Y la carta llegó. Y era igual a otras tres que tenía. De alguna forma la esperaba, intuía su llegada. Lo sabía.
Pero no la leería, no dejaría que me vulnerara otra vez. La dejaría donde estaba. Sola.
Así pasó el viernes y sólo la vi por fuera.
Tirada en la mesa la ignoré; por miedo, porque sabía que decía. Tenía esa corazonada incrustada en el pecho.
Que cobardía escapar de lo que uno mismo provoca, pero como aguantar el golpe cuando uno se sabe débil, cuando uno esta convencido que sera demasiado dolor soportar lo inevitable.
Con ese ahogo en la garganta llegó el sábado y explotó la guerra entre la curiosidad y el temor, y me temblaron las manos al pretender abrirla, desnudar su oculta verdad.
Quise levantarla de la mesa y después de intentarlo varias veces no pude hacerlo, no pude leerla; o no quise, no lo sé.
Lo cierto es que el domingo llegó y ya no pude, no podía esperar más, no había tiempo, debía hacerlo. Se endurecía mi corazón presintiendo sus palabras, pero aún así, debía leerla. Rompí el sobre con fastidio, abrí lentamente la carta como no queriendo hacerlo y en la primera línea que leí, me detuve, advertí el tono y las lágrimas golpearon unos ojos advertidos y heló la sangre, y el universo entero rebotó en escombros y lloré, lloré otra vez como en ocasiones anteriores. Y el mundo se hizo pequeño y sangraron las paredes y volvió el vacío, el fracaso de ser uno, las ganas de huir de la insatisfacción de este juego. Retornó esa imperecedera maldición de no poder ser aquel que pasa por la vereda de enfrente.
Al otro día volvería. La sujetaría de un brazo, la miraría a los ojos, le diría la verdad, lo que pensaba de ella.
Sí..., la insultaría, le escupiría los pies, le haría sentir mi furia.
Pero no..., no valía la pena.
No cometería el mismo error que las veces anteriores.
No caería otra vez en mi propia trampa. Sin reacciones violentas esta vez respiraría tranquilo, me calmaría y con toda la tranquilidad que antes no tuve, buscaría otro trabajo.
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