para volver a Montilla? ¿Qué volveremos a ver a la familia y amigos? ¿Volveremos a encontrarnos con Solano y Antonio, Mesa, Cerezo…?”. Y sin olvidar a ninguno fue nombrándolos a todos. Manolo, con aquellos ojos miopes, se acercó a mi hermano y le dijo: “A mí lo que más me gusta de este viaje es que nos liberamos de hacer el servicio militar. No quiero ser carne de cañón de los militares”. Luís acercándose a él para decírselo casi al oído: “Lo más indignante es que el servicio militar sólo sirve para proporcionar lacayos a los oficiales”.
Yo reflexioné sobre como, hasta en aquella soledad, mi hermano tenía miedo de que lo oyesen. Sí, nos lo habían inculcado tan adentro que ya era un tic. A pesar de estar completamente de acuerdo con ellos consideré innecesario decir nada más.
Permanecimos en silencio durante varios kilómetros, hasta que Manolo lo rompió diciendo: “Paco, mira ese es el castillo de Montemayor”. Abrí una rendija en la manta y por primera vez vi un castillo. Estaba en lo alto de un cerro muy grande, rodeado de muchas casas con tejados de paja, la cual brillaba bajo la lluvia; sus calles estaban a oscuras o muy mal iluminadas; unas calles empinadas que llevaban el agua de la lluvia hasta las orillas de la carretera.
Cuando llegamos a Fernán Núñez, dos hombres se acercaron a nosotros corriendo al mismo tiempo que gritaban: “!Paren!. ¡Por favor paren!”. Le dijeron al chofer que si podía llevarlos hasta Córdoba. Que era a donde iban a buscar trabajo. Manolo Bujalance paró el Ford Ocho, y subieron los dos hombres.
Tendrían unos treinta años; de los delgados que estaban parecían esqueletos; vestidos como dos pordioseros y barba de muchos días. Se sentaron junto a nosotros, encima de una de las maletas. Les dijimos que se taparan con la mitad de las mantas. No aceptaron nuestro ofrecimiento por no querer ensuciar nuestras mantas. Mojados de pies a cabeza siguieron uno frente al otro, estuvieron sin decir una palabra más de una hora. Cuando llegamos a la Cuesta del Espino, el camioncito se detuvo en la cuneta. A los pocos minutos mi padre abrió la compuerta de atrás y subió junto a mi madre; a la que amablemente ayudaron aquellos hombres, ellos aprovecharon para bajarse. Entonces mi madre nos fue llenando un vaso de leche condensada muy caliente del termo. Cuando volvió a subir mi padre, que había ido en busca del chofer, nos preguntó: “¿Donde están los dos hombres que venían con Vds.?”. Le dije que se habían bajado detrás de él. Mi padre bajó y les llamó: “! Señores vengan a tomar algo caliente con nosotros!”. Mientras tanto mi madre sacó de una talega varios paquetes envueltos en papel de estraza y nos los fue dando. Era un pedazo de pan tostado y mojado en aceite. Mientras mi padre insistía: “!Amigos! ¿Dónde están? Eh! los que subieron en Fernán Núñez!”. Al final estos le contestaron: “Buen provecho. Muchas gracias. Que les sienten bien. Desayunen tranquilos amigos”. Mi padre resuelto fue en busca de aquellos hombres, y al poco tiempo venía con ellos. Se sentaron al lado de los pequeños, a los que mi madre había despertado y estaban ya comiendo. Mi madre les dio también un vaso de leche y un pedazo de pan como a nosotros. Y aquellos dos hombres, con lágrimas en los ojos, se comieron en dos bocados aquel pedazo de pan y de un sorbo los vasos de leche, sin decir una palabra. En la luz del alba les vimos las caras de hambre que los dos tenían, uno de ellos le dijo a mi padre: “Muchas gracias señor. No sabe como se lo agradecemos. Hace más de tres días que no comemos nada de nada. Vamos buscando trabajo de pueblo en pueblo. Los dos somos de Casariche. Desde mi pueblo hasta Fernán Núñez hemos ido caminando. Esperamos tener más suerte y encontrar trabajo en Córdoba”. El otro, le añadió:”Tengo tres hijos, que lo están pasando muy mal. Somos cuñados. Los dos trabajábamos en el campo y como albañiles, pero ahora no hay nada de nada”. Vimos como de los ojos de mi madre salieron lágrimas. Mi padre viéndola llorar la abrazó diciéndole: “Son años muy duros para todos los trabajadores”.
Mi madre antes de bajarse se acercó y besó a los pequeños, mientras que a nosotros nos preguntaba: “¿Vais bien? ¿Tenéis frío”. Manolo le contestó: “Quédese tranquila que vamos bien”. Y dirigiéndose a aquellos hombres: “Seguro que en Córdoba encontráis trabajo”.
Cuando el camioncito se puso de nuevo en marcha, aquellos hombres se mostraron más habladores. Nos preguntaron a dónde íbamos: “A Buenos Aires” Les dijo Manolo. Luís añadió: “En donde dicen que no tienen guerras. Y hay mucho trabajo y se gana muy bien”. Tras lo que volvió a meter la cabeza bajo la manta y ,a cubierto, siguió hablando: “Mi maestro don José Alemany, al que mi padre le pagó muchas clases particulares para que estuviera mejor preparado para ver si consigo un buen trabajo, me dijo que Buenos Aires era una de las capitales más grandes del mundo. Que tiene un río como un mar de ancho, que Argentina es tan grande como media Europa. Y debe de ser cierto porque lo mismo me dijo mi amigo Mariano el San Bombilla, el cual sabe mucho de Geografía”. Manolo, asomando su cabeza entre la manta, gritó: “Cuando cobre el sueldo de mi primer trabajo, lo primero que voy a hacer es comprarme una bicicleta”. Luis: “Yo unas gafas para el sol”. Yo: “Como pueda voy a estudiar para escultor. Y si no puedo, me conformo con no ver tanta miseria y tanta hambre como la que estamos viendo todos los días”. Uno de aquellos hombres preguntó: “¿Que trabajo hace un escultor?” y el otro le contestó: “No sé. Esta familia tiene mucha suerte de poder salir de España”. Y añadió: “Muchachos, si en Córdoba no encontramos trabajo nos vamos para Cádiz, aunque sea caminando. Y allí tratar de introducirnos de polizones en un barco de esos que salen para cualquier parte de mundo”.
La lluvia se intensificó y aquellos hombres, temblando de frío, se quitaron las chaquetas llenas de remiendos y se las pusieron sobre las cabezas.
Bajo la manta empecé a rememorar a mi abuelo Julián y de cómo, la semana anterior a nuestra marcha, nos había invitado a una comida de despedida con todos sus hijos, nueras y nietos. Hicieron una paella en una cueva que tenía mi abuelo en su viña. Aquel día mi pobre abuelo llorando nos besó a todos diciéndonos: “Tengan estos recuerdos para que no se olviden de España, ni de su familia”. Después mirando a mis padres: “Me voy porque estoy indispuesto”. Se metió en el baño para que nadie lo viera llorar.
Después vimos que el regalo era un aparato con dos cristales muy gruesos para ver en tres dimensiones fotografías de paisajes y monumentos de España; varios libros; y el objeto que más valoraba mi abuelo: una bola de billar de marfil en el interior de la cual se hallaban sendas bolas más pequeñas, unas dentro de otras. Objeto realizado para la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929, que había torneado a través de un orificio de apenas unos milímetros, y en el que había demostrado un ingenio y una maestría portentosa.
Recordé una mañana del verano en que vino mi tía Ana, hermana de mi madre, al taller de mi tío Julián, en donde yo trabajaba como aprendiz desde que cumplí 9 años. Esta buena mujer le dijo a mi tío: “Papá se va solo a Aguilar de la Frontera para visitar a nuestra hermana, Soledad”. Mi tío Julián muy serio le contestó: “¿Qué quieres que haga yo? No puedo impedirle que vaya a ver a su hija”. Después de un rato se volvió hacia mí y me dijo: “Paco, acompaña al abuelo para que no se pierda por Aguilar”. Muy contento salí corriendo y lo encontré cerca de la estación de Montilla. Casi ahogándome le dije: “Abuelo, el tío Julián me manda para que lo acompañe hasta Aguilar de La Frontera para que no se pierda”.
Mi abuelo ha sido siempre para mí un referente vital, siempre he sentido una profunda admiración hacia él, era una persona poco corriente: inventor, orfebre, espiritista, experto en hipnosis, ávido lector de Julio Verne, y sobre todo un hombre de una gran humanidad. Físicamente era un hombre alto, ojos azules de mirada profunda, serio y parco en palabras, pero con gran sentido del humor, que manifestaba en forma de ironía. En coherencia con lo escrito, en cuanto me oyó dijo:” ¿Tú conoces Aguilar ?”. Avergonzado le contesté: “No abuelo”. “¿Has subido alguna vez en un tren?”. Lo miré y tímidamente le contesté: “No abuelo”. Mi abuelo, con una sonrisa en su boca me preguntó otra vez: “Tus tíos te dieron dinero para el tren?”. “No” le dije “Yo lo poquito que gano se lo entrego a mi madre”. Mi abuelo entonces, en un gesto de aceptación, me puso su mano en el hombro, como hacía con sus mejores amigos, y yo me sentí enormemente orgulloso. Seguimos caminando sin decir una palabra durante un buen rato. De pronto mi abuelo se detuvo y contemplando los campos de Montilla conformados por colinas suaves, y señalando para la sierra me dijo: “Paco, que hermosa es la Tierra. Aquel monte que sobresale le llaman Cerro Macho y aquellos otros las Testas de Teresa. Siempre he pensado que el hombre le pone nombres antropomorfos al paisaje y a sus formas, en un fútil esfuerzo de posesión”. Ahora que recuerdo aquel momento pienso que esa pauta, la del viejo enseñando al niño, es algo casi mecánico y atávico de nuestra especie, aquello que nos ha hecho progresar. Pero en mi abuelo era mucho más, no había sólo una mera transmisión de conocimientos, había también reflexión.
Más adelante se detuvo otra vez y lentamente fue examinando el paisaje de la Campiña. Sus viñas y olivos, que divididos en parcelas, parecían un cuadro de un Mondrian geológico, configurado por invisibles y armoniosas alternancias de colores y formas geométricas; que iban del amarillo de los trigales al verde de las viñas y olivares. Al mirar para El Coto, esta vez su mirada mudó en tristeza. En el Coto se veían las chozas de paja de las personas más pobres de Montilla, asolados por los piojos y la miseria. Me dijo: “Mira ese paisaje que tienes delante de ti, ese campo de trigo con muchas manchas. Se trata de la cizaña. Una planta que no da frutos útiles para los humanos. Si las dejan en poco tiempo se comerá todo ese trigal. Paco, los pobres de mayor parte de Europa estamos pasando momentos muy duros por culpa de la locura de unos ambiciosos que son como esa cizaña. Se piensan así mismos como grandes héroes, como salvadores de naciones. Más solamente saben llevar la guerra a sus pueblos. Y cuando no los matan a tiros, lo hacen de hambre. Pero incluso los poderosos que causan tanto mal algún día también caerán”. Después caminamos en silencio, cuando llegamos a la estación de Montilla mi abuelo se encontró con un amigo: “¿A dónde va Vd. Julián con el nieto?”. Con una sonrisa socarrona puso su mano en mi cabeza y despeinándome le contestó: “Aprovechando que me lleva mi nieto Paco, voy a Aguilar a ver a mi hija Soledad. Le han dicho mis hijos que venga conmigo para que no me pierda. El problema es que mi nieto nunca ha estado en Aguilar y tampoco ha subido nunca a un tren”. Aquel hombre, que había captado la ironía, riéndose le siguió la corriente: “Ah!, si lo lleva su nieto… Que está hecho un hombre… Seguro que hoy no se pierde”. “Eso espero” le contestó risueñamente mi abuelo. Yo le apreté su mano diciendo para mis adentros: “Gracias abuelo por dejarme ir con Vd. a Aguilar”. Ese fue uno de los pocos días de mi juventud que recuerdo que me sentí muy feliz y orgulloso. Siempre he recordado el paseo por las calles de Aguilar con mi abuelo y la posterior visita en la casa de mi tía Soledad, como algo muy especial. Era la primera vez que salía de casa y me alejaba tanto de Montilla… nada menos que siete kilómetros.
Ahora, con 18 años recién cumplidos, me iba a América con mis padres. Como si formara parte de un destino familiar, pues también allí había estado mi abuelo. Él con motivo de la guerra de Cuba, en donde conoció la miseria y el sufrimiento bajo todas sus formas.
Cuando entramos en Córdoba aquel camioncillo hizo dos movimientos bruscos que me despertaron de mis ensoñaciones y recuerdos. Manolo me dijo: “¿Estás durmiendo Paco?”. Luís, sacando la cabeza debajo de la manta: “¿En que piensas Paco? No te duermas, que falta poco para llegar a la estación de Córdoba”. Manolo y yo la conocíamos, pues papá nos había traído muchas veces a esta ciudad. A los pocos minutos entramos por una carretera grande, mientras la lluvia no cesaba y apenas me dejaba ver un río muy grande donde se reflejaba el imponente edificio de la Mezquita, que contrastaba con casas humildes, que en la orilla del río eran simples chozas con techos de paja. De pronto Manolo gritando debajo de aquella manta me dijo: “! Paco, estamos pasando por el puente que hicieron los romanos hace más de dos mil años, lo llaman el puente romano o puente de San Rafael. Y aquel edificio tan grande es la Mezquita, que la construyeron los moros hace muchos siglos!”. A mi me pareció fascinante y siempre había deseado visitarla. Después entramos por una avenida muy larga, un gran paseo con muchas palmeras, por donde pasaban muchos camiones, carros y muy pocos coches.
Al llegar a la estación de ferrocarril los primeros en bajarse del camioncito fueron los dos hombres de Casariche, que nos ayudaron a bajar el equipaje. Cuando nos apeamos estábamos muertos de frío y doloridos por tantos vaivenes. El reloj de la estación marcaba las ocho, el tren que nos llevaría a Cádiz saldría a la una del mediodía. Apresurándonos ayudamos a nuestros padres a trasladar todo aquel equipaje hasta el andén número uno. Y allí permanecimos más de cuatro horas, sentados encima de aquellas maletas y baúles, viendo pasar a otros pasajeros, la mayoría con maletas de cartón o simples bultos de trapo. Iban agarrados a sus mujeres y a sus hijos, todos muy mal vestidos, que subían a trenes destartalados que despedían mucho humo, ya que se movían todavía con viejas locomotoras a vapor. Muy pocos eran los que se apeaban de aquellos trenes, que tenían como destino Madrid, Barcelona y Bilbao. Mientras mis padres fueron a sacar los pasajes con Manolo, Julián y Antonia. El resto nos quedamos cuidando el equipaje. Lo más valioso eran tres abrigos de pieles y dos máquinas de coser que les había encargado la tía de mi padre. También llevábamos alhajas y un abrigo de piel más inferior, que le había comprado mi padre a mi madre.
Cuando llegó el tren, mi madre se puso nerviosa y empezó a llorar al mismo tiempo que se despedía de Manolo el chofer. Luego lo hicimos mi padre y nosotros. Aquel buen hombre nos dio un beso a cada uno, deseándonos suerte y pidiéndonos que escribiéramos pronto dando noticias.
Subimos a aquel viejo tren de carbón, con vagones con asientos de madera. Dentro de los cuales hacía más frío que en el exterior. Sentado en uno de aquellos bancos mi padre revisó una vez más las cinco carpetas llenas de papeles, sin duda tanta precaución la inspiraba el miedo a que en la aduana le pusieran a última hora alguna traba por falta de alguno de los muchos certificados que le exigían. Papeles y más papeles. En ellos mi padre había gastado mucho tiempo y dinero. Sonó el silbato del aquel tren, avisando del inicio de su marcha hacia Cádiz.
Cuando el tren se puso en movimiento vimos a una chica que nos gritaba y hacia señas. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza y unas gafas negras muy grandes que le tapaban media cara, corría al lado de nuestra ventanilla mientras nos decía: “!Adiós familia!. ¡Adiós María Antonia!. ¡Adiós Manolo! “! Adiós muchachos, buen viaje!”. Cuando se quitó las gafas y el pañuelo, con asombro vimos que era Paquita. Mis padres se emocionaron y se despidieron: “!Adiós Paquita, que tengas mucha suerte!”.
Tres años atrás, cuando todavía no tenía quince años, mi madre enseñaba a Paquita costura y la trataba como a una hija. Fue entonces cuando se llevó de casa la caja de caudales de acero inoxidable, en donde mis padres guardaban las escrituras y el poco dinero que tenían. Sin duda la miseria y la necesidad le empujaron a llevar acabo el hurto. Hacía poco que había fallecido su madre y sobre ella recayó la responsabilidad del cuidado de cuatro hermanos menores que ella. Mis padres denunciaron el robo, pues entre la documentación estaban las escrituras de la casa y de una viña que tenían en el Alto de Jesús, cerca de Piedra Luenga. La guardia Civil la detuvo al descubrir que había pagado todas las trampas que tenía en varias tiendas. Los documentos y el resto del dinero los había escondido en el tubo de la cabecera de su cama. A la desdichada, como era costumbre en aquellos años, la pelaron al cero en el cuartel y a continuación la pasearon por todo el pueblo. Cuando llegó el juicio, mis padres la perdonaron y declararon lo que les indicó el abogado defensor de Paquita. Después de aquello la pobre chica tuvo que irse del pueblo. No supimos nada de ella hasta ese día.
Aquel tren de carbón, que paró en todas las estaciones, y que hizo que el viaje fuera interminable pues empleó más de seis horas en llegar a Cádiz.
Cuando llegamos fuimos a la casa de Rafael Espejo, primo de mi madre. Rafael era militar y durante los días que estuvimos en Cádiz nos invitó a comer en su casa. Para dormir nos alojamos en una casa particular, que alquilaba una habitación por pocas pesetas.
Al día siguiente pudimos ver el mar por primera vez en nuestra vida. Esa es una experiencia en la vida de todas las personas que nunca se olvida. Con unas cuantas pesetas que llevaba Manolo, nos montamos en una barca para dar una vuelta entre aquellos barcos. Cuando se enteró mi padre se enfadó mucho, tenía miedo de que ocurriera cualquier contratiempo que diera al traste con todo el viaje. Los pobres habían hecho un sacrificio muy grande, vendiendo todo lo que tenían para poder pagar aquellos pasajes; a los que había que sumar el cuantioso impuesto especial que abonó como especie de fianza por los tres mayores, por faltarnos poco para hacer el servicio militar. Esto lo hizo en el consulado de Madrid, donde le dijeron que la embajada de España de Buenos Aires se lo devolvería llegado el momento. Mi padre, que sabía como se las gastaba el régimen, se guardó mucho de manifestar descontento alguno ante tal expolio. Conocía el caso de Eusebio Cabello y su familia, que vivían en la Escuchuela de Montilla, que habían emprendido la misma aventura que nosotros, pero por decir en la estación de Montilla: “De aquí no queremos ni la tierra de los zapatos”, los denunciaron y al llegar al puerto de Buenos Aires los rechazaron.



















CAPÍTULO III
Travesía a bordo del Cabo de Hornos.
Todas las mañanas íbamos al puerto para ver si había atracado ya nuestro barco. Lo cual ocurrió al tercer día, el dieciséis de noviembre de 1951. Eran las diez de la mañana de un día llovioso y frío, cuando vimos por primera vez al Cabo de Hornos. Este apareció entre un mar embravecido por un feroz viento de levante, que lo zarandeaba como si fuera un juguete. Aunque no habíamos visto muchos barcos (la mayoría en películas) no por ello este no nos dejó de parecer el más viejo y feo de todos. Subimos a las cuatro de la tarde, después de pasar por la aduana. Ascendimos a él por una escalerilla que en su día debió de ser blanca, pero ahora estaba toda oxidada, mohosa y en armonía con toda la cubierta y el interior del buque. Aquel barco era un montón de chatarra vieja y herrumbrosa que a duras penas se mantenía a flote.
En su cubierta lo primero que vimos fue la pantalla de un cine al aire libre y una piscina vacía, reservada a los pasajeros de primera clase. Esta se utilizaba cuando el buque alcanzaba el ecuador. De todas formas los pobres ni teníamos ni conocíamos los bañadores. Yo siempre que me había bañado en el “chilacón” que había cerca de la estación de Montilla o en el río de Aguilar lo había hecho desnudo.
Cuando partió, la sirena del buque en vez de emitir un sonido grave, como cabía esperar, exhaló lo que me pareció un lamento. En el muelle una algarabía de gentes mal vestidas, que entre sollozos, agitar de pañuelos y gritos les decían por última vez a los suyos. Entre ellos estaban la prima de mi madre con su hijo Rafael y su sobrino Miguel Matute. Poco a poco aquella multitud y el puerto fueron empequeñeciéndose en el horizonte hasta desaparecer, quedando solamente el inmenso e imponente océano.
Después bajamos al camarote a cambiarnos de ropa, pues la lluvia de ese día nos había dejado empapados hasta los huesos. A las siete de la tarde sonaron las primeras campanadas que anunciaron el primer turno para la cena. El comedor para segunda y tercera clase, era un salón muy grande, limpio y sencillo. Presidido por una mesa muy larga, con manteles y servilletas de papel, y a juego con ella muchas sillas feas e incómodas. Ese día comimos por primera vez en nuestra vida macarrones; de segundo un buen pedazo de carne en salsa de tomate, acompañado con todo el pan y fruta que quisiéramos. Con el hambre que se pasaba en aquellos tiempos, aquello nos pareció un festín inolvidable.
Los camarotes de tercera eran para más de cincuenta pasajeros, sin ventilación y muy mal iluminados. Después supe que aquel barco fue construido para transportar tropas durante la I Guerra Mundial, de ahí su diseño interior.
En estos camarotes cuartelarlos se hacinaban emigrantes gallegos, asturianos, vascos e italianos. Sus literas, unas encima de otras, no conocieron el cambio de sábanas en los 28 días que duró el viaje. Las mujeres y los niños iban en otros camarotes pero en las mismas condiciones. Los de segunda íbamos en camarotes con seis literas. Aquellos camarotes tenían unos 3 por 2 metros, con tres literas a cada lado, con un lavabo en el centro para asearnos. Para nuestras necesidades íbamos donde iban todos los de segunda. Mi madre dormía con Antonia, los demás en una litera cada uno. El camarote tenía un ojo de buey por el que se ventilaba el habitáculo. A través de él la imagen del mar y el cielo se me mostraron como un mantra, que llenó la mayor parte de mis días y mis noches.
Después de pasar las islas Canarias atracamos en Dakar. Allí se nos permitió bajar. Fue toda una experiencia personal. Vi a mujeres negras con los pechos descubiertos, hombres con túnicas blancas que se afanaban en vendernos todo tipo de bagatelas. Recuerdo que, por lo absurdo de la situación, me llamó la atención que nos ofrecieran unas fotografías de hombres negros desnudos con el falo metido en una caña. Vi como niños africanos se lanzaban sin miedo a las profundas aguas del mar, intentado atrapar los céntimos que los “divertidos” viajeros de primera les arrojaban.
Cuando dejamos atrás Dakar, tres pasajeros de primera muy bien vestidos, vinieron a la cubierta donde estábamos los de segunda y tercera. Nos propusieron hacernos una fotografía como recuerdo del viaje. Y ante nuestra conformidad nos sugirieron que aprovecháramos para vestirnos con nuestras mejores ropas, que ellos volverían dentro de una hora con la cámara fotográfica. A las dos horas llegaron tres hombres con sendas cámaras fotográficas en sus manos. Nos habíamos congregado para la ocasión un grupo de 50 pasajeros de segunda y tercera clase. Recuerdo que había mujeres embarazadas con sus niños más pequeños en brazos; un matrimonio de gallegos muy ancianos que apenas podían mantenerse en pie; estaban también el asturiano Manuel Fernández con su familia: su esposa Marina y sus tres hijos Maribel, Blanca y el pequeño Emilio que tenía diez años y retraso mental. Nos apretamos, juntándonos unos con otros siguiendo sus indicaciones. Nos pidieron que sonriésemos. En ese momento siguiendo una señal convenida, sus compinches al unísono desde la cubierta de primera, nos arrojaron cuatro cubas de agua sucia y pestilente. Y comenzaron a reírse. La mayoría agachó la cabeza y retirándose a los camarotes aceptó la humillación sin rechistar. Solo una persona se rebeló con dignidad, el asturiano Manuel Fernández. Enfurecido, con su hijo pequeño en los brazos y los ojos enrojecidos por la rabia, gritó: “! Ya no estamos en España. Hijos de puta!. ¡Si tenéis cojones dad la cara. Cabrones!” Y añadió: ”¿En este barco no hay justicia para castigar a estos hijos de puta?”. Solo unos pocos le secundamos, y empezamos a gritar que queríamos justicia. Poco después vino uno de los oficiales que trató de calmar los ánimos. El asturiano con rabia le increpó al oficial: “¿Cómo se permite en este barco a estos fachas hijos de puta que abusen de nosotros? ¿Que mal les hemos hecho a esta gentuza? ¿Nuestro delito cual ha sido? ¿Trabajar de sol a sol, por sueldos miserables para que ellos se enriquezcan y ahora viajen en primera, mientras nosotros viajamos como animales estabulados?”. Y gritó más fuerte: “¡Ya no estamos en aguas españolas! ¡Se acabaron los abusos hijos de puta!”. Los que nos habíamos quedado con él empezamos a aplaudirle. El oficial terminó pidiéndonos disculpas. Cuando todo estuvo en calma mi padre nos dijo: “Vamos a cambiarnos de ropa que pronto estaremos lejos de estos mal paridos”.
Desde ese día los de segunda y tercera cuando subíamos a cubierta empezamos a cantar juntos, como parte de una extraña y secreta consigna de camaradería. Cantábamos juntos gallegos, asturianos, vascos y andaluces. Unas veces la marsellesa, otras veces hermosas canciones de las regiones originarias de aquellas personas. Cantamos Maite, el Caserío…, siguiendo el ritmo que marcaban los txistus de los vascos y las gaitas de los gallegos. Gallegos que bailaron muñeiras, esas danzas tan alegres y antiguas pues se remontan a los tiempos de los suevos.
Antes de llegar al ecuador, los de segunda y tercera clase, nos reuníamos por la noche haciendo lo que más nos gustaba: cantar y bailar. Recuerdo, en concreto y con especial emoción, a los portugueses y sus fados, música melancólica y nostálgica, que nos evocaba como ninguna otra los malos momentos de nuestras vidas. Su lenguaje universal nos atrapaba a todos en un estremecimiento silencioso. Los pasajeros de segunda y sobre todo los de tercera preferían dormir en cubierta a pesar del frío. Allí al menos el aire estaba libre del hedor asfixiante que llenaba los bodegones de carga, en donde habían previsto su hacinamiento.
A pesar de todos los pasajeros se la fueron ingeniando para mitigar aquel viaje que resultó agotador e interminable.
Durante más de quince días el mar estuvo muy picado, con enormes olas y en donde solo los tiburones y yo parecíamos divertirnos. Ellos siguiendo la estela que las sobras de comida, que los cocineros arrojaban por la borda; y yo admirado por el magnífico espectáculo que me ofrecían los incontables peces voladores al cruzar el barco de proa a popa.
Cuando pasamos el ecuador, para celebrarlo, un día bajaron un oficial y varias autoridades acompañados por pasajeros de primera clase. Entre ellos había uno disfrazado de artificioso dios Neptuno. Nos pidieron que nos pusiésemos en fila para hacernos entrega de unos obsequios. Nos dieron a cada uno de nosotros: una gaseosa, un dulce y un diploma con el nombre de un pescado. Cuando llegaron hasta mí, el que iba vestido a modo de dios Neptuno dijo: “A este le ponemos pingüino”; ocurrencia que fue celebrada por su séquito con una carcajada general. Después supe que dicho personaje era un actor cómico argentino, descendiente de emigrantes españoles, llamado Pablo Paulito. Y aunque se prodigó en muchas películas argentinas, su trabajo nunca traspasó esa frontera. Personalmente nunca me resultó cómico, su “humor” lo basaba en escenas que ahondaban en situaciones de escarnio sobre los débiles y sus desgracias. Justo todo lo contrario que hacía el gran Chaplin. Sospechábamos que él fue quién maquinó la humillación de los cubos de desperdicio.
Entre el séquito iba también una actriz argentina, hija de vascos, llamada Olga Zubarry. Fue la elegida por la primera clase como la reina de la belleza. No era muy guapa, pero tenía buen físico y unas lindas piernas. Cuando la pasearon por todo el barco con su traje de seda azul, nosotros, los de segunda y tercera, la aplaudimos.
Eso nos dio una idea. Con nosotros viajaba una chica de Córdoba de unos veinte años, que era muy guapa, alta, de tez blanca y ojos y pelo muy negro. Según nos dijo iba a Buenos Aires a reunirse con su esposo con el que se había casado por poderes. Todos pensábamos que en belleza aquella paisana no tenía nada que envidiar ni a la mismísima Sofía Loren. Por unanimidad la elegimos como la reina de segunda y tercera. Apenada nos dijo que no quería ser reina de ningún concurso, porque no disponía de ropa adecuada. Mi madre le señaló que no se preocupase por eso, y se comprometió a hacerle el vestido. A través de un camarero, que también era de Córdoba, consiguió unas sabanas nuevas y blancas. Con ellas le confeccionó un vestido largo, entallado, con un gran escote, que su sensual cuerpo realzó en todo su esplendor. Cuando la vieron los de primera se sintieron al mismo tiempo asombrados y humillados. Y se negaron a dejarla entrar en su espacio del barco, aduciendo estúpidamente que los de segunda y tercera teníamos prohibido la entrada en aquel lugar.
Durante toda aquella travesía transatlántica los prejuicios de clase social se manifestaron de mil formas diferentes, propiciando un ambiente de confrontación y malestar entre los viajeros.
En menos de quince días pasamos de un invierno muy frío, a un verano muy caluroso. Cuando estábamos cerca de Brasil, uno de aquellos emigrantes gallegos que viajaba en tercera clase que cantaba muy bien y era muy guasón, una mañana después del desayuno, inclinándose ostentosamente sobre la baranda del barco, empezó a gritar: “¡Una ballena! !Una ballena!”. Aquello conmocionó a todo el pasaje. Todos nos apresuramos a intentar verla. Los más excitados eran los pasajeros de primera clase, que se apresuraron con sus trajes blancos y sus ostentosas cámaras fotográficas en otear entusiasmados el mar hacia donde parecía apuntar el gallego. Y casi al unísono le preguntaron a gritos: “!¿En dónde está la ballena?!”. Los veíamos correr por el barco de un lado para otro, sin conseguir divisarla. Así continuaron más de media hora, hasta que conminaron al gallego que les dijera el sitio exacto en donde la había visto. El gallego, esbozando una sonrisa socarrona, se limitó a señalarles una cuerda que sujetaba fuera borda dos botellas que iban colgadas de ella. Añadiendo: “¿No ven que una va llena? Y… ¿la otra vacía?”. Por primera vez los pasajeros de segunda y tercera clase nos pudimos reír a carcajadas, en lo que consideramos una gran victoria sobre aquellos que siempre nos habían tratado con desprecio.
Cuando llegamos a Brasil, el Puerto de Bahía nos pareció un sueño. Su paisaje era único por su belleza, de esos que una vez lo ves resulta imposible ya olvidarlo. Bahía era un lugar en donde la luz y los colores que esta formaba parecían de otro mundo.
Bahía se extendía bajo el imponente monte llamado Pan de Azúcar. El cual estaba rematado por un inmenso Cristo de piedra blanca, que con sus brazos abiertos parecía darnos la bienvenida. Dicho conjunto lo dominaba todo, reflejándose en un mar de diáfanas y concurridas aguas por innumerables bañistas. Algunos de los cuales se atrevían a acercarse al barco para decirnos: “muitos amigos saudações”.
Mi padre no pudo dejar de expresar su asombro: “Que belleza. Que diferencia tan grande entre un continente y otro”. Sin duda nos parecía vivir un hermoso sueño. Vimos a hombres y mujeres que nos saludaban con sus sensuales bailes y alegres canciones, contagiándonos, a nosotros pobres y tristes emigrantes, su ritmo que nos desbordaba. Nuestra sorpresa era inmensa y no terminábamos de creer el espectáculo que nos ofrecía Rió de Janeiro.
Cuando bajamos al puerto vimos que negros y blancos iban muy bien vestidos. Muchos de aquellos negros iban vestidos con trajes muy blancos y acompañados por mujeres muy guapas. Aunque nos saludaban cortésmente, no por ello dejaban de mirarnos con frialdad. Nuestra apariencia era sin duda la causa, pues nuestra ropa proclamaba nuestra pobreza.
Recuerdo que una mulata de cuerpo voluptuoso, dirigiéndose a mi padre, le preguntó: “¿De que parte de España vienen Vds. y a dónde van?”. Mi padre le contestó: “A Buenos Aires”. En un perfecto español nos dijo que era brasilera y nos invitó a quedarnos, informándonos que allí existía muchísimo trabajo. Mi padre con una sonrisa le dio las gracias. Y dirigiéndose a mi madre: “Dios quiera que Buenos Aires se parezca a esta tierra”.
A los pocos días llegamos a Montevideo. Que según supe después, su nombre etimológicamente venía de la evolución de cómo se le designaba en las anotaciones en las cartas náuticas de los españoles, en las que aparecía como: Monte VI De Este a Oeste.

Llegando a ese país, Julián se rompió un brazo jugando en cubierta con otros chicos. Por lo que mis padres tuvieron que bajar para que se lo enyesaran en un hospital de aquella ciudad. Los médicos del lugar lo hicieron muy mal y a consecuencia de ello le dejaron el brazo torcido para toda su vida.
El puerto de Montevideo no era bonito, ni tenía la alegría de Bahía, pero en él se divisaban grandes edificios, gente muy bien vestida y numerosos coches. Montevideo nos pareció una ciudad avanzada, moderna y de grandes avenidas.
A las diez de la noche salimos de Montevideo, para completar nuestro largo viaje. Toda una noche tardó el barco en cruzar el Río de La plata. Este río inmenso separa Buenos Aires de Montevideo. El Río de La plata nos pareció un Mar de aguas dulces. Tan ancho que en su punto central, a simple vista, no se conseguía divisar las orillas de estos países vecinos. En mitad de aquel Río grisáceo estuvimos parados hasta el medio día, cuando vinieron tres remolcadores para llevarnos al Puerto de Buenos Aires.
Después de varias horas de lenta navegación, vimos que desde muy lejos se divisaba la punta de la mole de hormigón armado de un edificio muy grande, el primero que vimos de los llamados rascacielos. Después supimos que era el llamado Kavanagh. Cuando el barco se fue aproximando, emocionados, vimos que Buenos Aires era mucho más moderno y más grande que las ciudades que habíamos visto hasta ese momento.
El Barco atracó a las cuatro de la tarde del 13 de Diciembre de 1951, pleno verano en el hemisferio sur.






CAPÍTULO IV
La llegada a Buenos Aires
En el Puerto lo que más sobresalía era un edificio muy grande de ladrillo. Que según nos indicó un marinero, se trataba de las dependencias destinadas a emigraciones. Era el lugar en donde se alojaban, temporalmente hasta encontrar trabajo, aquellos que no tenían familia en Argentina que les acogieran.
Desde cubierta se oían los gritos de alegría de las familias que se reencontraban. Nosotros también buscábamos con esperanza y progresiva ansiedad a la tía de mi padre. Pasó el tiempo y no la vimos. Observamos que los primero en bajar, como no podía ser de otra forma, fueron todos los de primera clase. Cada uno con dos maletas de cuero en sus manos.
A continuación subieron los funcionarios y autoridades argentinas. Nosotros continuábamos después de una hora buscando entre la multitud del muelle a nuestra tía. Hasta que vimos a una señora que nos miraba y no nos decía nada. Pensamos que no se asemejaba en nada a la de las fotografías. Pues a todos nos pareció que tenía aspecto inequívoco de fulana. Llevaba un ostentoso sombrero negro con velo que le tapaba completamente el rostro y, a juego, un vestido con un escote tan exagerado que proclamaba a los cuatro vientos esa condición. No le dijimos nada.
Después en cubierta, las autoridades argentinas, improvisaron una oficina por la que, en fila, fuimos pasando con nuestros pasaportes, que tras inspeccionarlos sellaban mecánicamente, dándonos entonces el permiso para bajar y pasar por aduana.
Cuando el Puerto se quedó solo, nosotros seguíamos esperando a la prima de mi padre. Desilusionados, desconcertados y en silencio, permanecimos allí durante horas. Hasta que vimos subir por la escalerilla a un hombre, vestido como un personaje importante, acompañado de tres estibadores. Este hombre con indiferencia y frialdad, se acercó a mi padre y le dijo: “¿Vds. son la familia Márquez?”. Mi padre le dijo que sí. Entonces el personaje se presentó a sí mismo como el Jefe de Aduana. Dijo llamarse Turlo y ser el sobrino de la tía Ana. “Vengo con estos estibadores para que me entreguen todo el equipaje que traen. Ella los está esperando en su casa. Ustedes ya saben su dirección”. Y sin más palabras ni más saludos, vimos bajar al señor Turlo, con los estibadores que se llevaron en un montacargas todo nuestro equipaje.
Fuimos los últimos en bajar de aquel barco chatarra y la fina llovizna que caía en ese momento, fue el único saludo que recibimos en el puerto de Buenos Aires.
Cuando entrábamos en el edificio de la aduana, salía para embarcar en el Cabo de Hornos un matrimonio español con dos niños de la mano. Aquel matrimonio nos miró y se acercó a mis padres y con amargura les dijo: “Vds. llegan y nosotros nos vamos. Porque un familiar de mi señora nos ha robado todo lo que traíamos”. Y mientras aquel matrimonio subía por las escalerillas del Cabo de Hornos nos grito: “! Súbanse al barco y vuélvanse a España. Es muy feo ser un emigrante en esta tierra. Todos hemos cometido una locura!”.
Mi padre, pensativo, le dijo a mi madre: “Esto es un mal presagio”. Cuando salimos de la aduana, vimos bajo un paraguas al montillano Antonio Ponferrada, el hermano del amigo de mi padre, aquel que se fue a trabajar al Banco de Londres. Aquel buen hombre, estaba muy serio, abrazando a mi padre le susurró: “Manolo ten cuidado con tu tía. No es buena persona. Esa mujer únicamente quiere hacer negocios sucios con Vds. ¿Dónde tienes el equipaje?”. Mi padre le contestó: “Se lo ha llevado su sobrino, que dice que es jefe de aduana”. Aquel amigo, nos miró muy serio diciendo: “Que lástima. Lo siento, a mi no me dieron permiso en el trabajo para venir antes a esperarlos. Veremos que va a ocurrir. Voy a buscar dos taxis para que los lleven a la casa de tu tía. Ya he visto que no ha tenido ni siquiera la delicadeza de venir a recibirlos. Manolo ten cuidado. Vivo en un hotel que está muy cerca de edificio en el que vive tu tía. Toma esta dirección de un hotel que cobra barato, por si te hace falta. Y esta es mi dirección y mi teléfono. Llámame si tienes algún problema”. Mis padres y aquel buen hombre se miraron con tristeza y preocupación.
Todo el dinero que tenía mi familia lo había invertido en aquél equipaje. Mis padres habían seguido al pie de la letra los consejos e instrucciones de aquella mujer les había dado. Por ello nada se había declarado en la aduana. Por carta le indicó a mi madre, que los abrigos se los prestara a varias pasajeras cuando fuéramos a subir al barco para pasarlos sin problemas por la aduana. Así lo hicieron mis padres. Uno se lo prestó a una familia de Córdoba y los otros dos a una familia sevillana, que viajaban con sus dos hijas. Y entre la madre y ellas subieron aquellos tres carísimos abrigos puestos para no declararlos en la aduana. El asturiano Manuel Fernández y su esposa (el que gritó cuando el incidente en el que nos tiraron el agua sucia) nos hicieron el favor de declarar las dos máquina de coser modernas a su nombre, y una vez en el barco todos nos lo devolvieron.
Durante lo que pareció un tiempo interminable, bajo una incesante lluvia, nuestra familia permaneció junto a la escalerilla del barco. Antonio Ponferrada, finalmente apareció junto con dos taxis. En uno subimos los tres hijos mayores, los demás nos siguieron en el segundo taxi. La comitiva se dirigió a la calle 1390, lugar en donde vivía la tía de mi padre.
Allí comprobamos que era verdad que aquella señora vivía en el centro de Buenos Aires. En frente mismo del edificio de los Tribunales. A pocos metros de aquel obelisco que mostraba en las fotos que nos había enviado y que tanta impresión nos causó en su momento. Sin embargo ahora la preocupación y los malos presentimientos eran los pensamientos que se imponían en la familia.
Cuando el coche nos dejó en aquella dirección, Antonio ya había pagado los dos taxis, y se despedía de nosotros y de mis padres diciendo: “!Suerte!. Familia llamen lo más pronto que puedan”.
Ante nosotros se levantaba un edificio de más de quince pisos en una Avenida a la que no se le veía el final. Entramos por una puerta muy grande, que comunicaba con una escalera de mármol blanco, al final de la cual había un ascensor muy grande. En él subimos los siete hasta el tercer piso. Al salir vimos una lujosa puerta con un letrero de bronce que indicaba: Ana Urquiaga.
Mi padre llamó y, tras un tiempo que nos pareció eterno, abrieron la puerta. Apareció la mujer vestida de negro que habíamos visto en el puerto. Llevaba puesto todavía el pomposo sombrero y el velo. Tras aquel tul, unos ojos negros con frialdad nos fueron mirando uno a uno. Y después de un silencio muy largo vino un: “Hola que tal?. ¿Como están?”. Sin muchas ganas nos indicó que pasáramos. En ningún momento nos invitó a sentarnos, e inmediatamente y sin quitarse el sombrero, le pidió la llave a mi padre para abrir los dos baúles. Fue sacando sucesivamente los tres abrigos: uno de visón, otro de zorro plateado y otro de chinchilla. Así como las joyas, que aquella mujer les había encargado. Como mudos espectadores vimos como se lo probaba todo ello ante de un gran espejo de marco dorado, en el salón de aquel lujoso apartamento. Después, al quitárselos, les iba mirando las etiquetas de los precios y las facturas correspondientes. Su rostro ahora se mostraba eufórico. Por su parte no hubo ningún gesto de hospitalidad, no nos ofreció ni siquiera agua, a pesar del calor que hacía en aquella vivienda. Por último sacó las dos máquinas de coser, tras lo cual pareció volver a interesarse por nosotros.
Vimos como de nuevo nos fue revisando, esta vez sentí que era de la misma manera como había hecho con las facturas de los abrigos y las joyas. Se quitó el sombrero y dirigiéndose a mi padre le dijo: “No sé si saben que yo no puedo cambiarles el peso por pesetas al cambio oficial. Que aunque hoy está a siete pesetas un peso, solo puedo pagar uno por cada quince pesetas”. Mi padre se descompuso y mirándola le dijo: “Eso es un robo. Señora yo no estoy de acuerdo con ese cambio. Es demasiada la diferencia con el cambio oficial. Además a los precios de los objetos habría que añadirle los gastos que me ocasionaron los viajes a Sevilla y Córdoba en donde los compré. Yo he cumplido con lo que me encargó en sus cartas”. Sin inmutarse contestó: “Eso es lo que hay primo. Y den gracias a que les doy ese dinero. Podría decir que no los conozco de nada. Que no me habéis traído nada. Que habéis entrado en este piso para robarme”. Después de media hora de discusión mis padres, tuvieron que aceptar la estafa y lo poco que les daba. Tenía razón, no podían probarlo, no tenían ningún justificante de haberlos declarado en la aduana. Además las joyas y los recibos de los abrigos los había puesto a buen recaudo, introduciéndoselos en aquel exagerado escote. Como última exigencia nos obligó a dejarle los baúles, pues también estos le gustaron, a cambio de unas maletas viejas que tenía.
En una carta ella le contaba a mi madre, que tenía un amigo, dejándole entrever que era su querido, que este era uno de los mejores abogados de Buenos Aires. Mis padres comprendieron que todo había sido muy bien planificado, que la denuncia era más inviable que encajar aquel robo.
Mientras llenábamos aquellas maletas con lo que nos había dejado, nos miraba con deprecio. Todo aquel robo transcurrió en menos de una hora. Mi padre antes de salir de aquel piso, cuando aquella mala mujer fue a cerrar la puerta le dijo: “Jamás volveremos a pisar esta cueva de ladrones. Y no le digo más porque me da vergüenza de tener una ladrona como tía. En mi familia nunca hubo ladrones.” Ella se limitó a contestarle: “Pues ya tiene una”. Y con una sonrisa añadió: “Podía haberles robado más pero no quise. Porque en el fondo les tengo lástima, sobrino. Eso es lo que hay. Vaya a donde vaya, no los conozco a ninguno de ustedes. Y si muestran las cartas que les mandé, que sepan que no es mi letra”. Tras lo cual cerró de un portazo.
Mi padre angustiado, ante el ascensor que nos parecía que no llegaba nunca, le dijo a mi madre: ”Bajemos por la escalera, porque aquí me ahogo”. Mi pobre madre llorando le contestó: “¿Manolo, ahora que hacemos?”. Mi padre con la cara blanca como la de un muerto y la mirada perdida, le respondió: “Lo primero salir de aquí. Cuando estemos en la calle ya verás como todo lo veremos de otra forma”.
Cuando salimos de edificio seguía lloviendo, mi padre muy serio nos indicó que lo siguiéramos. Así lo hicimos, caminamos detrás de mis padres por una Avenida muy ancha y muy larga. Mi padre, llevaba en una mano una maleta y en la otra a mi hermana en brazos. A su vera iba mi madre con Julián de una mano y en la otra una maleta. Detrás de ellos nosotros los mayores. Empapados hasta los huesos caminamos durante más de tres horas por la calle Corrientes. Yo sentía mucho frió, rodeado por aquella gente con las que nos cruzábamos y que desde sus paraguas nos miraban con indiferencia. Mientras cientos de coches pasaban muy cerca de nosotros y se perdían en aquellas diagonales rectas, entre veredas muy anchas. Al igual que mis hermanos yo vestía mi primer traje de pantalón largo. Nos los había confeccionado un sastre de Montilla llamado Armenta. Las camisas, de un tejido inferior, nos las había hecho mi madre. Remataba el conjunto unos zapatos, también de estreno pero de baja calidad, que empapados, iban salpicando de barro todo el conjunto.
En ese estado deambulamos por la Avenida Corrientes, que es la más famosa de Buenos Aires. Por la cantidad de actividad comercial que tiene la llaman: “la calle que nunca duerme”. Llena de cafeterías, librerías y todo tipo de comercios imaginables. Me llamaba la atención lo bien que estaban iluminados los escaparates. Mezclados con la muchedumbre que por ella circulaba, entre ellos pasamos inadvertidos como unos de tantos y tantos emigrantes europeos que por aquellos tiempos la recorrían. El rostro de la gente, en general, mostraban caras alegres y bien vestidas, totalmente ajenas a lo que nos sucedía.
Mi padre le preguntó algo a un hombre, y unos segundos después lo vimos que dobló por otra Avenida llamada Uruguay. Después de dos cuadras, que es como llaman allí a las calles, salimos a la Avenida Sarmiento. Allí mis padres se pararon delante de un edificio muy grande, que tenía un letrero luminoso que decía Hotel Caribe. Entramos y subimos por una escalera muy grande, de mármol blanco, que daba a un salón. En el fondo del cual había una mesa con un hombre muy mayor sentado que leía el periódico. Mi padre le preguntó los precios y alquiló dos habitaciones. Eran grandes, con tres camas y un armario en cada una. En una de aquellas habitaciones había una mesa con seis sillas y al fondo un lujoso baño con una bañera muy grande, como nunca habíamos visto antes. Mi madre abrió uno de aquellos grifos y llenó de agua templada aquella bañera y sucesivamente nos fuimos bañando los siete con un gel y una esponja para cada uno.
Después mi padre fue a la recepción a pedir que nos trajeran la merienda. Cuando eran la siete de la tarde un camarero vestido de blanco, nos trajo una bandeja con siete tazas y una jarra de cerámica llena de leche con chocolate. Y a los pocos minutos volvió con otra bandeja, que pillaba media mesa, llena de dulces que allí les llaman masitas. Mi padre mirando aquella bandeja nos dijo: “Haber si sois capaces de comeros todo lo que hay’’. Después llamó a mi madre que estaba metiendo la ropa en aquellos armarios. Cuando vino muy serio: “Vamos a festejar el comienzo de una nueva vida en este país, y dónde hemos empezado con tan mala suerte”. Mientras mi madre llenaba las siete tazas de chocolate, vimos que dos lágrimas le caían por el rostro y que ella se limpio con mucho disimulo. Mi padre se dio cuenta, consolándola con una caricia: “No llores, ya verás que todo va a salir bien”. Después muy serio nos miró uno a uno y añadió: “Ahora tenemos que estar más unidos que nunca”, y ante aquellas bandejas de dulces, aquella jarra humeando y las siete tazas llenas de chocolate, se miraron y al mismo tiempo se rieron. Supongo que recordaron que hacía más de siete años que no habíamos comido chocolate. Aquello en España no eran alimentos, era una “costumbre”, reservada para ocasiones especiales: como el nacimiento de un hijo. Se dieron un abrazo diciendo: “Qué alegría da ver como se come en este país”. No obstante ellos no probaron nada.
Después nosotros con el estómago lleno, ayudamos a mis padres a deshacer las maletas. Cuando todo estuvo ordenado, mi padre nos dijo: “Ahora vamos a conocer el centro de este Buenos Aires, dicen que es muy bonito.”
Cuando salimos del hotel, vimos que las calles estaban todas mojadas aunque ya no llovía. Hacía un calor húmedo, pegajoso e insoportable. Asombrados vimos que todos los cristales de los escaparates de la calle Corrientes estaban empañados como si les hubiesen tirado varias cubas llenas de agua. Buenos Aires es una ciudad muy húmeda. Bajo aquellos letreros luminosos caminamos uno tras otro a la zaga de mis padres. Ellos iban cogidos del brazo y con mis hermanos más pequeños de la mano. Recorrimos la interminable calle Corrientes hasta llegar a la avenida 9 de Julio. Allí al pie de aquel obelisco, vimos que sobre una pantalla al aire libre estaban proyectando una película de Charles Chapín gratis. Nos sentamos en un banco de piedra al lado de cientos de espectadores que reían alegremente. Nadie miraba a nadie y todos estaban muy bien vestidos. Mientras nosotros veíamos aquella película, mis padres, con mis dos hermanos más pequeños de la mano, se fueron a comprar el periódico El Clarín. Antonio Ponferrada les había dicho que en aquel periódico todos los días estaba lleno de ofertas de trabajo. Cuando volvieron, mi padre mirando aquella gente que reían con Chaplin dijo: “Salgamos de aquí”. Cuando estuvimos en la otra acera nos enseñó el periódico: “Miren esto”. Cuando vimos aquel periódico comprobamos que estaba lleno de ofertas de trabajo para todas las profesiones. Solicitaban cientos de trabajadores, ofreciendo muy buenos sueldos. Mi padre con una sonrisa llena de satisfacción le dijo a mi madre: “Esto es otro mundo. Aquí todo el que quiera trabajar puede vivir dignamente y darle de comer a sus hijos todo lo que quieran”. Continuamos andando y al llegar a la calle La Valle, que es peatonal, vimos muchos cines, con muchas luces de colores que se encendían y se apagaban, anunciando películas de todo el mundo. Vimos pizzerías y cafeterías llenas de gente y eso que eran más de las doce de la noche. Qué diferencia tan abismal con la España de la que veníamos. Todo nos sorprendía. Entramos en un bar especializado en pescado. Cuando entramos todas las mesas estaban ocupadas, tuvimos que esperar que desalojaran una. Mientras mis padres eligieron un revuelto de pescado variado entre una gran variedad de pescado fresco que se exponía en el mostrador, así como una fuente de ensalada con tomate y un flan de postre. No fuimos capaces de comernos aquel derroche de comida, quedando más de la mitad. Aquella cena nos supo a gloria.
A las dos de la mañana llegamos al hotel, después de pasear por calles atestadas de gente a pesar de la hora. Con razón Buenos Aires es conocida como: “La ciudad que nunca duerme”.
El día siguiente fue un domingo soleado. Volvimos a salir a dar una vuelta por el centro de Buenos Aires. En busca del periódico el Clarín, pues nuestro propósito era salir el lunes en busca de trabajo. Pero no fue necesario, porque a las siete de la tarde cuando mi padre estaba anotando varias direcciones de posibles trabajos. Y mientras nosotros veíamos por primera vez la televisión, el canal siete, que estaba retransmitiendo el baile de un tango. En esos momentos nos comunicaron por teléfono que preguntaban por la familia Márquez dos familias de Montilla que vivían en Buenos Aires. Corriendo bajamos los siete al salón de aquel. Vimos dos parejas de unos cuarenta y tantos años. El hombre que primero se presentó, con una sonrisa y dándole la mano a mi padre, le dijo: “Me llamo Manuel Llorente. Esta es mi mujer Antonia Cabello. Hija de Eusebio Cabello. Y este es mi cuñado Miguel Alcaide y mi hermana Soledad. Los cuatro somos de Montilla. Venimos porque el paisano Antonio Ponferrada nos ha contado por teléfono lo que les ha ocurrido. El robo que le ha hecho su tía. Queremos echarles una mano. Sabemos por experiencia lo triste y la angustia que se siente al verse solos en una ciudad tan grande. Tan lejos de los seres queridos. En la puerta nos están esperando otro matrimonio que lleva muchos años en Buenos Aires. La señora también es montillana. Se llama Aurora García y su esposo Martín Sánchez, que es de Almería.”
Ellos fueron los que nos facilitaron un terreno a pagar plazos, para que allí levantáramos nuestra casa, justo al lado de la suya. Y mientras la construíamos, nos ofrecían un lugar para alojarnos. Mi padre muy agradecido lo aceptó. Sin conocernos aquellos buenos paisanos se habían preocupado por nosotros. Al día siguiente dejamos el hotel cuando vinieron por nosotros aquellos buenos paisanos y nos llevaron a un pueblo llamado Berazategui.




CAPÍTULO V
Berazategui
Berazategui en aquellos años tenía muchas industrias. Se encontraba a cuarenta y tres kilómetros del centro de Buenos Aires. Era un pueblo que se estaba haciendo. Tenía muy pocos años de existencia. Sólo seis o siete calles asfaltadas, un buen cine, una plaza y un paseo muy grande.
Berazategui, su nombre procedía del antiguo propietario de aquellas tierras. Según nos contaron allí había tenido un tambo en dónde criaba ganado, vacas y cabras. Con las que abastecía de leche a Buenos Aires. Hasta que un día donó al estado aquellos terrenos para la construcción de una ciudad y estación de ferrocarril, con la única condición de que llevara su nombre.
Con el tiempo Berazategui sería una ciudad con casas en una sola planta, casi todas con jardín con plantas oriundas de los países de sus moradores. En su mayoría con fachada de estilo colonial. Cuando nosotros llegamos carecía de agua corriente, las casas se apañaban con un bombeador para extraer el agua del subsuelo. Las calles sin asfaltar, que cuando llegaban los largos y lluviosos inviernos se volvían impracticables por los barrizales. Toda la infraestructura de alcantarillado fue realizada por iniciativa y a expensas de los vecinos de las calles que habitaban. Calles rodeadas de grandes extensiones de tierra abandonada, cuyos propietarios se limitaban a especular sobre su valor; y hasta que las vendían su destino era convertirse en basurales, reino absoluto de las ratas, en dónde se cocían todo tipo de infecciones. Con Perón, el Gobierno autorizó a utilizarlos como huertas a los vecinos de aquellos campos abandonados hasta que sus propietarios los precisaran; estando obligados los propietarios a comunicarlo con tiempo para que pudiesen terminar de recolectar las cosechas de lo que hubieran plantado. Estos terrenos se conocían como potreros. Los niños también los utilizaban para jugar al futbol. De uno de ellos salió Maradona.
El mismo día que llegamos, vino a la casa de estos paisanos un hombre llamado Florián, hijo de emigrantes gallegos. Me ofreció trabajo en una fábrica de vidrio llamada la cooperativa El Progreso, en dónde era uno de los jefes. Yo acepté el trabajo. También a mis hermanos Manolo y Luis ese mismo día les ofrecieron trabajo en la fundición RAZ, que era propiedad de unos vascos. Y mi padre en un taller de coches como mecánico. Así todos en pocas horas encontramos trabajo.
Después vimos el lugar, al que llamaban piso, que nos prestó el matrimonio Martín y Aurora. Aquello nos deprimió mucho, porque se trataba de una habitación hecha de chapa de zinc, de cuatro por cinco metros, con el suelo de tierra. Al lado otra habitación de dos por dos metros, también con el suelo de tierra y con un techo de cuatro chapas de cartón que nos sirvió de cocina. Y el baño que consistía en un agujero ciego con un techo de cartón, con una lata de aceite de diez litros llena de agua para bañarse. Aquello era peor que una chabola.
Mi padre, cuando Martín y Aurora nos dejaron solos, miró a mi madre y le dijo: “la corraleta que teníamos en la casa de Montilla era mucho mejor que esto. Nuestros cochinos vivían mejor que nosotros vamos a vivir aquí. Ellos al menos tenían el techo de tejas y las paredes pintadas de blanco y suelo de cemento”. Mi madre para animarlo con una sonrisa le respondió: “pero allí no se comía como aquí. Nuestros hijos comerán mejor que antes, tendrán mejores trabajos y mejores sueldos. El hambre aquí todavía no se conoce. Tú no sufras, pronto tendremos nuestra casa hecha a nuestro gusto y en nuestro terreno”.
El terreno que compraron mis padres tenía treinta metros de fondo por diez de ancho. Era chico en comparación a lo que por allí se construía pero estaba a pocos metros de la pobre vivienda que nos habían prestado. Estaba en una calle muy ancha, sin asfaltar, con grandes veredas a cada lado y unas cunetas infectadas de mosquitos. Aquello era el desagüe de todos aquellos pueblos que se estaban levantando en calles que parecían no tener fin.
Todas las calles eran conocidas por números. La nuestra tenía el número cuarenta esquina dieciséis. En los papeles de la compra venta se llamaba General Paz. El número que llevaría nuestra casa era mil setecientos nueve.
La fuimos levantando poco a poco con mucho sacrificio. Mi padre y mis hermanos Manolo y Luís hicieron de oficiales y yo hice de peón para los tres. Que casi me vuelven loco pues no daba abasto a sus peticiones de ladrillos, mezcla y agua. Cuando podían venían a ayudarnos dos paisanos: Manuel Llorente y su cuñado Miguel Alcaide. Que durante muchos años los sentimos como miembros de nuestra familia.
También nos ayudaron unos rusos, que estaban haciendo un gran chalet cerca de casa. Ellos si eran profesionales de la construcción, y aunque no hablaban castellano se las ingeniaban para indicarnos como corregir las paredes que estábamos haciendo mal. Aparecían diciendo: “buenos días paisanos, así no se hace eso”. Le enseñaron a mi padre y a mis dos hermanos como se ponían las reglas a plomo, los ladrillos encima de la mezcla, como se levantaban las paredes a nivel con la plomada. Y a mí como hacer la mezcla: con tres de arena, una de cemento y una palada de cal para hacerla más corrediza. Y como trabajar menos haciendo la masa.
Así era el Buenos Aires de los años cincuenta. Un crisol de culturas, en dónde casi todos los europeos, fueran de dónde fueran, nos llamábamos paisanos. La solidaridad está presente en todo momento.
Mi primer trabajo fue en la Cooperativa El Progreso. Una fábrica de cristal, en dónde la mayoría de los trabajadores eran emigrantes. Había italianos, franceses, alemanes y muchos gallegos. Mis hermanos Manolo y Luís al día siguiente entraron en la fundición de los vascos, que estaba a pocas calles de nuestra casa. Y mi padre dos días después entró a trabajar en un taller mecánico que había al lado de casa. Todos ganábamos muy bien. Con lo que ganaba uno comíamos toda la familia. Todo lo que ahorrábamos era para levantar la casa. En tres meses hicimos dos dormitorios, un comedor, la cocina y el baño.
Cuando empezamos a vivir dignamente entré en una escuela nocturna. Mi intención era terminar la primaria para poder acceder a la Escuela de Bellas Artes.
En la fábrica de cristal estaba a dos kilómetros de casa. Iba caminando y trabajaba en el turno de noche, que era de doce de la noche a la seis de la mañana. Por la insalubridad del trabajo la jornada era solo de seis horas. Muchos de los compañeros tenían bicicletas y muy pocos iban en coche. Entre la escuela y el trabajo salía de casa a las cuatro de la tarde y volvía a la siete de la mañana del día siguiente.
Mis hermanos Luís y Manolo salían de casa a las cinco de la mañana y regresaban a las dos de la tarde. Para esa hora yo les tenía preparada la masa para la obra de la casa, mezcla compuesta por diez cubas de arena, cuatro de cemento y medio saco de cal.
De todas maneras, siempre me las ingeniaba para hacer algunas esculturas en jabón que generalmente regalaba a algún amigo.
Fueron muchos años de sacrificio, especialmente para mí que nunca gocé de muy buena salud. En aquellos años pesaba cuarenta y cuatro kilos y media uno cincuenta y ocho de estatura. Tres años después, el director de la escuela para mayores a la que acudía, situada frente de la Estación de Berazategui, vio la imagen de una Virgen de Lujan que le hice a una compañera de clase. Eso y las referencias que le dio su esposa, que era mi profesora de dibujo, hizo que el director me dijera que había comprobado lo adelantado que estaba en dibujo, historia, literatura y que a pesar de mis carencias en ortografía y aritmética, si yo quería me daba el graduado escolar. De esta forma no perdería más tiempo y podría dedicarme a estudiar mi auténtica vocación que era la escultura en la Escuela de Bellas Artes.
Él fue quién intentó gestionar mi entrada en la Escuela de Bellas de Artes de Buenos Aires. Pero había un requisito que yo no reunía, debía hacerme ciudadano argentino y renunciar a mi nacionalidad española. No quise. La tierra dónde había nacido no tenía la culpa de tener un dictador como Franco. Y yo me he sentido siempre español. Él comprendió mi decisión en parte porque también era descendiente de españoles. Pero no desistió y me puso en contacto con una escuela privada de escultura llamada Melba.
Y allí empecé a formarme, todos los días acudía de seis de la tarde a diez de la noche. Como la escuela estaba en el centro de Buenos Aires tenía que salir de casa a las tres y media de la tarde, tomar dos autobuses y un tren. A las diez de la noche hacía lo mismo, para no llegar tarde al trabajo. Siempre iba corriendo. Los sábados, domingos y días de fiesta trabajaba en la construcción de la casa familiar hasta más de las diez de la noche.



CAPÍTULO VI
La tormenta
Un sábado de aquel invierno húmedo y frío de 1954, después de unas de aquellas duras jornadas de trabajo en la construcción de la casa, pasada la una de la noche, todos nos fuimos a cama. Cuando estábamos medio dormidos, sentimos como el viento empezó a golpear de una forma feroz las ventanas del dormitorio que días atrás habíamos terminado. Nos levantamos y vimos como el viento y la lluvia se llevaba toda la ropa y enseres que mi madre tenía en el patio.
La tormenta se volvió tan atroz como nunca habíamos experimentado. Los relámpagos, rayos y truenos eran tan aterradores que nos paralizaba de miedo. De pronto vimos entrar a mi padre y a mi madre con mi hermana de la mano llorando, en aquel dormitorio en dónde dormíamos los cuatro varones. Mi padre nos miró diciendo: “tenemos que hacer algo, antes de que este viento se lleve el techo, y con él todo lo demás”. Mi madre añadió: “Es una tormenta tropical. Dicen que aquí se dan mucho, son devastadoras y muy peligrosas”. Manolo les dijo : “¿Qué quiere que hagamos?. Mi padre se fue hasta la galería, levantó las persianas y por una de las ventanas vimos que por nuestra calle pasaban volando árboles, plantas, chapas de tejados de casas y mil cosas más, en lo que parecía el comienzo de un caos de destrucción. Pensamos que también se llevaría por delante nuestra casa y todo el esfuerzo que en ella habíamos depositado. Mi padre nos dijo: “por todos los medios debemos impedir que se lleve el techo”.
Mi padre fue por alambre para asir a las paredes aquel techo y subiéndose a una escalera (qué mismo había construido meses antes) se agarró a los tirantes de la estructura del techo. Desde allí nos fue dando instrucciones de cómo y dónde debíamos amarar los alambres. Todos sentimos como nos levantaba literalmente del suelo, y como aquella techumbre a modo de absurda cometa intentaba una y otra vez elevarse hacia el cielo. Completamente empapados por la lluvia que parecía entrar por todas partes, nos veíamos bajo la luz de los relámpagos. Vi a mi padre subido a aquella escalera y a mi madre sujetándole las piernas, al mismo tiempo que mi hermana se aferraba a las faldas de mi madre sin dejar de llorar. Más de una hora duraron aquellos agotadores esfuerzos.
El agua nos llegaba hasta los tobillos. El viento, los relámpagos, los truenos, los gritos de mi padre intentando infundirnos valor, el llanto desolador de mi hermana y el miedo reflejado en los ojos de todos nosotros hizo de aquella noche una noche dantesca que no olvidare jamás.
Cuando cesó, mi padre bajó de la escalera y sentándose sobre un montón de arena, con la cara tapada por sus manos murmuró: “Debería de haberme muerto antes de haberle escrito aquella carta a mi tía, por mi culpa estamos en la ruina”. Era presa de la desesperación. Pero aquella noche mi padre demostró una vez más su valor y determinación, y gracias a ello pudimos salvar aquel nuestro hogar. Mi madre se acercó a él, y mostrando toda su ternura le dijo: “Levántate Manolo, la responsabilidad de aquella decisión no fue solo tuya. Todos soñábamos con una vida mejor. Todos queríamos venir a Buenos Aires”. Y a continuación nos fue preguntando a mis hermanos y a mí. Y todos asentimos. Le abrazó y le dio un beso, añadiendo: “Piensa en la decisión y suerte con la que hemos superado esta prueba”.
Al amanecer comprendimos las dimensiones de la destrucción que aquella noche azotó Berazategui. Muchas casas simplemente habían desaparecido.








CAPÍTULO VII
Mi primer trabajo en Argentina
Todas las noches me dirigía al trabajo por la llamada Avenida La Catorce. La cual, como todas las calles, estaba delimitada por dos acequias profundas, llenas de aguas estancadas, que daban vida a plantas entre las que destacaban los tréboles y berros. También un sinfín de caracoles, que no forman parte de los gustos culinarios de los argentinos.
A las once de la noche la soledad era mi única compañera por aquel largo camino, sólo interrumpida a veces por algún trabajador con el mismo turno, o por alguna pareja de enamorados que a escondidas daba rienda suelta a su pasión.


En aquella fábrica hice mis primeros amigos que también eran emigrantes. Fueron ellos los que me ayudaron a sobrellevar la soledad de emigrante petiso a los ojos de las porteñas de aquellos años.
Los porteños, que eran los nacidos en Buenos Aires, adoptaban actitudes de prepotencia. Se denominaban así mismos como auténticos argentinos, aunque también, por una o dos generaciones de diferencia, eran descendientes de emigrantes de todas las partes del mundo. Los auténticos nativos de aquella tierra eran los descendientes de los indígenas que a pesar de tener motivos para adoptar actitudes de rechazo, se limitaban a mantener una actitud de indiferencia hacia nosotros. Paradójicamente también ellos eran emigrantes en su propio país, pues en su mayoría habían abandonado sus provincias y se habían establecido en Buenos Aires, atraídos por el mismo sueño que nosotros, en busca de una vida mejor.
Los porteños mostraban el desprecio llamando cabecitas negras a los indígenas, gallegos atrasados a todos los españoles y “tanos” de mierda a los italianos. Tal vez para vestir esa pretendida “superioridad”, con una hipócrita educación, nos llamaban a todos nosotros de “señor don”.
En mi primera jornada de trabajo en el Progreso, conocí a José Akaracey, un emigrante ruso. Tendría unos cuarenta años, alto, rubio, ojos azules, cara redonda, nariz medio chata y bigote muy fino. Se presentó como oficial de la empresa. Y dándome la mano empezó a preguntarme: nombre, cualidades laborales, estudios. Le llamó la atención que un trabajador de joyería quisiera trabajar allí. Con la mejor intención, me advirtió de la dureza e insalubridad del trabajo que allí se hacía. Le expliqué que lo necesitaba para poder estudiar mi auténtica vocación, que era la escultura. Entonces el ruso, como le llamaban allí, me dijo: “Desde hoy trabajará conmigo en la gran plaza de la empresa como medio oficial. Yo me encargaré personalmente de enseñarle el oficio”. Y a continuación me presentó a los demás compañeros de aquella sección.
Así fue como conocí al polaco Jakob al que llamaban judío; al alemán Mayer; al francés Gastón; a Antonino que era italiano y a un portugués llamado Mario Joao.
Por las innumerables horas que compartimos fue como estuvimos al tanto de nuestras aficiones y aspiraciones vitales. Mayer, soñaba con ser médico y era el tema del que nos hablaba todas las noches. Gastón estudiaba para ingeniero mecánico. El ruso nos platicaba de historia, era el único que tenía el bachillerato, además de hablar cuatro idiomas. La pasión de Tonino era la música y de hecho tocaba muy bien el acordeón.
Jakob era uno de los fundadores de la cooperativa el Progreso. Junto con el ruso trabajaba la parte más delicada de las piezas que allí se hacían. Anteriormente, con los demás cooperativistas, estuvo trabajando en la fábrica de vidrio más importante de América del Sur: León Rigolleau. La cual fue fundada en 1882 por un industrial del mismo nombre y que por entonces contaba en plantilla con más de siete mil trabajadores. Por todo ello Berazategui era llamada la ciudad del vidrio.


Mi cometido en aquella empresa se denominaba “destacador”, que consistía en enderezar más de setecientas copas de vidrio caliente por jornada. Copas que iba pasando al ruso, el cual era el encargado de hacerles las piernas. Malles y Gastón, sacaban vidrio fundido de un horno a más de mil grados, con una caña de hierro hueca de más de un metro. Después lo pasaban por una placa de acero varias veces, dándole vueltas, aquello lo llamaban el aparizón. A continuación lo soplaban sin dejar de darle vueltas, y se lo pasaban a Jakob para que él siguiera soplando en el molde que le daba la forma. Mario las enfriaba sin dejar de darles vueltas. Nene, un turco al que llamaban así por lo difícil de pronunciar su auténtico nombre, era el encargado de llevarlas de dos en dos a un horno con carriles. Allí en el “hacha” era en dónde le daban el temple.

















CAPÍTULO VIII
Día de crisol de experiencias
En nuestra sección de trabajo de la Cooperativa Progreso, ninguno pasábamos de los veinte años, salvo los dos oficiales, José y Jakob, que tenían más de cuarenta años.
Una noche, a los cinco meses de estar trabajando allí, Jakob nos convenció para que fuéramos al río de La Plata, en dónde se festejaba el Día de la Primavera. Por aquel entonces era la principal fiesta de Buenos Aires.
Yo me imaginaba una fiesta similar a las ferias de mi Montilla natal. Y me hizo recordar las casetas de los señoritos bailando sevillanas con mujeres vestidas de faralaes, mientras la pandilla de chiquillos los mirábamos compartiendo un cartucho de cien gramos de camarones. O tal vez como la Semana Santa, deambulando la chiquillería entre procesiones, la mayoría descalzos, contemplando desfilar a los hambrientos soldados al ritmo de cornetas y tambores, bajo estandartes de guerra. Me equivocaba.
Cuando llegó el día, me levanté muy temprano, apenas pude dormir en toda la noche. Estaba muy ilusionado. Era la primera vez que me iba de fiesta con mis nuevos amigos. Había fantaseado con ver la playa y las chicas en bikini. Así que a las seis y media, sin esperarme siquiera a desayunar, agarré mi bicicleta y salí en busca de mis amigos con los que había en la estación de tren de Berazategui.
El cielo estaba nublado y anunciaba la lluvia. Cuando llegué a la estación contemplé una gran multitud, la mayoría protegiéndose con sus paraguas de la lluvia que para entonces caía. Y vi la primera de un interminable, fastuoso, alegre y sorprendente desfile de carrozas. Sobre ellas iban bailando jóvenes al son de instrumentos musicales que no había oído o visto nunca. Cada carroza representaba a un país, a una cultura diferente. Toda esa alegría, todo ese crisol, me embriagó y me descubrió un mundo hasta entonces desconocido para mí.
Ahora pasaba una carroza que representaba a Brasil, llena de hermosas muchachas que bailaban, saludaban y tiraban besos, su alegría contagiaba enseguida a la multitud que los contemplaba y que no dejaba de aplaudir. No se habían repuesto de esas imágenes cuando aparecía otra que representaba a Buenos Aires, con parejas bailando tangos. Y siguieron otras carrozas representando a las catorce provincias que tiene Argentina, que con potentes altavoces llenaban el aire de música: ahora samba, ahora carnavalitos causando siempre la misma reacción de entusiasmo en los incansables espectadores.
Como pude me fui abriendo paso hasta el punto en el que había quedado con mis amigos. Enseguida coincidimos, y juntos nos dirigimos a un lugar que había frente al cuartel de los bomberos voluntarios, desde dónde durante más de una hora vimos pasar las carrozas. La que más me sorprendió fue una que bajo una pancarta que decía “Amor Libre” iban hombres y mujeres, en parejas del mismo sexo besándose. Era 1952, en España eso era sencillamente inconcebible.
Ni que decir tiene que las carrozas que más me emocionaron fueron las que representaban a España: Galicia con sus gaitas; Vascongadas; Asturias; y sobre todo la que representaba a Andalucía.
Tras estas iban las que representaban los distintos países europeos. Cerraba el desfile una carroza muy grande, que escenificaba un rancho con gauchos sentados sobre un tronco de un árbol tomando mate en su bombilla, mientras cantaban acompañados por la música de sus guitarras y bombos. Acompañando a la carroza iban hombres andando, vestidos de gauchos, repartiendo vino, acompañados de hermosas mujeres que llevaban cestos repletos de empanadas calientes de carne, que iban ofreciendo a todos los asistentes. Cuando pasaron delante de nosotros nos dieron una a cada uno, después una muchacha de grandes ojos azules nos ofreció unos buenos vasos de vino tinto que no dudamos en aceptar.
Me llamó la atención de como trabajadores y patronos iban muy bien vestidos, y la imposibilidad de distinguirlos. En el Buenos Aires de aquellos años se respiraba alegría y libertad.
Por su antagonismo recordé el cine de Verano de Montilla, el Nodo y todos los presentes, con caras de hambre y llenos de miseria, levantando el brazo haciendo el saludo fascista y cantando “El cara al sol”. Y aliviado lo sentí como una pesadilla lejana de la que por fin había despertado.
Jacob, tal vez adivinando lo que pensaba, puso su mano en mi hombro y me dijo:”Esto es mejor que las procesiones de la Semana Santa de tu pueblo, de las que hablas algunas noches en el trabajo”.
Entonces Jakob nos dijo que todas las carrozas se dirigían a un parque denominado “Derechos de la Ancianidad”. Según nos contó allí estaba situada una de las obras sociales más importantes de Buenos Aires. Se construyó por órdenes del General Perón, para que en él pudieran pasar sus últimos días dignamente los ancianos que lo necesitaran. Y para uso como Parque de recreo para los bonaerenses. Se extendía por 30 kilómetros cuadrados entre La ciudad de la Plata y Buenos Aires. Construido en terrenos expropiados a los Pereira Aureola, descendientes de un español, que trabajó como sastre para el antiguo presidente de la república Juan Manuel de Rosas.
Jakob nos conminó a salir de allí y retomar el plan que nos había propuesto para aquel día de fiesta. Después de abrirnos paso entre la muchedumbre, continuamos pedaleando en nuestras bicicletas, alternando caminos de tierra y avenidas asfaltadas.
Encabezaba el grupo Jakob, que era con diferencia el más alto, con su vieja bicicleta Bianchi, que había traído con él desde Italia en 1948. Le seguía Mayer, en su reluciente bicicleta de carreras, era de cuerpo espigado, ojos azules, nariz larga, pómulos muy salientes y de carácter tímido, serio e inteligente, siempre acompañado de algún libro, a veces bajo el brazo y otras en sus bolsillos. Nuestro querido Gastón iba en tercer lugar, por su parecido con el actor francés bromeábamos con él llamándolo a veces “Alain Delón”, era el más elegante del grupo y el que más éxito tenía entre las mujeres. Le seguía Tonino, el siciliano, de carácter alegre y muy trabajador, físicamente regordete y bajito. El y yo formábamos el dúo de petisos del grupo. Ni que decir tiene que yo cerraba la comitiva con la bicicleta más vieja, destartalada y que además iba sin frenos.
Habíamos recorrido diez kilómetros cuando llegamos a un pueblo llamado Plátanos, desde allí, siempre por caminos de tierra y siguiendo a nuestro guía Jakob, nos dirigimos a otro pueblo llamado Husos. Atravesamos muchos míseros ranchos, todos ellos hechos con chapas de cartón pintadas de brea y que, exceptuando a algún que otro perro que salía a ladrarnos, parecían deshabitados. Cuando llegamos al pueblo vimos muy pocas casas de ladrillos y sí muchos ranchos de las mismas características que los anteriores, situados alrededor de un apeadero que hacía de estación ferroviaria. Este era un edificio de madera pintada de azul y blanco. Aquellas estaciones solo se llenaban de pasajeros de cuatro a ocho de la mañana y de ocho a diez de la noche, tiempo de trasiego de trabajadores.
El conjunto indicaba que era otro de esos pueblos que nacían de las manos de otros tantos emigrantes europeos.
Cuando llegamos a la estación divisamos al otro lado del andén un letrero con la inscripción: Guillermo E. Hudson. Jakob nos explicó que se trataba de un escritor, hijo de emigrantes ingleses, el cual por su obra literaria y científica era considerado como el primer naturalista argentino. Gracias a él, que donó toda la propiedad como reserva, se conservaba intacta la Naturaleza de aquel lugar, con su ecosistema de plantas y animales autóctonos, como había sido originariamente cuando llegaron a aquellas tierras los primeros colonos españoles. Por supuesto la caza estaba prohibida en toda la zona y las playas que daban al Río de la Plata mantenían su belleza natural.
Nos adentramos en aquel paraíso de vegetación exuberante, con innumerables especies de árboles, entre los que destacaba el ombú. Conforme nos acercábamos al Río de la Plata íbamos percibiendo la intensa humedad que provenía del inmenso río.
Jakob conocía muy bien el territorio por haber estado trabajando allí como pescador, así que no nos preocupaba el perdernos.
Divisamos una arboleda muy espesa, con ranchos muy pobres, hechos con chapas que habían servido anteriormente como carteles de propaganda de la Coca Cola y marcas por el estilo. Estaban ocupados por los denominados “cabecitas negras”, que vivían en condiciones infrahumanas, sin luz, ni agua potable, sometidos a las periódicas inundaciones por las crecidas del río.
Minutos después llegamos a una arboleda muy espesa, allí Jakob se paró y con aquel español (mezcla de italiano/español/polaco) que solo nosotros comprendíamos, nos dijo: “Estamos muy cerca del río. Por aquel camino llegaremos antes. Verán que sitio más hermoso”.
Y así nos adentramos en una selva, por lo que parecía un camino muy estrecho, apartando y sorteando como pudimos ramas de árboles, arbustos y un sinfín de plantas. Tanta era la espesura que apenas dejaba entrar la luz. De repente el camino nos dio entrada a un espacio grande y soleado. En el centro del cual había una mesa hecha con tres tablones de madera gruesa, de más de dos metros de larga, dispuestos sobre dos gruesos tocones que antaño formarían parte de sendos imponentes árboles. El lugar hacía tiempo que no se utilizaba. Los yuyos cubrían los troncos que hacían de sillones y que estaban dispuestos alrededor de aquella singular mesa. Desde allí, Jakob, se acercó a un sauce llorón gigantesco y al apartar las ramas pudimos contemplar una playa solitaria, en dónde el río parecía un mar de aguas tranquilas y silenciosas, que se extendían hasta el horizonte, juntándose allí con un cielo gris lleno de nubes negras.
El lugar lo inundaba un intenso y agradable perfume de flores y plantas desconocidas. Y la variedad y cantidad de aves que había por doquier era asombrosa. Nunca había estado en un lugar como aquél. Pensé que había valido la pena el esfuerzo y me sentí agradecido. El efecto de embriaguez sensorial era común, pues por unos momentos todo el grupo permaneció quieto, en silencio y conmovido por tanta belleza.
A continuación con febril laboriosidad acondicionamos el espacio: limpiamos troncos, mesa, descargamos las bicicletas de viandas y utensilios, así como el lugar en dónde íbamos a preparar el asado. Al intentar limpiar los bajos de la mesa, inesperadamente me encontré frente a una iguana overa de más de medio metro, de color gris, cuello largo y cabeza triangular, con una larga y fina lengua, que se limitó a mirarme de arriba a bajo, después de lo cual se perdió entre la maleza y aunque avisé a mis amigos, estos no llegaron a tiempo para poder verla.
Después empezamos a desnudarnos para ponernos los bañadores, momento en que una nube de mosquitos gigantes cayó sobre nosotros. Eran el triple de grandes que los que yo había conocido en España, y tan agresivos que en unos minutos nos llenaron todo el cuerpo de picotazos. Todos nuestros esfuerzos en deshacernos de ellos fueron en vano. Gastón nos dijo que la única forma de librarnos de aquel infierno era sumergirse en el agua. Y acto seguido se metió en el agua y tras él fuimos todos los demás. Cada uno ataviado con lo que parecían bañadores improvisados, pues a ninguno nos quedaban bien. Mayer parecía ser el que más celebraba el chapuzón y no dejaba de decir: “Esto es la gloria. Aquí se está mejor que fuera”. Mis amigos, que sabían nadar muy bien, comenzaron a jugar con una improvisada pelota, hecha con una vieja camiseta. Yo me adentré hasta un lugar en el que comprobé que ya no hacía pie. Y desde allí me dediqué a contemplar el entorno. El agua estaba templada, tranquila y limpia pues dejaba ver el fondo arenoso del río. Vi, como cerca de dónde yo estaba, dos patos se zambullían una y otra vez, ignorando mi presencia, signo de que desconocían al hombre como cazador, pensé que el mérito era del Sr. Hudson, el sabio del que nos habló Jakob.
Jakob nadaba tranquilamente cerca de dónde estaban los demás, pero sin implicarse en el juego que practicaban. Jakob era muy querido por todos nosotros, pues aunque se mostraba serio, siempre nos demostró respeto a todos. Quizás por eso nadie se burló de su bañador a pesar de quedarle tan chico que hasta resultaba cómico. A mí en cambio el bañador me estaba muy grande y tuve que sujetármelo con la correa de los pantalones. Pero al estar más de una hora en el agua esta cedió. Y al salir iba desnudo. Jakob me advirtió: “¿Dónde vas con los huevitos al aire?. No lo entendí hasta que riéndose me lo tradujo Mayer. Por lo que tuve que volver al río y vi que lo tenía enredado en mis tobillos, junto a un sábalo de más de 5 kilos que parecía observarme.
Jakob se alejó nadando hasta que lo perdimos de vista en el horizonte del río.
Mientras mis incansables amigos continuaban jugando en el agua, yo decidí terminar con el baño y dar un paseo. Cuando caminaba divisé unas nubes negras que se acercaban desde la otra orilla, presagiando el inminente cambio del tiempo.
Al rato observé como Jakob también se salía del río e intentaba en vano, pues no le podían oír, avisar al resto de que dejaran el juego. Cuando desistió en su empeño empezó a preparar mate. Aunque no me gusta el mate me acerqué a él en silencio. Vi que escribía algo en la arena en otro idioma. No se había percatado de mi presencia y se sobresaltó cuando le pregunté lo que hacía. Él mirando fijamente lo que había escrito me dijo: “Es un mensaje para mis padres y hermanos. Para que esta noche las aguas se lo lleven allí dónde estén. Para que sepan lo mucho que los quiero y añoro”. Después de un silencio casi pétreo me miró y añadió: “Paco la Historia de los hombres es la obra de la sinrazón y la locura. Lo sé muy bien pues la he sufrido hasta lo indecible en la última guerra de Europa.”
Jakob siempre se había distinguido por su celo en guardar su pasado, pero aquella primera confidencia actuó como un detonante que hizo que confiara en mí su historia.
Procedía de Varsovia, de una familia pobre, hacendosa y feliz; formada por sus padres y cinco hermanos. Todo se truncó cuando los nazis un 28 de Septiembre de 1939 entraron en la ciudad. En 1940 a punta de ametralladora obligaron a todos los judíos de la ciudad a trasladarse a un gueto del que no podían salir bajo ninguna circunstancia. Les hicieron llevar en brazaletes blancos con la estrella de David en azul. Y les fueron suministrando cada vez menos alimentos. Al que se resistía o protestaba le asesinaban sin ninguna contemplación, sin respetar sexo o edad.
Su pueblo conocía bien la dinámica de esta infamia, pues la habían sufrido miles de veces a lo largo de la historia. También en España se llevaron a cabo progroms contra ellos, hasta terminar con su expulsión. Sin ir más lejos, en 1391 los habitantes de mi ciudad natal, Montilla, escribieron en ese sinsentido una página negra de la historia. El motivo siempre había sido el mismo: instrumentalizar demagógicamente a su pueblo como chivo expiatorio, contra el que volcar el odio de los pueblos y en la consiguiente impunidad poder robarles las riquezas que trabajosamente habían conseguido.
Por eso psicológicamente estaban predispuestos a no presentar resistencia alguna. Pero esta vez el plan era diferente, consistía: en el exterminio del pueblo judío.
Jakob a sus diecisiete años comprobó como sus vecinos y antiguos compatriotas polacos les abandonaban, e incluso se unían a las hordas nazis en sus vejaciones y crímenes.
Jakob me dijo: “Paco, yo tenía tu edad, medía 1´80 y pesaba unos 30 kilos, cuando un día del verano de 1942 seleccionaron a mi familia junto a otros cuatro mil más, para ser trasladados a la estación de ferrocarril de Varsovia”.
Cuando llegaron, a modo de divertimento macabro, eligieron a cuatro ancianos y allí mismo delante de todos los fusilaron. A continuación los hicieron subir a vagones estancos y los hacinaron como animales. El tren inició su marcha y allí permanecieron en la obscuridad, sin agua, sin comida, sin poder moverse, inmersos en una atmósfera de calor asfixiante y olor nauseabundo, oyendo los sollozos de los niños, los rezos, gritos o maldiciones de los adultos, que para mayor zozobra ignoraban su destino. Allí Jakob experimentó el horror en su máxima expresión. Obsesivamente se preguntó: ¿En dónde estaba Dios? ¿Cómo podía permitir aquello?.
Pasó un tiempo imposible de determinar cuando el tren paró. Entonces todos empezaron a golpear las paredes del vagón. De repente la puerta se abrió violentamente y desde la luz vieron aparecer a los nazis gritándonos que nos calláramos, al mismo tiempo que ametrallaban a los que más cerca estaban de ella. Entre los que asesinaron, había dos ancianos y cuatro mujeres abrazadas a sus bebes. Después volvieron a cerrar la puerta dejando a los cadáveres dentro.
Así siguió describiéndome Jakob su historia: “Junto a nosotros estaba una pareja de ancianos que llevaban varias horas sin hacer ningún ruido. Mi padre me pidió que los tocara. Ninguno de los dos tenía pulso. Se habían suicidado, como otros muchos en aquel vagón. Entre mi padre y yo conseguimos arrastrarlos junto a la puerta, en dónde yacían los cadáveres de los que habían sido ametrallados. Después nos movimos hacia el centro del vagón, lugar en el que estaban la mayoría de los adultos más fuertes. Allí uno de ellos nos susurró que en la punta del vagón, a través de una raja que este tenía, habían escuchado una conversación entre dos nazis, por la que se enteraron que aquel tren iba a un campo de exterminio de judíos. Y que estaban esperando la orden de continuar o retirarse, debido a que los rusos estaban cerca de la zona por dónde iban a pasar. Nos dijo que unos estaban intentando levantar una de las chapas del suelo del vagón para escapar antes de que se volviera a ponerse en marcha el tren. Para que no cundiera el pánico solamente se le dijo a unos pocos. Mi padre me abrazó y me instó a que me dispusiera a huir. Entonces me dio un beso y un cuchillo de más 30 cm. que utilizaba en su oficio como zapatero. Como pude, a empujones conseguí llegar al otro extremo del vagón. Y en seguida me tiré encima de ellos, haciéndome un lugar para ayudarles con la herramienta de mi padre. Logramos agrandar la fisura de la chapa y después tirando con las manos entre todos conseguimos levantarla lo suficiente como abrir una estrecha rendija. En ese momento el tren se puso de nuevo en marcha y, pasados unos minutos, mis compañeros empezaron a arrojarse por ella. Cuando me tocó el turno me metí por aquella abertura, primero las piernas, hasta rozar con mis zapatos las piedras, que enseguida me dejaron descalzo, y después el resto del cuerpo. El golpe contra las piedras y travesaños me produjeron un dolor muy intenso y dejó mi cuerpo mal herido, al mismo tiempo que atenazado por el miedo, pues veía como el resto de los vagones y los ejes de las ruedas de aquel tren pasaban rozándome. Cuando pasó el último vagón me levanté, descalzo, medio desnudo y, en un estado mental como el que sueña una pesadilla, bajé corriendo un terraplén hasta un río y me oculté en su bosque de ribera. Entonces solo pude pensar en la sed que tenía y arrojándome al río sentí una alegría inmensa, primaria, animal. Poco después me asaltó el recuerdo de mi familia que había quedado en aquel tren infernal, y me sentí culpable de mi suerte y de la alegría que había sentido”.
En el río se encontró con Moisés, que como él había conseguido escapar del tren. Decidieron ir en sentido contrario en el que se dirigía el tren y volver hacia dónde los nazis habían comentado que se estaban acercando los rusos. Durante meses caminaron de noche y se escondieron de día, a veces en casas derruidas y a veces en bosques; alimentándose de hierbas e insectos. Vieron pueblos destruidos y numerosos cadáveres abandonados para pasto de las alimañas.
Pero al final tuvieron mucha suerte al dar con un contingente de soldados rusos. Le contaron su historia al oficial al mando y le solicitaron incorporarse a su unidad para así poder “matar nazis”. Los rusos los aceptaron y varios días después vestían el uniforme del ejército ruso. Jakob soñaba con encontrar a sus padres y hermanos con vida. Pero cuando recorrió los campos de exterminio de Polonia perdió toda esperanza. Muy pocos eran los supervivientes y no existían documentos que registrasen la suerte de su familia.
“La guerra me permitió con creces dar rienda suelta a mis deseos de venganza. Fui condecorado por el valor. Aunque era la locura del odio que me poseía lo que impulsó mis acciones. El odio es una pasión que termina por matar todo lo bueno que hay en una persona. Así que en el verano de 1945 caí en una profunda depresión que me hizo abandonar el ejército ruso y deambular por aquella Europa destruida. Hasta que mis pasos me llevaron a Italia. En Génova, las autoridades italianas, nos ofrecieron a todos los mendigos, documentación y pasaje para abandonar el país con destino a Argentina. Y así fue como un 6 de Junio de 1948 a bordo de un barco español llamado Buena Esperanza comencé una nueva vida. Hoy he traído aquellas condecoraciones, los últimos restos de aquel pasado, para enterrarlas aquí junto a este río”.
Y así procedió teniéndome a mí como testigo. Hay ocasiones en las que tienes la sensación de que estás viviendo el final del capítulo de una vida y sin duda aquel lo fue para mi amigo Jakob. Sí mi amigo Jakob, porque después de aquél día se estableció un vínculo entre ambos que permanecería el resto de nuestra vida.
Cuando los amigos volvieron, el presente se impuso. Y ya solo importó que se fraguaba una fuerte tormenta y que no teníamos donde guarecernos. De esta manera nos encontramos bajo una intensa lluvia siguiendo a Jakob e intentando deshacer el camino lo más rápido posible.
Bajo sus instrucciones nos encaminamos a un rancho semioculto entre una arboleda, construido con chapas, en dos niveles y de cuatro por cuatro metros de dimensiones. Ante la puerta abandonó la bicicleta Jakob y empezó a llamar a gritos a un tal Miranda. Pasados unos minutos se asomó, a la única ventana, un hombre rubio de pelo lacio y bigote muy fino, que al verle le saludó y bajó para darnos entrada en aquel lugar. Este en un innegable acento extranjero le dijo: “¿Jakob, qué te trae por aquí un día tan lluvioso?”, al mismo tiempo que nos indicaba que pasáramos al único espacio que formaba la planta baja y que hacía de salón comedor. Un lugar muy pobre pero muy limpio y ordenado. Jakob después de presentarnos, le informó de nuestra interrumpida excursión. Jakob conocía a Miranda por haber trabajado para él como pescador en los primeros meses de su llegada a Argentina.
Miranda, según nos contó, estaba durmiendo cuando llegamos, que era lo único que se podía hacer un día como aquel. Y se propuso presentarnos a su mujer y a gritos la llamó para que bajara: “! Costil, baja con la niña y no nos hagas esperar!”. Al poco tiempo vimos bajar a una mujer, de unos treinta años, con rasgos mestizos, ojos verdes, pelo negro largo y ondulado, era muy guapa y elegante. Con timidez y con forzada sonrisa nos saludó y nos presentó a su hija Angelines de cinco años de edad. Mientras su marido se dedicaba a colocar sobre la mesa botellas de vino para acompañar las viandas que habíamos depositado sobre ella, y nos proponía que comiéramos allí y compartiéramos con ellos el resto del día, hasta que la lluvia cesara.
Miranda fijándose en mí, me dijo: “Yo también he vivido varios años en España. En un pueblo de Madrid. Algún día volveré con mi hija. Me gusta España porque admiro a Franco”.
Entre todos nosotros preparamos el asado, mientras la diligente mujer fue colocando la vajilla y cubiertos. Y comenzamos a comer. Su marido no cesó en todo el tiempo de beber. La mujer, para la que no pasaba ese hecho desapercibido, le indicó: “Un poco de vino es bueno, pero mucho hace daño”. Miranda, que para entonces estaba borracho, la miró con odio y le espetó: “Vete de aquí puta!”. Aquello resultó una auténtica ruptura para nuestra, hasta entonces, animada conversación. A partir de ahí solo se oyó la tormenta y los sonidos que hacían los cubiertos. La mujer encendió la radio, tal vez movida por un inútil propósito de romper aquél embarazoso silencio. A lo que Miranda, le volvió a decir: “Puta!, limpia la mesa antes que nada. ¿No querrás que estos señores lo hagan habiendo aquí una mujer?”.
Tras lo cual, nos levantamos y nos dispusimos a irnos. Pero Miranda nos lo impidió increpándonos: “Nadie sale de este rancho sin habernos tomado antes todo este vino que habéis traído. El que no lo haga es un homosexual, o puto como dicen aquí los argentinos”.
Jakob le respondió: “Ya no tenemos ganas de beber y no somos homosexuales”.
“Pues yo bebo porque soy muy macho! – gritó Miranda al mismo tiempo que golpeaba la mesa y echándole el brazo por el hombro a la mujer – “! Puta, prepárate para esta noche que vienen unos amigos. Pero antes quiero que le eches un polvo a los invitados, para que se vayan contentos!”. La mujer cogiendo a su hija en brazos, se fue llorando escaleras arriba. Mientras aquel borracho siguiéndola la insultaba: “¡Puta asquerosa, quiero que me ganes mucho dinero. Money, Money, Money!”. Y poco después bajaba trayéndola a empujones. “¿Te gustan estos amigos?” A lo que ella apenas consiguió protestar: “No bebas más Miranda. Por favor no grites, que tu hija te va a oír y ya se da cuenta de todo”. - Y mirándonos avergonzada- “Perdónenle está borracho. Perdonen que me retire, mi hija me está llamando. Ha sido un placer haberlos conocido”. Y volvió a desaparecer escalera arriba. Durante un buen rato nadie habló, todos sentíamos lástima de aquella mujer.
Desde el banco dónde el borracho yacía le oímos murmurar: “Todas las mujeres son unas putas. Yo soy el macho más grande del mundo. Si Hitler no hubiera perdido la guerra, la Tierra estaría libre de putas, judíos y maricones”.
Jakob lo miró con odio y recogiendo sus cosas las puso en su bicicleta, nosotros hicimos lo mismo.
Miranda siguió insultando y amenazando a la mujer, e insistiéndonos que debíamos acostarnos con ella. La mujer hacía como que no le oía mientras intentaba despedirse de nosotros. Le dimos las gracias a ella y nos dispusimos a marcharnos. Momento que aprovechó Miranda para echarle el brazo por encima a la mujer y colocarle la botella rota en la garganta mientras le decía: “! Pedazo de puta muéstrales las hermosas tetas que tienes, para que estos señores se vayan contentos con tu servicio!. Dame a la niña que vamos a salir a pasear un rato“. La mujer intentaba inútilmente razonar con él: “Por favor Miranda deja que estos señores se vayan tranquilos. Déjame sola con mi hija. Tu sabes que no quiero ser puta”. Pero Miranda parecía encolerizarse más, no importándole ni el hecho de que la pequeña estuviese presente. Le levantó el vestido haciendo inútiles los desesperados intentos de la mujer de taparse y continuó: “Muchachos, vieron que piernas tan bonitas?. Si supieran como la chupa. Quiero que esta puta me gane dinero. Voy a salir con mi hija un rato, dentro de dos o tres horas vuelvo. ¡A divertirse muchachos!. En la mesita de noche tenéis una caja llena de condones”. Y dirigiéndose a la mujer le señaló la botella rota: “Si esta noche no te portas bien con estos amigos te marco con esta botella. Y no te olvides de cobrarles como a todos. Y ya sabes que esta noche vienen otros clientes”. Y se fue caminando con la niña llorando de la mano.
La mujer empezó a decirnos: “Me obliga a ejercer de prostituta, utilizando a mi hija para presionarme, amenazándome continuamente con hacerle daño o llevársela para siempre”.
Jakob le ofreció ayuda denunciándolo a las autoridades. La mujer nos confió que estaba esperando a la policía para esa misma noche. Que se lo había pedido a un hombre que había pasado por allí y le dio su palabra de que iba a ponerlo en conocimiento de un pariente suyo que era policía. Desconociendo este pormenor, esa era la visita que esperaba Miranda para aquella noche. Nos pidió que nos quedáramos para ayudarla como testigos.
Nos quedamos. Y Costil aprovechó para contarnos su historia:
“Nací en San Luís, una de las provincias más pobres de Argentina. Mi padre era emigrante de un pueblo de Granada. Vino a trabajar de mecánico en un taller de sus tíos. Allí conoció a mi madre, una criolla argentina, que era hija de un emigrante gallego y una descendiente de indígena. Mis padres en su luna de miel vinieron a Buenos Aires en busca de trabajo. Y en Buenos Aires nací yo. Mi madre era hija única y sus padres habían muerto. Los abuelos paternos murieron durante la guerra civil española. Mis padres encontraron trabajo como porteros en el centro de la ciudad. Me costearon los estudios secundarios. Con mis padres fui muy feliz hasta que un mal día fallecieron en un accidente con el coche. Fueron arrollados por un tren en un paso a nivel. Entonces, a los 16 años, empecé a trabajar como secretaria en el centro en unas oficinas de exportación. Y allí conocí a Miranda. Me enamoré por primera vez. Me pareció un hombre distinguido, culto y él me correspondía. Todas las tardes venía al trabajo y me acompañaba hasta mi casa. Fuimos novios durante un año, hasta que decidimos casarnos. Entonces decidió presentarme a su familia, que vivía lujosamente en un chalet situado en Quilmes. No pude ser peor recibida por sus padres. Por su madre supe que habían sido altos funcionarios del partido nazi en Alemania y que terminada la guerra tuvieron que huir con su único hijo a España y por último a Argentina. Me despreciaron en cuanto se enteraron de mis orígenes y mis apellidos. El padre instó a su hijo a no llevar a cabo el compromiso. Adujo que yo era descendiente de judíos y que arios como ellos no podían mezclarse con razas inferiores. Tras una fuerte discusión en alemán nos fuimos de aquella casa para no volver nunca más. Miranda achacó todo aquello a que sus padres se estaban volviendo locos debido a su obsesión por la posibilidad de ser arrestados por su pasado.
A pesar de la oposición de los padres nos casamos. Y durante el primer año fuimos felices. Vivíamos en un chalet de sus padres en las afueras de la ciudad de Zárate. Él se dedicaba a la jardinería y yo hacía las labores de casa. Cuando nació nuestra hija, me propuso que volviera a mi antiguo trabajo y él se encargaría de la niña. Nos mudamos a un piso que tenía cerca de la oficina donde yo tenía el trabajo. Fue entonces cuando empezó a cambiar. Había veces que desaparecía durante semanas.
Mi jefe me confesó que estaba enamorado de mí, y yo se lo dije a mi marido. Y este me dijo que debíamos denunciarlo y pedirle una indemnización, la cual sería depositada en un banco para la niña. Así lo hicimos. Y a partir de entonces ya nadie quiso darme trabajo de secretaria. Miranda me buscó un trabajo de cajera en un club de alterne. Y comenzó a emborracharse todas las noches con sus amigos. Un día me dijo que debía acostarme con un banquero amigo suyo. Fue la primera vez que me amenazó con llevarse a la niña para siempre. Accedí y desde entonces me he convertido en una prostituta. Cuando llegan los fines de semana o fiestas, nos trae a este lugar y busca bañistas como clientes. Les cobra antes de irse con mi hija. Vuelve muy tarde, siempre borracho y con mi hija sucia y hambrienta. Entonces empieza con las palizas. Cuando volvemos al piso de Buenos Aires me trata con corrección ante los vecinos e interpreta el papel de padre ejemplar. No quiero ser puta, me produce un asco infinito. Si no fuera por mi hija me habría matado”.
Jakob le dijo: “No sabía que fuera nazi cuando trabajé para él. Si hoy la policía no hace nada… yo haré justicia”.
Mayer también le mostró su empatía sincerándose y contándole su historia personal, fruto de una infancia plagada de todo tipo de miserias físicas y morales hijas también de la guerra europea.
Nuestro compañero Gastón, tal vez liberado de prejuicios por las confesiones anteriores nos contó su historia. También era un refugiado de la miseria que aquella guerra produjo en su país. Hijo único quedó huérfano de padres, los cuales murieron a consecuencia de un bombardeo. Su tía, que tenía 17 años, no pudo hacerse cargo de él y lo llevó a un colegio de curas. Allí transcurrió su infancia. Una infancia llena de soledad, malnutrición, mal vestido y en dónde, a la edad de nueve años, otros alumnos mayores abusaron a la fuerza de él, en lo que fue la primera de todas las demás hasta los dieciocho años. Momento en que le dieron una carta de su tío materno que vivía en Argentina, con la propuesta de venir a este país.
La atmósfera que creó aquel espacio y tiempo definitivamente se había apoderado de todos nosotros. Y así Tonino nos hizo partícipes de su vida, que en nada desmerecía en sufrimiento a las anteriores. El alegre Tonino nos habló de su infancia en Sicilia. De cómo había sido muy feliz con sus padres, a pesar de vivir muy pobremente en una humilde casa que habían heredado de sus abuelos. Casa que compaginaban, en su vida de pastores de cabras, con una choza que tenían en el monte. Todo se truncó cuando su madre embarazada se puso de parto. Su padre se fue en busca de ayuda y él quedó solo con su madre. El bebé nació muerto y poco a poco ella también se fue muriendo desangrada. Cuando llegaron el padre, la familia y la partera todo había concluido. Después del entierro en aquella choza quedaron padre e hijo solos. El padre se volvió muy taciturno. El padre fue cayendo en una profunda depresión y se fue enajenando. Una noche abuso de Tonino y lo repitió durante casi todo aquel invierno. Un día subió su tía materna y Tonino le contó lo sucedido. La familia de su madre le exigió explicaciones. Él lo negó todo y su amor paterno se convirtió en odio. La familia resolvió alejarlo de su padre y le amenazó con denunciarlo a la policía si no le dejaba marchar a Argentina. Cedió y pudo viajar a Buenos Aires con sus tíos.

Todo se quedó en silencio cuando oímos el motor de un coche. Este se detuvo delante del rancho y bajaron tres hombres uniformados con capas impermeables y botas de goma. Era la policía. El más corpulento parecía tener más de cincuenta años y en su rostro destacaba un bigote grande y blanco. Era el jefe y fue el que muy serio dijo: “Buenas noches. Soy el Comisario de Berazategui. – Dirigiéndose con una mirada muy seria a Clotil- ¿Quién de estos señores es su marido?”.Ella le explicó nuestra presencia y el policía nos pidió la documentación.
Al rato apareció Miranda, descalzo, con la ropa a medio poner, con los ojos desorbitados y gritando: “!Puta! ¿Está la niña contigo? ¿Y a Vds. quién los ha llamado? ¿No habrás sido tú?”. Clotil perdió los nervios al comprobar la desaparición de la niña. Lo zarandeó y le pidió por favor que le dijera el paradero de su hija.
Jakob dirigiéndose al comisario: “¿Por qué no salimos a buscar a la niña. Eso es lo prioritario antes de que el río crezca más y pueda llevársela.” Clotil insistió en ese sentido diciendo: “Por favor ayúdeme a buscarla. Después le cuento todo lo que quiera.” Y el Comisario comenzó a interrogar a Miranda sobre el paradero de la niña. Al cabo del rato este le dijo que venía del rancho de los García y que la niña se había quedado a la entrada del rancho.
El Comisario les informó que venían más policías y que estos buscarían a la niña. Dio las órdenes a sus subordinados. Gastón y yo nos ofrecimos para ayudar en la búsqueda. Acompañamos a los policías al rancho. Allí nos encontramos dos hombres que parecían dormir la mona sobre la mesa. Uno de los policías viendo que no despertaban por los gritos, golpeó en la cabeza a uno de ellos y cuando este volvió a la conciencia le preguntó por la niña. No sabían nada. Uno de los policías que registraba el cuarto anexo descubrió a un tercer hombre, que yacía muerto en medio de un charco de sangre. Entonces se fueron a dar parte a su superior llevándose detenidos a los dos borrachos. Gastón y yo nos quedamos infructuosamente buscando a la niña. Ya de madrugada desistimos y volvimos al rancho de Clotil.
Allí vimos a Miranda esposado y a Clotil con Angélica en brazos. Uno de los policías la había encontrado durmiendo cobijada bajo un árbol, totalmente empapada en agua y barro. Entonces el Comisario nos tomó declaración y confirmamos todo lo que le habían relatado los demás.
El Comisario nos dijo que hacía tiempo que estaban buscando a Miranda por tráfico de drogas y que ya tenían conocimiento que era hijo de criminales nazis, uno de tantos que por aquel tiempo pululaban por el país.
El Comisario nos dijo: “Han entrado ilegalmente en Argentina, pues la mayoría lo hicieron con documentos falsos. Son poderosos porque venían con riquezas y no les ha costado instalarse cómodamente en el país. Este pájaro lo va a tener difícil, porque ahora tendrá que explicar además lo del muerto. Según nos han contado los otros dos, el muerto era su amante y el que se beneficiaba del dinero que obtenía con esta mujer”.
Jakob lo agarró de la camisa y le escupió en la cara diciéndole: “Si llego a saber que eras hijo de esos engendros te habría matado”. Miranda se rió: “Mañana estaré en mi casa. Tengo quién me saque de la prisión antes de lo que pensáis”. A lo que el comisario mirando a la mujer añadió: “Quédese tranquila. Mientras yo sea el Jefe de policía de esta ciudad, este no pone más los pies aquí. Firme la denuncia y nos iremos.”
Salimos con Miranda y los policías mientras el comisario hablaba con Clotil. Miranda empezó de nuevo a insultarnos: “Todos vosotros sois basura. Me lo pagareis algún día.” Jakob dirigiéndose a los policías les pidió que lo dejaran a solas un momento con Miranda. Aceptaron de forma tácita. Oímos como le habla en una lengua que no conocíamos, le abrió la camisa y en un segundo con una navaja le grabó en el pecho la estrella de David. Miranda estaba aterrorizado y gritaba en un mal español: “Socorro este judío quiere matarme”. Cuando llegamos, Miranda yacía en el suelo con todo su pecho ensangrentado. Jakob le gritaba: “Tendría que haberte matado nazi. La próxima vez que te vea no lo dudaré ni un minuto. El tatuaje hará que te acuerdes de este judío el resto de tu vida”.

Cuando salió el comisario preguntó que ocurría. Jakob sarcásticamente le dijo: “Se ha caído y se ha cortado con una de las ramas que hay en el suelo. Y mire que casualidad la herida se asemeja a la estrella de David. ¿No es verdad muchachos?.” Los policías y nosotros asentimos con la cabeza. El comisario se limitó a encogerse de hombros y nos pidió que firmáramos la denuncia como testigos y ordenó: “Salgamos de aquí antes que este pierda más sangre. Lo llevaremos al hospital para que lo atiendan antes de ir a comisaría. Y Vds. si quieren les acercamos en los coches a Berazategui, que seguro sus familias están preocupadas”.
Así lo hicimos. Ninguno de nosotros volvió a hablar o contar nada de lo sucedido ni siquiera a nuestros familiares.
Los periódicos no informaron nada de lo sucedido. A Miranda lo mantuvieron detenido como sospechoso de la muerte de sus padres. Jakob a partir de aquel día unió su vida a aquella mujer y a su hija. Tuvieron un hijo y nos invitaron a su bautizo. Gastón terminó los estudios y tres años después se casó con una rica heredera de un industrial. Tonino no tuvo suerte y murió de cáncer unos años después. Mayer tuvo un accidente de trabajo grave pero consiguió terminar sus estudios de ingeniería industrial, se casó con una mujer muy bella, invitándonos a su boda en dónde pudimos ser testigos de su felicidad.
Nuestras vidas siguieron derroteros que nos fueron alejando unos de otros, pero sin duda la jornada del Río de La Plata, por la intensidad y el cúmulo de experiencias vividas, sería inolvidable. Actuando en todos nosotros como una auténtica catarsis emocional.






CAPÍTULO IX
Obras escultóricas en Argentina
Mi vida volvió a su cadencia de rutinaria normalidad. Una vez que terminé mis estudios en la Academia de Bellas Artes abandoné la fábrica y comencé a realizar esculturas por encargo. En esencia era la vida de un solitario volcado en cuerpo y alma en su trabajo. Mi trabajo y mi familia eran los dos pilares de mi vida. En mi familia siempre hubo una excelente armonía. E incluso su ámbito se amplió esporádicamente con paisanos como Jesús Jiménez o Enrique Arrebola, que vivieron temporadas en nuestra casa y a los que consideré como hermanos.
Profesionalmente mis primeros trabajos fueron creaciones para la industria cerámica, sin que por ello abandonara totalmente la industria del vidrio de Berazategui, para la que seguí realizando trabajos por encargo. Industriales ceramistas como Quiroga de la ciudad de Morón (que me dio mi primer gran horno), Lucio Platero y sobre todo Extremiana, que después de ver mi trabajo me entregó una cantidad de dinero (sin tener que firmar ningún papel) para que adquiriese un terreno y construyera en él un taller industrial lo suficientemente grande como para hacer frente a los pedidos que me hacía. Fueron tiempos en los que tenía más trabajo que el que podía atender.
La primera escultura que salió de mi taller fue un Cristo para la tumba de mi padre.
No obstante, mi primer gran encargo como escultor fue una escultura de Santa Teresa de Jesús en 1966. Me lo encargó la escritora Gioconda Bertoia. La poetisa de origen italiano y residente en Berazategui, a consecuencia de una parálisis, vivía postrada en una silla de ruedas desde los 12 años. Esto no le impidió desarrollar una inmensa obra literaria y apoyar todo tipo de actividades culturales. Esta obra me abrió las puertas y me dio a conocer entre los fabricantes de cerámicas de Buenos Aires. Entre ellos recuerdo en especial la del ceramista Bartolotta, para el que trabajé en innumerables ocasiones.

Destacaría entre las obras de aquella época: Un busto de Manuel Belgrano para la biblioteca de Berazategui.
El busto que hice para el Colegio José Manuel Estrada de la universidad católica de La Plata.
Una escultura de más de dos metros de altura de Almafuerte (seudónimo del poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios) para el Paseo de los Troncos en la ciudad de Mar del Plata. Escultura que realicé por encargo del Presidente de la Asociación de escritores de Buenos Aires.
Una escultura de Nuestra Señora de los Emigrantes. Encargo de la comunidad de emigrantes italianos de Boca para su tierra natal. Encontrándose en la actualidad en la ciudad de Udine en Italia.
Busto de Padraig Pearse, para la Plaza de Irlanda en el barrio de Caballito, uno de los principales espacios verdes de Buenos Aires. Pearse es considerado el primer presidente de Irlanda, al declarar en 1916 la independencia de esta frente a Gran Bretaña. Acto revolucionario por el que fue condenado a muerte y ejecutado por los ingleses en 1916. Cuento esto como introducción a una anécdota histórica en la que se vio envuelta la escultura. Cuando en 1982 se produce la Guerra de las Malvinas, la estatua fue parcialmente destruida, fruto de la ignorancia de las masas que no distinguían entre irlandeses e ingleses. Siendo posteriormente reconstruida con las piezas originales.
Una escultura de La Musa Talía, para el teatro del mismo nombre en la ciudad de Buenos Aires.
El monumento a Los Héroes de las Malvinas, en la ciudad de Berazategui, con 6 metros de largo ha sido la obra de mayor tamaño que he realizado. Me la encargó el Doctor José Potito.
Sin duda fue una de las épocas más felices de mi vida. El taller que construí, con la ayuda de mis hermanos y amigos, se convirtió en mi vida. Sí, fue un tiempo de mucho trabajo, pero también de crecimiento interior; gracias a mi oficio me relacioné con muchos artistas, hombres y mujeres de la cultura bonaerense, industriales de la cerámica y del vidrio.
Mi tiempo de ocio lo llené de libros, música clásica, teatro y cine. Era un asiduo de todos los acontecimientos culturales de relevancia que acontecían en Buenos Aires y de las librerías de la Calle Corrientes. En sintonía con los hábitos de lectura que allí existen. Buenos Aires es la ciudad del mundo con más librerías. En algún sitio he leído que una librería por cada 8.000 habitantes. No es de extrañar pues que ella haya dado al mundo escritores como Borges o Cortazar.
No obstante en los casi cuarenta años que viví en Argentina nunca dejé de sentirme extranjero. Muchas noches soñaba con los amigos de la infancia (Antonio Berras Graciano, ‘el niño de los cabos’; Mariano Varo ‘el San bombilla’; José Espejo ‘el Viruta’; Paco y Antonio Pérez Fernández ‘los Jurado’; Solano y Antonio Mesa Cerezo) y con mi Montilla natal.
Sí, no puedo dejar de decir que tuve muy buenos amigos en Argentina. Algunos como Nicolás Zarza, exfutbolista del Boca, me distinguieron con su fiel amistad durante toda mi vida en aquél país. Pero no encontré el amor.
Tal vez, a diferencia de mis hermanos, el hecho de no haber formado una familia contribuyó mucho en esa omnipresente añoranza.
A nivel económico y de libertades políticas viví dos etapas muy diferenciadas. Una la de los gobiernos del general Perón. Etapa histórica en la que se llevó a cabo la industrialización del país; se llegó prácticamente al pleno empleo; había muy buenos salarios y cada vez mejores condiciones laborales y sociales. Era el tiempo del Justicialismo social. Y otra, progresivamente con más pobreza y represión, que culminó con el golpe de estado de los milicos en 1976. Momento en el que con el llamado terrorismo de Estado, se superaron en aquel país todas las marcas de miseria e infamia. Ese negro periodo le costó la vida a miles de jóvenes argentinos, los cuales pasarían a la historia como “desaparecidos”. Y la guerra de las Malvinas que sólo fue el último acto de muerte de los canallas que tanto hicieron sufrir al pueblo argentino.

CAPÍTULO X
En la Academia de Bellas Artes.
Recuerdo como agridulce mi experiencia en la Academia en dónde me formé: Mutualidad de Estudiantes de Bellas Artes (MEBBA). Mi primer contacto fue a través de un profesor llamado Antonio Sassone, que desde el primer día me demostró de una forma brutal su xenofobia e intransigencia.
Sassone era el profesor de anatomía. Recorría con parsimonia los trabajos que cada uno de los alumnos realizaba, cuando me tocó a mí me dijo: “Vos sois gallego. ¿Verdad?”. Yo le contesté: “No, andaluz”. El hombre pareció ofenderse por mi respuesta y con desprecio, ese que tantas veces experimentaría, añadió: “Es la misma mierda. Aquí todos los españoles sois gallegos. Gallegos atrasados y muertos de hambre.” Y sin mirar mi trabajo se dirigió a los otros alumnos diciendo: “No sé a que vienen tantos gallegos atrasados a nuestro país?. Y hasta los hay que como este, sueñan con ser escultores.”
Por suerte para mí tenía un compañero que desde el principio me apoyó y me brindó su amistad. Era un muchacho de veintitantos años, muy bien parecido (según las chicas de la Academia clavado a un galán del cine americano), rubio, con ojos azules, muy alto y que vestía muy elegantemente y siempre de azul. En contraposición yo a mis veinte años, medía uno cincuenta y siete, pesaba cuarenta y seis kilos y ya me estaba quedando calvo. Desde el primer día me saludó afablemente: “Hola. – Estrechándome la mano- Espero que seamos buenos compañeros”.
Al día siguiente Sassone se acercó a mí y después de observar mi trabajo, con su espátula rompió mi trabajo con odio: “Este estilo es caduco. Todo está mal hecho”. Mi compañero dijo entonces en voz alta para que lo oyera toda la clase: “Pues a mí me gusta el trabajo que está haciendo este hombre”. Y bajando la voz me susurró: “¿De que parte de España es Vd.?. Yo también soy español. Cuando terminemos la clase le invito a tomar un café”.
A lo largo del tiempo que compartimos, en la Academia y en las posteriores y sempiternas tertulias en cafeterías, fuimos intercambiando cuitas e historias vitales. Supe que era hijo único y que su padre era doctor y su madre matrona. Que le faltaba un año para terminar Medicina, carrera que en parte estudiaba por tradición familiar. Pero que su auténtica vocación era la escultura. Hablamos mucho de España, de cultura, pero sobre todo de los maestros de la escultura que admirábamos. Éramos los únicos que esculpíamos en clave de realismo siguiendo los cánones clásicos. Los demás alumnos se habían doblegado a las exigencias de Sassone e intentaban emular a las vanguardias. Aunque éramos conscientes de sus burlas, estas no nos afectaban pues sólo creíamos en lo que nos salía de nuestras entrañas. Nuestro modelo máximo era Miguel Ángel. Los dos estábamos sobrecogidos por la obra del genio de Caprese. Los dos pensábamos que el Moisés era lo máximo que se había realizado en escultura en todos los tiempos. Y mi amigo soñaba con poder sentir alguna vez la necesidad de hacerle la misma pregunta a algunas de sus obras: “¿Por qué no me hablas?”.
Una noche cuando estaba terminando un desnudo, Sassone se acercó y me conminó a cambiar de estilo. Al mismo tiempo que con su espátula le sacó un pecho, le quitó un brazo y así siguió hasta que desaparecieron todo lo que en ella había de esencial. Y entonces gritó: “! Ahora sí tiene fuerza!”. Los demás empezaron a reírse. Sólo la modelo se atrevió a decir: “Qué lastima. Era el trabajo que más se parecía a mí.” A lo que él le gritó: “! El trabajo de Vd. aquí es estar callada!”. Aquello fue la gota que colmó la copa de mi paciencia. Le dije: “Yo pago las clases para aprender la técnica que pudiera servirme a desarrollar el estilo que a mí me llenaba. Que no estaba allí para hacer realidad sus frustraciones personales de lo que él entendía como arte”. Aquello sirvió para que durante más de seis meses me dejara en paz y no se acercara ni a ver mi trabajo. Pero una tarde que estábamos haciendo el rostro de un anciano, cuando ya lo tenía casi terminado, se vino hacia mí fuera de sí: “Gallego atrasado me tiene harto. ¿Por qué no hace los trabajos como yo le digo?”. Era uno de esos días en los que estaba especialmente agotado por el ritmo de trabajo que llevaba y le contesté: “No pienso hacerlo siguiendo sus indicaciones de copiar los estilos de las vanguardias – le dije-. ¿Quiere que nosotros hagamos lo que Vd. no hace para sus clientes?. No lo aguanto más. No puedo continuar estas clases”. Levantó la espátula con intención de destrozar mi trabajo como había hecho otras veces, pero esta vez me interpuse diciéndole: “No le permito que toque mi trabajo. No es digno de ser profesor de escultura, ni de nada. ¡No!, si eso supone decirle a un alumno que vaya contra lo que siente”. Como loco me sujetó del cuello de mi camisa y me gritó: “!Gallego de mierda!. ¿Quién te crees que eres para hablarme así? – levantando la mano añadió - No te doy un bofetón…” Pero no llegó a terminar la frase porque mi compañero, que hasta entonces había permanecido callado, lo detuvo con: “Como toque a este hombre le rompo la cara, señor “profesor”. Este hombre al que Vd. llama gallego retrasado tiene el coraje de decirle lo que muchos pensamos y callamos. Es cierto es Vd. un mal profesor y una mala persona. Ahora mismo voy a dar parte de todo esto al director”. Cuando la dirección de la Academia consultó con los demás nadie defendió a Sassone y todos confirmaron la denuncia. Ese mismo día lo despidieron y ocupó su puesto un nuevo profesor, con directrices de dejar que cada uno siguiera el estilo que le motivara. Aquello cambió radicalmente el ambiente de la clase, en dónde a partir de entonces se vivió compañerismo.















CAPÍTULO XI
La muerte de mi padre
El cinco de febrero de mil novecientos cincuenta y siete, cinco años después de llegar a Buenos Aires, falleció mi padre.
Un día antes mi padre había recibido una carta de su hermano Luis. Esa carta le infundió a sus últimas horas de su vida mucha felicidad. No cesó de comentarlo a todo el mundo, releyéndola muchas veces. En ella su hermano le pedía perdón por su silencio de todos aquellos años. En ella le explicaba que aquella actitud suya, la había alimentado su incapacidad de comprender la decisión de emigrar que tomó mi padre, y el dolor que le produjo el alejamiento de su hermano y su familia.
Esa noche tuvimos celebración familiar alrededor de la hermosa mesa y sillas, de estilo andaluz, que hábilmente había hecho mi padre. Disfrutamos las empanadas de carne que habían comprado cuando venían del médico. Mi padre llevaba varios días quejándose de un dolor en el pecho y mi madre lo convenció para ir a la consulta del doctor Greco. A pesar de este hecho, aquella noche se respiraba una la atmósfera de felicidad en casa. Tanto que mi hermano Manolo aprovechó para proponerle a mi padre, que cuando termináramos la casa debíamos venderla y con el dinero volvernos a España. Mi padre le razonó que aquella no era buena idea, que recordara el hambre que había en España, que todas esas ideas las abandonaría para siempre en cuanto se enamorara y formara una familia. Le dijo que el único inconveniente era estar tan lejos de la familia de Montilla, pero lo compensaba las buenas expectativas de futuro.
Después de cenar, mis hermanos Manolo y Luis se fueron; el primero a un velatorio y Luis al trabajo. Yo me fui a descansar antes de comenzar la jornada en la Cooperativa del Progreso. Y mis padres decidieron no despertarme a la hora de siempre, debido a que consideraron que la tormenta que se desató era demasiado fuerte y que no valía la pena a arriesgarse. Sobre las tres de la madrugada, de vuelta del velatorio, oí que llegó Manolo y estuvo comentándoselo a mis padres. Minutos después se acostó y enseguida nos dormimos. No había transcurrido mucho tiempo cuando me despertó un relámpago que iluminó nuestro dormitorio. Y desde el dormitorio de mis padres llegó un ronquido muy grande y a continuación los angustiosos gritos de mi madre: “¿Qué te pasa Manolo?”. Después recuerdo a mi madre entrando en nuestra habitación llorando y dirigiéndose a mi hermano Julián que fuera enseguida a buscar al doctor Greco. Manolo y yo fuimos corriendo al dormitorio de mi padre. Lo vimos con las manos apretadas a su pecho, sin poder hablar, y mirándonos con la cara descompuesta, vimos como salían dos lágrimas de aquellos ojos grandes y hermosos y como se cerraron para siempre. Mi madre llorando me pidió que le trajera el espejo del baño, colocándoselo seguidamente en la boca comprobó que mi padre ya no exhalaba. Entonces le dio un beso en la boca y le dijo: “Adiós Manolo”. Luego mi madre nos pidió que no lloráramos en el dormitorio, para evitar más sufrimiento a mi padre. Ella pensaba que mientras el cuerpo está caliente, el cerebro tiene vida y percibe lo que ocurre a su alrededor. Minutos después llegaba Julián con el doctor, éste le puso una inyección al mismo tiempo que murmuraba: “Ya es tarde”.
Mi madre nos pidió que la dejáramos a solas con él. Cerró la puerta con llave y allí permaneció más de media hora. Después nos enteramos que lo había hecho para amortajarlo con su mejor traje.
Los vecinos acudieron porque oyeron los aullidos de nuestro perro. El cual desde el momento de la muerte de mi padre no dejó de ladrar y aullar. Se llamaba Moro, a ese perro mi padre lo quería mucho y al que no escatimó nunca caricias. Y ahora el animal le demostraba, de aquella manera tan lastimera, su devoción y sentimiento. Ahora como homenaje, pienso en lo que leí en una ocasión: “Si los perros no van al cielo, cuando muera quiero ir a donde ellos van”. Sí, yo lo sé, los perros saben amar.
Creíamos que estábamos solos en Buenos Aires, pero la muerte de mi padre sirvió para que comprendiéramos la grandeza de la solidaridad humana. Mi casa se llenó de personas que fueron a apoyarnos en esos momentos tan difíciles para cualquier ser humano. Vecinos, amigos, compañeros de trabajo, paisanos, todos ellos fueron ese día nuestra familia.
La pérdida de mi padre, su ausencia, creó un gran vacío en nosotros. Mi madre entonces se manifestó como una mujer de una inmensa fuerza y coraje al sacar adelante aquella familia. Y durante muchos años lo fue todo para nosotros. Ahora, casi a mis ochenta años, no hay día en que no me acuerde de ella y le de las gracias.

CAPÍTULO XII
La familia Márquez en Argentina crece
Mis hermanos con sucesivos matrimonios fueron ampliando la familia. Luis se casó con María Hidalgo (oriunda de Granada) y tuvieron dos hijos Angélica y Bibiana. Manolo se casó con Beba Peix (nieta de holandés y valenciana) y tuvieron a Silvia y Ariel. Mi hermana Antonia es la viva imagen de mi madre. Es la más cariñosa y alegre de todos nosotros. Y a pesar de ser una niña cuando emigramos es la más andaluza, esto siempre ha constituido para mí un misterio. Antonia se casó con Roberto Rende (nieto de emigrantes italianos) y tuvieron tres hijos: Adrián, Maximiliano y Angelina (mi “sabinera”). Mi hermano Julián se casó con Dora (nieta de emigrantes rumanos) y tuvieron a Edgardo y Leonardo. Todos mis hermanos fueron criando a sus hijos con mucho sacrificio, pues las condiciones económicas y sociales del país fueron deteriorándose sin cesar. Por mi parte terminé quedándome en casa sólo con mi madre.
Los milicos arruinan Argentina
Los tiempos cambiaron a peor. Debido a la ignominiosa política de los milicos, el país sufrió una profunda depresión económica, sobre todo después de 1976.
Y a pesar de que en otros tiempos fue un taller floreciente, en el que llegué a tener seis empleados, me vi forzado a cerrarlo. Volví a trabajar como empleado de otros, esta vez como oficial matricero para la industria ceramista Ferro Enamel Argentina, en Buenos Aires.
Un día los trabajadores de la empresa acordaron hacer un plante en la puerta principal. Habían hecho unas pancartas que ponían “Queremos sueldos dignos”. El propietario llamó a los milicos. Y estos acudieron y amenazaron con sus fusiles a los trabajadores, ordenándoles que volvieran al trabajo. Después de forcejear, recibir muchos golpes y culatazos los trabajadores tuvieron que desistir. Sólo uno llamado Pascual, emigrante procedente de Málaga, se resistió y no cesó de gritarles: “!Estoy defendiendo el pan de mis hijos!. ¡Con un salario como este no puedo darles de comer!. ¡No estoy dispuesto a verlos morir de hambre!”. Los milicos hicieron amago de ir a dispararle y matarlo allí mismo, pero el resto de los compañeros acudieron en su ayuda rodeándole y abrazándole todos juntos lo protegieron y lo introdujeron en la fábrica. El representante de aquella empresa y los milicos se reían al ver que se habían impuesto a los trabajadores.
Al día siguiente a Pascual, cuando acudía a las cinco y media de la madrugada al trabajo, lo secuestraron tres hombres con pasamontañas que salieron de un camión militar que estaba ante la entrada a la empresa. Y ya no volvimos a verlo nunca más.
Un día me enviaron una factura de electricidad que superaba los novecientos pesos, eso suponía seis meses de trabajo, cuando el importe habitual eran menos de 40 pesos. Fui a la compañía a reclamar, el empleado que me atendió me dijo que seguramente debía ser un error pero que no se podía hacer nada más que pagarla o me cortarían la luz. Insistí y exigí que atendieran mi reclamación. El empleado me amenazó: “¿Quieres que te metamos preso?”. Desistí. Al día siguiente nos cortaron la electricidad. Fui a la Embajada de España para exponerles la indefensión a la que estábamos sometidos. Me dijeron que nada se podía hacer salvo pagarlo aunque fuera a plazos. Y así tuve que hacerlo y con los intereses la cantidad subió al doble.
Esa era la Argentina de los milicos. Una Argentina donde el crimen y el latrocinio estaban institucionalizados.
La vida a veces es una grotesca ironía, nos fuimos de España huyendo de todo eso y el destino nos hacía que lo viviéramos de nuevo.
Los sueldos apenas alcanzaban para mal comer. Yo soñaba más que nunca en volver a visitar España. Pensaba hacerlo con mi madre, pero no me alcanzaba el dinero para los dos, así que pensé que yo podía esperar pero ella no pues tenía 70 años. Le pagué el viaje a España para que viera a su familia. Estuvo tres meses con sus hermanos y familia de Montilla/Aguilar y fue para ella uno de los momentos más felices de su vida.
Hizo el viaje en Aerolíneas Argentinas. Cuando llegó al aeropuerto de Barajas, la estaban esperando su hermana Soledad y su cuñado Antonio Toro. Estuvo tres meses con sus hermanos y familia de Montilla/Aguilar, y fue para ella uno de los momentos más felices de su vida.
Cuando volvió, yo la estaba esperando en el aeropuerto de Buenos Aires, y lo primero que hizo fue decirme al oído: “Paco, si tu padre hubiera venido conmigo se habría muerto de pena. Pues habría comprendido el error tan grande que cometimos. Paco en España se vive mucho mejor que aquí”.
Siempre he sido consciente que, de las cosas que he hecho, el haberle pagado el viaje a mi madre ha sido de la que más me alegro y más orgulloso me siento. Siempre estuvimos muy unidos. Cuando me iba a bailar a Buenos Aires, ella siempre me esperaba mirando desde la ventana de su dormitorio hasta que volvía, momento en que bajaba muy despacio la persiana para que yo no me diera cuenta.

















CAPÍTULO XIII
Desaparecido durante cuatro días
El miércoles 20 de febrero de 1978 estando en la estación de ferrocarril de Constitución se me acercaron dos policías vestidos de civiles y me pidieron la documentación. Yo les pregunté por qué me la pedían, sacando sus revólveres me apuntaron con ellos y dijeron “Ya le hemos dicho que somos policía. Dénos la documentación” Me quitaron la cartera y después de comprobar la identificación, examinaron su contenido. Y acto seguido me dijeron que les acompañara. Yo apenas pude decir: “¿De que se me acusa?”. A lo que sujetándome del brazo uno de ellos me dijo: “Te conviene que calles y nos acompañes gallego de mierda, si no quieres que te peguemos un tiro en la cabeza aquí mismo”.
Me llevaron a la planta baja de la estación. Me indicaron que me uniera a una silenciosa fila formada por más de cincuenta personas. Cuatro policías uniformados y armados con metralletas nos vigilaban. Entonces un hombre de baja estatura y unos treinta y pocos años les gritó: “¿A quién buscan? ¿Por que nos tratan como a criminales? ¿Por que nos basurean? ¿Que quieren?”. Los cuatro policías de las metralletas y otro que estaba sentado escribiendo en una mesa se fueron hacia él y empezaron a golpearle con las culatas de las armas hasta que cayó al suelo y, haciendo caso omiso a sus gritos de dolor, continuaron la paliza ahora dándole patadas por todo el cuerpo. Cuando se cansaron de golpear aquel cuerpo ya inerte gritaron: “! Todos los que estáis aquí sois una mierda como este. Al próximo que hable lo matamos.”. En mi vida había vivido tanta violencia. ¿De dónde salía tanto odio? Me impactó de tal manera que pensé que lo estaba soñando, que era una pesadilla. Aquel hombre quedó allí tirado en medio de un charco de sangre, completamente inmóvil las dos horas y media que estuve en aquel lugar. Estoy seguro de que lo habían matado. Me hicieron subir junto a otros a un celular que nos llevó al Palacio de Justicia situado en la avenida Belgrano de Buenos Aires.
Ahora el recuerdo, a pesar de la distancia y el tiempo pasado, no deja de resultarme paradójicamente grotesco, de broma macabra, que un edificio tan hermoso y con ese nombre pudiera contener tanta infamia y crimen.
Aquel edificio en sus sótanos escondía el infierno. Sí, el infierno compartimentado en celdas oscuras, sucias, malolientes, con literas de cemento y hacinado.
Cuando llegamos a las cuatro de la madrugada me llevaron a uno de los despachos. Había un hombre bajo, calvo, con bigote muy fino, pensé en un ave de rapiña. Mirando sólo a mis documentos, me dijo: “!Póngase derecho que está en presencia del oficial Morales?. ¿Qué hacías en la estación de Constitución?”. Yo le respondí: “¿Fui a buscar mis gafas?”. El milico me miró como si sopesara mi respuesta y añadió: “!Di la verdad si quieres salir vivo de este edificio!. No tengo ganas de perder más tiempo con gentuza como vos”. Yo le respondí: “¿Por qué me insulta si no me conoce? ¿Qué “verdad” quiere que le cuente si solo tengo una?”. Entonces golpeando la mesa con un puñetazo, y gritando: “! Vos no sabes con quién estás hablando!”. “Con el oficial Morales me acaba de decir” contesté. A lo que casi susurrando me volvió a decir: “No, no sabes con quién estás hablando hijo de puta”. “No, no lo sé ni tengo ganas de saberlo” contesté. A pesar de lo que había visto no tenía miedo. Viví aquello como si fuera un espectador de cine y no puede evitar preguntarme en voz alta “¿Qué está pasando en Argentina?”. Para eso sí tenía respuesta el milico, pues agarrándome por el cuello de la remera: “Estamos limpiando esta nación de gente indeseable como vos”. Y olvidándose de mí gritó: “!Que pase otro!”.
Y me llevaron al sótano, me obligaron a desnudarme y me examinaron. Me preguntaron si tenía algún defecto físico, les dije que padecía del corazón. A lo que contestaron: “No te preocupes aquí te vamos a “curar””. Después me dijeron que me vistiese. Me quitaron todos los objetos personales (un libro, el reloj, la cartera con la identificación y una considerable cantidad de pesos de un trabajo que había cobrado ese día) junto con los cordones de mis zapatos.
Mientras me vestía empezaron el mismo ritual con otra persona. Era un joven de unos veintitantos años. Cuando le preguntaron si tenía algún defecto físico, les contestó: “No veis que no, boludos”. Esa respuesta los volvió rabiosos y le dieron una paliza, golpeándolo con las culatas por todo el cuerpo. El joven ensangrentado y aduras penas se protegía sus partes. Yo les dije: “Tarde o temprano se hará justicia y todo esto lo pagareis”. Me miraron con intenciones de agredirme también, pero algo les detuvo, tal vez mi edad o el hecho de tener pasaporte de extranjero. Después nos llevaron a una celda inmunda. Allí conocí a Bruno que me aconsejó que utilizara la camisa como almohada y así poder atenuar el olor del colchón. Apenas pude dormir, el joven al que habían dado la paliza no cesó de gemir en toda la noche. Por la mañana Bruno me dio conversación y un pedazo de pan. Me dijo que era oriundo de Italia, que lo habían arrestado por no pagar los impuestos municipales, que su pensión de jubilación no le daba para nada más que para mal comer y pagar las medicinas. Me dijo que su hijo había emigrado a Australia y se había olvidado de él. Y afirmaba que no se hacía ilusiones de salir de allí con vida, pues un policía con su familia se había adueñado de su casa. Después llegaron dos camilleros que se llevaron al joven que yacía en el camastro en estado semiinconsciente. Ese mismo día entraron en la celda cuatro policías, nos obligaron a ponernos en fila y preguntaron por Antonio Páez viendo que nadie contestaba, se dirigieron a un preso, de unos veintitantos años, que a duras penas se mantenía en pié, como consecuencia de las torturas del día anterior: “!Vos! ¿Cómo te llamas?”. Con la mirada perdida contestó: “Antonio Páez”. Tras lo cual, los policías volvieron a darle otra paliza que lo dejó inconsciente y tumbado en el suelo. Después se lo llevaron arrastrándolo de los brazos y no volvimos a verlo. Al tercer nos obligaron a salir a todos menos un joven chileno. Con él se quedaron dos policías con caras de degenerados. El resto de presos oímos desde el corredor como lo violaban.
Según me contó un preso que llevaba más tiempo llamado Manuel Cano, aquello era habitual, como también el robo. La policía les robaba todas las posesiones de valor que llevaban cuando los arrestaban, así como todo cuanto los familiares les llevaban. Todo obedecía a una deliberada estrategia de terrorismo de estado. Se arrestaba indiscriminadamente para infundir miedo en la población y de paso se le robaban todos los efectos personales.
El viernes por la tarde apareció un policía con su fusil en la mano, nos dijo que iba a venir un inspector y que quería aquello en orden. Doblamos los colchones, limpiamos los baños y nos dispusimos en fila el corredor. Después de lo que pareció una hora entró el inspector. Era un tipo de más de cincuenta años, de tez muy blanca, calvo, gordo, con gafas de culo de botella, olía mal, con una voz absurdamente chillona y ridícula. Nos inspeccionó uno a uno de pies a cabeza con todo el desprecio que aquel absurdo personaje era capaz de mostrar. Cuando entró en la celda vio que en una de las literas había un joven de unos veinte años. Lo miró asombrado, como el quién encuentra un tesoro. Le gritó que bajara inmediatamente de aquella litera. El joven que se había quedado dormido profundamente, pues lo habían torturado durante dos días seguidos, se bajó enseguida, vestido únicamente con los calzoncillos. El inspector después de mirarlo atentamente, le dijo con su voz de falsete, le dijo: “Vístete pibe. Que ahora después nos vemos”. Cuando se fue nos metieron de nuevo en la celda y uno le dijo al joven: “prepárate ese te llama enseguida”. Así sucedió, no habían pasado diez minutos cuando se lo llevaron. A las dos horas lo trajeron, estaba llorando, despeinado, con la camisa sin abotonar y los pantalones medio caídos. Se sentó en un rincón tapándose la cara con las manos, gritando repetidas veces: “! Cuando salga de aquí los mato!. ¡Mato a esos hijos de puta!. ¡Me he quedado con sus caras!”.
Al cuarto día en aquel infierno me dejaron en libertad. Estaba, sucio, hambriento, somnoliento, infinitamente cansado física, emocional y moralmente. Únicamente me devolvieron aquello que para ellos no tenía ningún valor: mi documentación y el libro que llevaba, Las uvas de la ira de John Steinbeck. Me robaron los trescientos pesos, el anillo de oro y el reloj de pulsera. Hice amago de reclamar mis pertenencias y me amenazaron: “Que te pasa gallego de mierda. ¿O prefieres alargar tu estancia aquí o desaparecer del mapa definitivamente?”. Firmé un documento doblado para que no viera los cargos que se me imputaban.
Me vi en la calle sin ni siquiera un peso para poder avisar a mi familia. En la Avenida Belgrano me paré delante de un restaurante, me sentía desamparado, perdido, roto. Un hombre que salía de él se quedó mirándome fijamente, yo le pedí unas monedas para avisar por teléfono a mi familia. Me dijo: “¿Vd. también sale de esa cueva de ladrones verdad?” señalándome con la mirada al Palacio de Justicia. Le respondí que sí. Añadió “¿Es Vd. español?. Lo siento amigo, no piense que todos los argentinos somos como esos”. Y se despidió dándome cinco pesos para llamar y para que me tomara un café. Desde aquel bar llamé a mi amigo Hugo, que tras contarle lo sucedido vino con su furgoneta a recogerme y a llevarme a su casa. Allí pude asearme, tomar un té y unas tostadas con queso que me supieron a gloria. Desde allí llamé a la familia de Manuel Cano para informarles dónde se encontraba. Cuando Hugo me llevó a mi casa, mi madre se asustó al verme y desconocedora de todo lo sucedido me preguntó: “¿Qué trabajo has estado haciendo que te ha dejado tan delgado, demacrado y sucio?”. Nunca le dije lo que me había ocurrido y mis hermanos corroboraron la versión del trabajo. Mis hermanos me dijeron que habían estado buscándome infructuosamente por los hospitales y las comisarías de Buenos Aires y que preguntaron hasta en el Palacio de Justicia.
Esa era la Argentina de aquellos años. La Argentina de los milicos, un país en dónde no cesaban de aparecer todos los días, en el Río de La Plata o en los basureros de Buenos Aires, cadáveres atados de pies y manos con signos inequívocos de tortura. En dónde los informativos de la televisión o los periódicos, cuando hablaban de ello, lo “explicaban” como “ajustes de cuentas” entre homosexuales, drogadictos, indeseables o comunistas.














CAPÍTULO XIV
Mi vecino griego.
Uno de nuestros vecinos se llamaba Aléxandros el cual era de origen griego. Nos conocíamos desde hacía más de veinte años, pero apenas habíamos conversado debido a que era una persona muy reservada. Los días de los fines de semana los dedicaba a su jardín y las noches a escuchar en su porche una emisora bonaerense que radiaba música griega. Gracias a ello yo también me aficioné a aquella música alegre y vital que llegaba desde su casa.
Para el resto del vecindario Aléxandros tenía fama de huraño por su trato esquivo aunque siempre correcto.
Trabajaba como ajustador mecánico en una fábrica de coches de Peugeot. Aléxandros era un hombre alto, cuerpo atlético, rubio, mostacho grande, ojos azules y mirada intensa. Estaba casado y tenía dos hijos. Su mujer Virginia era su antítesis físicamente. Ella era de carácter alegre y cariñoso, estatura pequeña, pelo color azabache peinado en trenza larga, ojos achinados, nariz ancha y pómulos salientes. Como descendiente de los amerindios cumplía a la perfección las características físicas de sus ancestros. El hijo mayor era igual a la madre y el menor al padre.
El verano de 1980 una empresa norteamericana me encargó un busto de tamaño natural de Pítaco (uno de los Siete Sabios de Grecia) para donarlo a una biblioteca bonaerense. Yo pensé en Aléxandros para posar como modelo. Por ello me dirigí a su casa para proponérselo. Al principio se mantuvo reacio, puso todo tipo de inconvenientes. No era un hombre inculto, conocía muy bien la historia e hitos culturales de su país. Como parte de sus reticencias llegó a alegar: “He visto el busto de Sócrates, Quilón, Pitágoras, Platón, etc. Y sé que la imagen de todos ellos ha transcendido hasta nosotros porque existían descripciones físicas. Pero no recuerdo que eso ocurriera con Pítaco. Cualquier persona le podría servir como modelo. ¿Por qué yo?”. Yo le dije que había dos razones, la primera su origen, ¿quién mejor que un griego para ello?; pero sobre todo porque su rostro era muy expresivo y yo lo consideraba ideal para el caso. Le dije que los norteamericanos se habían comprometido a pagar también las horas del modelo. El dinero no le interesó, pero me dijo que si lo hacía era porque nos conocía a través de su hijo Aléxandros, y gracias a él tenía muy buen concepto de mi familia y de mí. Como pago me pidió que cuando terminara el busto le diera el original. Yo acepté. Y a partir de entonces acudió puntualmente al taller las mañanas de los sábados y domingos. Un día me atreví a preguntarle por qué se había mostrado tan reticente a aceptar mi propuesta. El dijo que le traía muy malos recuerdos, que él ya había trabajado de modelo para la Escuela de Bellas Artes de Buenos Aires, en dónde conoció a muchos escultores. Enigmáticamente añadió: “Algún día le contaré. Ahora recuerde nuestro trato, el original será para este hijo mío”. Su hijo le puso cariñosamente el brazo sobre el hombro diciendo: “Y yo algún día les diré con orgullo a mis hijos que este busto es de mi padre”. Padre e hijo estaban muy unidos y aquello hacía muy feliz a Aléxandros. Con las horas de trabajo y de conversación nos fuimos haciendo amigos. Un día me preguntó si me sentía argentino, le dije que no. Me hizo un gesto afirmativo con la cabeza y me confesó que a él le ocurría lo mismo. Dijo: “Nuestros países están bañados por el Mar Mediterráneo con todo lo que implica, con todo lo que compartimos histórica y culturalmente”.
Aléxandros era de una isla griega llamada Paros. Una de las islas más bellas del archipiélago de las Cicladas, en el Mar Egeo, al sur de Atenas. Un lugar muy conocido por sus deliciosos vinos y aceite de oliva; por su milenaria tradición en la producción de mármol (del suyo está hecha la Venus de Milo) y por sus escuelas de escultores.
Cuando vio avanzar la obra me dijo: “Me gusta, Paco, porque parece que estoy viendo a mi padre. Aunque él tenía la barba más larga y su presencia imponía. Los isleños decían admirados que se asemejaba a un dios griego”.
Aléxandros me contó que los recuerdos de su niñez estaban llenos por las aguas transparentes y profundas de aquel mar; por sus playas solitarias; por la luz y el cálido clima de su isla; por el pescado como alimento y sostén de su familia; una niñez de hombres y mujeres pobres pero muy felices.
Recordaba que su padre se ganaba la vida como pescador y actuando como cantante y declamador de los clásicos en bodas y celebraciones. En una de ellas conoció a su madre.
Pero las condiciones de vida de la isla fueron empeorando, primero por la Guerra Mundial y consiguiente ocupación nazi del país; pero sobre todo por la Guerra Civil. Mis padres decidieron que aquello no era vida para su hijo y el 26 de Diciembre de 1950, con 18 años de edad, lo enviaron a Atenas para que emigrara a América.
Durante el viaje en barco a Atenas conoció a un matrimonio, de unos cuarenta y tantos años, que también se disponían a emigrar. La mujer, que parecía bien informada, le dijo que en Argentina había mucho trabajo y buenos sueldos; pero que pedían matrimonios con hijos. Ana y Constantino, que así se llamaban, le propusieron que se hiciera pasar por hijo de ellos. Aceptó, cuando llegó a la Embajada les facilitaron los pasaportes y documentación para realizar el viaje a Buenos Aires en un barco argentino llamado Salta. Durante el viaje Constantino se puso muy enfermo y el joven griego cuidó de él. Constantino le confesó que su matrimonio era para cubrir las apariencias; Ana era prostituta y él homosexual turco. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires, en el departamento de emigraciones, le hicieron una oferta de trabajo como modelo en la Escuela de Bellas Artes bonaerense. Así sus destinos se separaron. Ana se fue a Bariloche, con un emigrante griego que llevaba varios años en el país, a hacer aquello que siempre había hecho. Constantino consiguió trabajo en Mendoza como profesor de pintura.
Aléxandros pudo salir adelante gracias a la ayuda del profesor Miguel Pardo (oriundo de la provincia de Entrerios) que le ayudó en los momentos más difíciles. Miguel lo contrató para modelo de los encargos que tenía para la ciudad. El profesor era viudo, padecía del corazón y tenía mucho miedo a morir en soledad. Le propuso a Aléxandros compartir su vivienda con él, así el griego podría enviar a sus padres el dinero que pagaba de alquiler. Le dijo que sí y de esta manera, a lo largo de tres años, se convirtió en su ayudante, enfermero, amigo, alumno e hijo. El profesor le enseñó a hablar español y despertó en mí el interés por el teatro, la música, la pintura, del arte en general.
Una mañana al levantarse le extrañó no ver al profesor despierto por la casa. Cuando entró en su habitación vio a su benefactor sentado en la cama, con el rostro descompuesto por el dolor, sin poder articular palabra alguna y con sus manos apretando fuertemente el pecho. Avisó al doctor que le trataba, que acudió en seguida pero solo pudo dictaminar su ingreso urgente en el hospital. Horas después fallecía en el hospital. Allí conoció a Virginia que era la asistenta de hogar, a la que el profesor quería tanto como a Aléxandros. El profesor, sin familia alguna, los había designado como herederos de sus propiedades.
Aléxandros continúo como modelo de la Escuela de Bellas Artes. En ella había un alumno llamado Gabriel Videla que no lo dejaba en paz. Videla era un porteño rico, con mal carácter, que presumía de ser descendiente por varias generaciones de militares de alto rango, entre los que destacaba su hermano como Jefe de la policía metropolitana. Este individuo no cesaba de hacerle proposiciones sexuales, a pesar de haberle manifestado Aléxandros que se confundía de persona. Por entonces mantenía una relación con una de las alumnas de la Academia. Un día que pensaban que estaban solos en la clase, ella aprovechó para darle un beso en la boca. Pero se equivocaban porque Videla estaba allí y empezó a insultarlos a gritos. El resto de la clase acudió al oír el escándalo y oyó como el porteño le acusaba de ser amante del viejo profesor fallecido. Aléxandros le advirtió que si continuaba con sus injurias sobre un hombre tan honesto y bueno le daría una paliza. Llegado a este punto todos se volvieron contra Videla. El profesor, que había asistido a los desvaríos del porteño, dio parte a la dirección. La cual expulsó por tres meses a Videla. Este humillado y entre sollozos juró que se vengaría de Aléxandros.
A los pocos días lo detuvieron y recluyeron en la cárcel de Devoto. Y ahí comenzó su calvario. La policía investigó su entrada en el país, descubrieron la falsificación de documentos, el pasado de sus supuestos padres, los cuales estaban fichados en Grecia. Y terminaron por acusarlo de haber asesinado al profesor. Lo torturaron con la picana, violaron, humillaron durante tres semanas, hasta tal punto que deseó la muerte.
Cuando perdió toda esperanza y estaba más muerto que vivo, entró en su celda un hombre que se identificó como su abogado. Este logró que lo trasladaran y trataran a un hospital. Hizo que desenterraran al profesor y le hicieran la autopsia; el resultado de la cual lo liberó de toda sospecha a su defendido. Desenmascaró a los Videla, que habían urdido aquella farsa para apoderarse de todos los bienes del profesor.
El abogado lo había contratado Virginia, invirtiendo en ello todo su patrimonio.
Cuando le devolvieron la libertad y llegó a la vivienda comprobó que la habían desvalijado en su totalidad. Aléxandros le propuso matrimonio a Virginia. Se casaron, vendieron el piso y se fueron a vivir a Berazategui.
Aléxandros me dijo: “Paco, ya sabes el por qué de mi reticencia a relacionarme socialmente más”.
Después de confiarme su pasado, surgió una fuerte amistad entre aquel hombre y yo.
Años después, Argentina se encaminaba hacia una guerra con los ingleses. Aléxandros hijo no se presentó al reclutamiento obligatorio que los milicos llevaron a cabo. Sin duda influenciado por su padre, que conocía muy bien lo que era la guerra y sus consecuencias. Los militares dieron orden de detención por deserción, y tomaron represalias contra su padre. El cual fue detenido y, de nuevo bajo tortura, intentaron que confesara en donde se encontraba su hijo. Pero el griego volvió a vencerlos, y fue liberado al mes, en parte gracias a las gestiones que realizó su hijo mayor a través de sus contactos en la policía.
Virginia vino a mi casa para invitarme a hablar con su marido. Cuando lo vi era otra persona. Ahora parecía un viejo enfermo; lo habían pelado al rape; arrancado su orgulloso bigote; sus ojos ahora estaban apagados; el pelo blanco. Me dijo: “Paco, me han torturado más que la otra vez. Pero esta experiencia me ha hecho ver que debemos volver a Grecia. De todas maneras, ha valido la pena. No podía permitir que mi hijo se convirtiera en carne de cañón para estos locos rabiosos. Por eso, antes de que recibiera la citación del reclutamiento, le gestioné la salida de este país. Tengo que pedirte un favor. No te preocupes, lo tengo todo pensado y no corres ningún peligro. Sé que tienes que entregar un trabajo que te han encargado. Te pido que no lo entregues hasta el día y la hora que yo te diga”. Le dije que contara con mi ayuda para lo que fuera. A los pocos días, vino al taller un hombre que se identificó como Juan. Estuvo tomando medidas de la escultura que iba a ser transportada. A la mañana siguiente vino con dos hombres más, embaló la escultura y la cargó en el camión junto con otras dos cajas de las mismas dimensiones. E iniciamos la aventura. Cuando íbamos por la Avenida Pistarini, ya cerca del aeropuerto, nos detuvieron en un control militar. Juan se encargó de hablar, les dijo que iban a llevar unas esculturas al pueblo de Pila. Les ofreció el teléfono del destinatario y llamaron para comprobarlo. Después de comprobarlo nos dejaron pasar. Cuando paramos en el aeropuerto, vi como bajaban del camión Aléxandros y su esposa. Muy emocionados nos despedimos.
A los cuatro meses me envió una postal sin firma desde Atenas, en dónde me decía que se habían instalado en la ciudad, que su hijo estaba con ellos trabajando en una oficina de turismo.


















CAPÍTULO XV
Retorno

A los 52 años estando trabajando en Ferro Enamel me dio un infarto. Al año siguiente me volvió a repetir. Esto me hizo pensar que mi muerte estaba cerca. Ya solo deseaba volver a ver España, ver a mi familia y la tierra de mi niñez.
En la Embajada de España me dieron el pasaporte en el mismo día que fui a solicitarlo. Dos meses después estaba en Barajas.
Me quedé muy gratamente sorprendido de ver lo mucho que había cambiado mi país. El taxista que me llevó al hotel resultó ser de Córdoba, conocía a mi familia de Montilla. No quiso ni siquiera cobrarme la carrera y me pidió que saludara a mis tíos de parte de Joaquín el rambleño. Al día siguiente lo dediqué a visitar el Museo del Prado. Y a las seis de la tarde de un día de la Primavera de 1986 llegaba a la estación de Montilla. Nunca olvidaré el recibimiento que me hizo mi familia paterna y materna. Fueron a recibirme más de treinta personas.
Las semanas siguientes se agolparon en mi vida un sinfín acontecimientos plenos de emociones y conocimiento de mi tierra. Un montón de anhelados sueños se realizaron.
De la mano de mi primo José Pedraza conocí el Albayzin y la Alhambra. Mi prima Angelina y su esposo Manolo Berchez me enseñaron Sevilla. Luis Márquez me mostró Córdoba y su provincia. Fueron tres meses inolvidables, por los que siempre le estaré agradecido a mi familia.
Mi primo Antonio me aconsejó que me quedara en España, que no tendría problemas para encontrar trabajo. Y aunque también era mi deseo mi madre me ataba a Argentina.
A mi vuelta, Buenos Aires se me antojó triste, pobre y feo.
El 26 de Noviembre de 1987, en casa de mi hermana, falleció mi madre. Sus últimas palabras fueron para su Montilla natal, me preguntó: “¿Estoy en el Llano de la Cruz de Montilla?”. Era el lugar en donde ella había nacido.
Cuando murió me quedé muy solo. Iba a menudo al cementerio a visitar la tumba de mi madre. Y le contaba todo lo que me sucedía. Entonces, como si fuera su respuesta, me venía el recuerdo de ella diciéndome: “Paco, cuando me muera te vuelves a España. Allí te está esperando tu mujer”.
Una de las veces coincidí con un grupo de personas que asistían a una ceremonia religiosa que oficiaba un sacerdote. Cuando terminó hablé con él y acordamos celebrar una ceremonia similar ante la tumba de mi madre. Quince días después el sacerdote estaba esperándonos. Fue un día hermoso como pocos. Acudieron todos mis hermanos con sus esposas, hijos y suegros. El sacerdote reconoció a mi madre como una mujer excepcional y sin duda buena, pues tras su muerte era capaz de convocar a toda su familia ante su tumba. Cuando terminó la ceremonia no quiso cobrarme, dijo que él se ganaba la vida como albañil, que aquello era su deber sagrado como sacerdote hacia la comunidad cristiana. Después supe que formaba parte del movimiento denominado curas obreros, nacido en la Francia de postguerra y protegidos por el Papa Juan XXIII.
Siempre he disfrutado de la armonía y cariño que ha reinado en mi familia. Cuando murió mi madre mis hermanos no cesaban de preocuparse por mí. Mi hermana Antonia, venía casi todas las tardes a verme, y muchas tardes acompañada de su hija Angelina, me hacían limpieza general en la casa; otras me llenaba el frigorífico con comida casera hecha por ella. No obstante yo estaba decidido a volver a mi tierra.
Mis primos en cuanto se enteraron que había fallecido mi madre me llamaron y terminaron de convencerme. Se ocuparon de todo, incluso me costearon el pasaje.
Durante un mes me despedí de la familia, amigos y compañeros de trabajo. Y con cincuenta y siete años, y más pobre que cuando me marché, regresé a España.
En Montilla, después de que mis primos Antonio Toro y Manolo Berchez por fotografías le enseñaran mi trabajo, el alcalde Prudencio Ostos, me dieron trabajo como monitor de escultura en la Escuela Taller. En ella transcurrió una etapa muy fecunda de mi obra. Allí conocí a profesionales y muy capaces directores, profesores, compañeros y alumnos. Entre ellos recuerdo en especial a Antonio Romero, Felipe Logroño y a su hermano.
Tras mi vuelta a España, durante más de veinte años, no he dejado de hacer esculturas. Recuerdo entre una infinidad de obras: Las esculturas de San Juan de Ávila para la fachada de la Iglesia de los Jesuitas de Montilla; busto del Gran Capitán para la Escuela de Cultura de Montilla; Monumento a la Madre para el Paseo de la Puerta de Aguilar en Montilla; San Francisco Solano y el Inca Garcilaso también para Montilla; San Martín de Tours para la fachada de Iglesia Conventual de San Martín de Lucena; sendas Vírgenes con niño Jesús, de dos metros de altura, para la Residencia de Ancianas en la Calle de la Matallana en Puente Genil y Priego de Córdoba; bustos de Blas Infante, Miguel Hernández y escultura a la Vendimiadora en Aguilar de la Frontera; busto de Josefina Navarro, encargo particular, en Aguilar de la Frontera; monumento a Gonzalo Fernández de Córdoba, “el Gran Capitán”, para la ciudad de Sant Joan Despí.
Continúo trabajando en la medida de mis fuerzas y mi salud. Soy uno de esos afortunados que hicieron de su pasión su oficio. Pero sobre todo me siento afortunado por las personas que me quieren y me siguen apoyando en Buenos Aires, Montilla o Aguilar. Que en el día a día de ahora me brindan su amistad, en especial a Antonio Cecilia, Joaquín y Ángel Jesús.
Con el tiempo, siguieron mis pasos mi hermano Julián, su esposa Dora y sus hijos Edgardo y Leonardo. Mis hermanos Manolo y Luis fallecieron en Argentina.
Pero lo mejor estaba por llegar. Un día Manolo Berchez me presentó a una gran mujer: Antonia Ariza. Me enamoré como nunca me había sucedido y ella accedió a ser mi esposa. Antonia completó el círculo de mi vida y retorno.






CAPÍTULO XVI
Epílogo
Ya estoy de nuevo en mi tierra natal. He encontrado a la mujer de mi vida. Sigo haciendo escultura, que es lo que más me gusta. Se puede decir que soy una persona que ha experimentado con plenitud la vida. No obstante algo sigue atormentándome.
Juan Marsé lo expresa de una forma magistral: “A menudo me siento un superviviente, un fantasma. Creo que todos lo somos un poco, supervivientes de nuestra infancia y nuestra juventud. La infancia y la adolescencia es la época en que se conforma la personalidad y después cargamos ya para siempre con ese fardo de ilusiones cumplidas a medias, o torcidas o muertas”.
Un día caminando por Montilla, me detuve ante la fachada del Ayuntamiento. Mi mirada enseguida se fue hacia su reloj. Y volvió a mi mente, con todo lujo de detalles, el recuerdo de cuando niño ayudaba a mi tío Julián a darle cuerda. Hacíamos una ruta por el pueblo revisando y dándole cuerda a todos los relojes públicos. Oí de nuevo mis pasos, la oscuridad, mi sorpresa y respeto hacia los nidos de las lechuzas, subiendo las escaleras que giran alrededor de las torres de San Agustín y Santiago.
El saludo de un hombre que pasa junto a mí me devuelve a la realidad. Comenta algo sobre la lluvia que empieza a caer. Me dice: “Vd. no es de aquí”. Le digo que sí pero que llevaba mucho tiempo fuera del pueblo. Lo que le he respondido, pienso, no es cierto. De alguna manera cuando uno emigra de su tierra pierde el sentido del lugar. A partir de ese momento: ¿De dónde se siente que es uno? ¿En dónde quiere estar?. Cuestiones que íntimamente nos dividen y nos desorientan. No es una cuestión baladí, los que lo hemos experimentado lo sabemos muy bien.
El hombre continúa relatándome su vida, él también tuvo que emigrar, en este caso a Barcelona. Me dice que conoció a mi familia, que él era aquél niño que mi madre permitía que vendiese leña en el zaguán de mi casa de la calle Alemania. Me dice que se acuerda de mis hermanos y en especial de mi madre, de lo buena que fue con él. Que todavía recuerda el café de achicoria y el trozo de pan que le daba y de cómo aquello le sabía a gloria bendita. Todo eso me sume en un ensimismamiento profundo. Su presencia, sus palabras ya sólo son un eco. Me dice si quiero tomar un café, le respondo que otro día. Nos despedimos. Yo continúo caminando bajo la lluvia cada vez más intensa. Ahora veo una hermosa casa, la reubico en mi memoria y vuelve a ser la fonda de Rosita de mi niñez. Transmutado en personaje de Cortazar, me quedo alelado al comprobar que de ella salen los compases de un tango. Y sin darme cuenta, ahora vuelvo a estar en Argentina y vuelvo a ver a mi padre y a mi hermano Manolo silbándolo. Qué paradoja. Yo mismo lo soy: en Argentina gallego, en Montilla argentino.
Mi pueblo había cambiado sin duda a mejor. Pocos edificios de mi niñez permanecían, casi ningún comercio de entonces había sobrevivido al tiempo. Se resistía la taberna, hoy bar, de “Budia” del Paseo de la Rosa; frente a los albardoneros la farmacia de Paco; los madrileños frente al Casino; las pastelerías de Manolito Aguilar y la de los Monteros; la pinturería de los Porteros; la tienda de Villa; el estanco frente a los jesuitas; la imprenta…
Ahora que vivimos en la época de las grandes superficies comerciales, los jóvenes que no conocieron ese tiempo que viví, no imaginan de que manera los pequeños comercios de varias generaciones, pueden trazar el mapa de la misteriosa geografía de nuestra memoria.
Aquel día deambulé por las calles hasta que fue noche cerrada. Cuando llegué al piso que teníamos alquilado a la familia Perona, en la calle Doña María Córdoba, mi esposa Antonia que me esperaba estaba muy preocupada. Al verla toda esa tristeza se desvaneció. Entonces pensé que el auténtico hogar no es físico sino emocional. No está en los lugares, está en las personas que amamos, en las personas que nos aman. Y que es lo único que puede mitigar la soledad que todos llevamos dentro.
El Invierno de 2011 estuve ingresado dos semanas en el Hospital Alto Guadalquivir en Montilla. Todo el personal sanitario me trató con una calidad humana y profesional excepcional. En especial la doctora María Luisa Martínez Luque, que me confesó que hacía veinte años fue alumna mía en la Escuela Taller, y que se alegraba profundamente de volverme a ver. Pero soy yo el me siento muy agradecido a todos esos españoles que han construido algo así. La sanidad y la educación pública actual de este país son los mejores argumentos que hacen que valga la pena vivir aquí. Las pruebas incontestables de lo mucho que este país ha cambiado a mejor. Doy fe de ese cambio. He vivido la España de los dos extremos, y puedo cotejarlo con el devenir histórico reciente de otro país.



















ÍNDICE.
CAPÍTULO I. “No hay viento favorable para el barco que no sabe a dónde va”.
CAPÍTULO II. La partida. (Página 10).
CAPÍTULO III. Travesía a bordo del Cabo de Hornos. (Página 20).
CAPÍTULO IV. La llegada a Buenos Aires. (Página 27).
CAPÍTULO V. Berazategui. (Página 35).
CAPÍTULO VI. La tormenta. (Página 39).
CAPÍTULO VII. Mi primer trabajo en Argentina. (Página 41).
CAPÍTULO VIII. Día de crisol de experiencias. (Página 44).
CAPÍTULO IX. Obras escultóricas en Argentina. (Página 61).
CAPÍTULO X. En la Academia de Bellas Artes. (Página 64).
CAPÍTULO XI. La muerte de mi padre. (Página 67).
CAPÍTULO XII. La familia Márquez en Argentina crece. (Página 69).
CAPÍTULO XIII. Desaparecido durante cuatro días. (Página 72).
CAPÍTULO XIV. Mi vecino griego. (Página 77).
CAPÍTULO XV. Retorno. (Página 83).
CAPÍTULO XVI. Epílogo. (Página 86).





Texto agregado el 21-06-2012, y leído por 818 visitantes. (2 votos)


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