La caja
Poupi era un hombre bondadoso que cada noche antes de salir de su hogar dedicaba unos minutos a orar con fervor. No solía pedir nada para él, pero últimamente emitía una súplica para encontrar una compañera que le alegrara el destino. El ritual terminaba persignándose tres veces, después caminaba hacia la puerta de salida, se detenía en el umbral sólo para asegurarse de salir pisando con el pie derecho.
Esa noche llovía ligeramente en Paris, las luminarias emitían un vapor fantasmal y las calles bebían las primeras gotas que caían. A Poupi la lluvia le lavaba la mugre que se le impregnada a la piel como un manto de miseria, y representaba un escollo más para realizar su trabajo de pepenador de basura. Si había algo de valor, el agua se encargaría de dañarlo. Aún así, salió a probar suerte.
Deambulaba por la Rue de la Roquette, no había tenido éxito y resignado pensaba en regresar a casa cuando llamó su atención un hombre que iba tambaleándose de un lado a otro, se apoyaba con un bastón que sonaba al ser zarandeado por los vaivenes de su propietario. El hombre detuvo el paso en la esquina de un vetusto edificio para orinar. Poupi sintió el deseo de empujar al borracho que estaba a punto de orinar sobre una caja de madera con extrañas incrustaciones que parecía de valor. No hubo necesidad, el hombre rodó por el suelo con el miembro al descubierto. Poupi ayudó al hombre a incorporarse, después levantó la caja y la protegió de la lluvia bajo su raída gabardina. Como si se supiera poseedor de un gran tesoro, se aferró a la caja y corrió ágil de regreso a casa.
Dentro de su hogar colocó la caja sobre la mesa que era el único mueble de la vivienda, y la observó sin tocarla por más de diez largos minutos tratando de descubrir algún dispositivo que al accionarlo le mostrara su contenido. Por fin se atrevió a examinarla. Tras dos horas de persistente ensayo y error ocurrió lo inesperado. Detrás de un az luminoso surgió la imagen ingrávida de una bella mujer envuelta en miles de lumens. La visión lo proyectó hacia atrás y cayó de espaldas. Se mantuvo inmóvil sin atreverse a levantar. Mientras dudaba si se trataba de un ángel incorpóreo, un fantasma o una mujer real, sintió una sensación que significaba desconcierto, exaltación y, sobre todo, felicidad. La bella imagen impregnó la pared con su presencia, pero tan de improviso como apareció, se fue. Extasiado quedó vencido y durmió intranquilo ahí, tirado en el piso.
Durante la mañana repitió el procedimiento para activar la caja. Si hubiera sido más instruido, la podría haber llamado de Pandora o Maravillosa Caja como la lámpara de Aladino, pero sólo acertó llamarla Milagrosa. Se decepcionó al no ver aparecer un ángel, únicamente la luz matinal que entró por la ventana bañó su cuarto.
Por las noches fue distinto, se embelezaba con la visión, se empapaba con la luminosidad de la imagen, hasta que en una de ellas la suerte cambió, París fue azotada por una feroz tormenta y su hogar fue violentado por una ráfaga de viento celosa que derribó la mesa, desparramándose así la luz de la caja que se rompió en incontables pedazos. Poupi, abatido, lloró como los que ven partir al amor de su vida, por lo que regresó a las súplicas nocturnas.
En su altar agregó un fragmento del que fue su mayor tesoro; un trozo de madera de su caja milagrosa que contenía una placa en la que se podía leer Cinematographe Lumiere.
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