“No queremos hacer una lista de recuerdos, sin embargo estamos aquí, como cualquier joven de nuestro tiempo: sentados en un banco de plaza.
El cielo se pone verde, las nubes se cierran, los habitantes aumentan la velocidad de sus zapatos para llegar a salvo a casa. El viento se lleva por delante el cabello de Azul y parece que Rojo se ahorca con su bufanda de osos, cuando las gotitas se estrellan en la gran pileta, que está frente a la iglesia que está detrás de ellos, la joven suspende, la imagen, se levanta, para secar sus lentes y correr a la “viña” o cualquier otro lugar que le resguarde; pese a lo rápido del movimiento, Rojo alcanza a detenerla por la muñeca, casi ordenándole que se sentara, antes que las gotas cubran el espacio seco del banco formado durante tanto tiempo y trabajo por sus cuerpos.
- ¿Dónde estamos? Pregunta Rojo, como si la entrada de un clima y la salida de las cabezas de su mochila, le dieran origen a un no se que, que es su voz cuando todo termina.
- Me voy a…
- Tal vez ya hemos llegado a Ipiales…
- “Tal vez a nuestra muerte el alma emigra…” y tú Rojo no eres Martín y tú Azul no eres Bruno.
Desplomando el cuerpo, con la figura ya cubierta por el agua escucha a Rojo, porque hablar de Ipiales, es hablar de un pedazo de ambos que se mantiene por sus recuerdos y el deseo de volver de quien nunca lo ha visitado.
Descripción de 1 cárcel:
Un frío recorre toda la epidermis roja de Rojo, sube por su espina y le produce un leve temblor en el mentón. Hace mucho que conoce esa sensación, hace ya bastante que no hace caso, es la sensación de volver atrás en su memoria, recordar viejas historias y lugares. Describir es para Rojo todo un reto, todo un placer, todas las mutilaciones del cuerpo, y la repartición de las partes. Los hechos situaciones y espacios no salen de sus espesos labios como realmente sucedieron o se olvidaron. Rojo es conciente de ello; los sucesos no son alterados con el fin de hacerlos más impresionantes, increíbles o verídicos. Las diferencias entre la anécdota real y la contada son agregadas con el fin de describir aquello innombrable e invisible, pero no por ello menos importante, que sintió en lo profundo de sí, es decir justamente aquello que otros testigos del hecho, no podrían corroborar.
Por ello, ahora, mientras se moja sosteniendo a Azul, por la muñeca, la cárcel de Ipiales que de niño nunca vio, se le antoja amarilla; durante aquellos años de infancia intento subir varias veces la colina, sobre la cual se encontraba la cárcel, pero nunca lo logró.
Evocar su ciudad natal no es para Rojo recordar calles y parques, ni siquiera es recordar tíos y primos que han quedado allá. Evocar a Ipiales, es recordar justamente aquella colina verde, repleta de renacuajos y manzanitas de Perú; misteriosa colina sobre la cual viento y neblina entonan un coro féerico plagado de visiones mágicas, lamentos espectrales, como el del Inca que escucho una mañana septembrina mientras se deslizaba en su tabla emparafinada.
Quince años lejos de su ciudad, un par de visitas cortas, le habían enseñado que a la cárcel (que entre otras cosas era blanca) se podía llegar con tan sólo cinco minutos de caminata y su añorada colina no era más que un inmenso lote baldío al que la hierva se había tragado. Pero eso a Rojo poco le importa en sus sueños la verde colina sigue ahí, repleta de misterios, coronada por una prisión amarilla, y él todavía sentía el apretón de la pesada mano del Inca que lamentaba el momento en que Gregorio Bastidas, madrileño de nacimiento había disparado a su amada, dejándola abandonada en aquel lugar para que muriera de frío.
Es eso y no la verdad (¿verdad, realidad? ¿Cuál verdad? ) Lo que ahora escucha atenta Azul mientras la lluvia desciende por sus mejillas.
-Yo quiero ir allá, dijo.
Y ella, ni siquiera tiene ciudad, tiene recortes de cartón que fabrico de niña para poder escapar del encierro prometido, cuando la anciana subía, las escaleras en zancadas mayúsculas, para llegar a tiempo a la venta que era el único trozo de pasado que podía conectarlas. Con el azul infinito de los labios de Azul, Rojo se obliga a escuchar, ella aprieta los dientes para soportar la lluvia que semeja lágrimas en su compañero y describe lo único que ha dejado para sí: esa plaza redonda con una glorieta, pequeña y despilfarrada, donde se conocieron tantos y otros soñaron morir, donde escucho el crujir meditabundo del leteo, cuando era tan joven como lo es ahora. Esa glorieta, sola, solitaria, pues de existir semejante bien, esta en ella, en las banquitas amarillas del frente que miran a ninguna parte, porque los ojos los han quemado la niebla, que odia a los mortales.
- Me enferma que otros, destiñas mis preceptos, que saliven con sus amores los míos, no obstante, los de Juan sobre esa ciudad son Hermosos.
La lluvia se hastía y comienza a descender, no hay ningún cuerpo a salvo en las bancas, el agua del lago se derrama hasta sus zapatos pesados y limpios, se derrama hasta la iglesia, hasta los bares y el café se fabrica con ella, café caliente, de sabor aparatoso y confiscado, que los atrae, sin remedio, a una mesa, a un cigarro, a una vela para identificarse, en una ciudad donde todo se conecta, donde los chicos camina a media noche buscando un lugar refrescante, de secretos amigos compartidos, una ciudad grande pero no tan grande, como otras que sólo se ven por los cristales de los aeropuertos, capitales en una sola y otras en las que el “tren” no es como lo imaginan, es blanco, verde sonriente. Pese a ello, los que se mojan también tienen su tren, negro, detenido, enjaulado, observador de buses nocturnos sonrientes, (los medios de trasporte moderno tienen la costumbre de hacerlo).
Osos sin nieve santa lejana a la mía:
Aprisiono, el aire es ahora más seco, poco a poco dejo la humedad y el olor a cañadulzal, su mano se apoya en mi hombro, todavía siente miedo, no la culpo es normal, tampoco imagine nunca hacer este viaje tan pronto.
Me pide que nos detengamos, quiere comer algo y conocer la cuidad, no quiero, pero de igual forma me detengo. Alego costos y perdida de tiempo intento disimular mi apatía con el hecho de hacer un pare en Popayán. Me mira y se las arregla para hacerme sonreír. Sabe que nunca me ha importada la economía de los bolsillos ni de los relojes, así que supone con certeza que debe haber otra razón, pero no me pregunta nada, al final accedo a detenerme y Azul, desaparece en busca de un helado.
Si que hay una razón… el pobre chico la rebusca en sus recuerdos, le tiende una trampa para que no se le escape y sobre ese árbol aceituna, sus ojos se tornan amarillos, las descargas constantes de recuerdos, dejan ese tipo de secuelas en el cuerpo, para que los santos puedan reconocerlos.
-Esta ciudad aun conserva el olor que deje la última vez que estuve.
- Como si las ciudades tuvieran olfato, no sea tan metafísico Rojo, dice una voz alta que sale en forma de humo de tabaco recostado en el árbol, -las ciudades, los pueblos, sólo piden una cosa, que se caminen, se ven en blanco y negro, y al final de la noche, no se vean, ya que se consumen en luces de neón.
- Pero estos ojos Juan, estos ojos recuerdan en blanco, ven en blanco, porque este lugar es blanco, la historia lo ha lavado todo, en Popayán no ha muerto nadie malo Juan, las placas no lo nombran, abre tus ojos…
-Cuidado dice Azul, si uno de los nuestro cierra los ojos corre el riesgo de no volverlos a levantar.
- Rojo, Popayán es amarillo yuca, almuerzo de 800 pesos, lo único blanco son los pocos arroces que no se quemaron y las páginas en los libros de historia, que le entrega a uno la profesora gorda en la primaria.
Las charlas se murieron en las escuelas, dijo Victoria, para calmar un poco el viento saliendo de la camioneta, Azul le entrega un helado, para tomar su puesto, al lado derecho, con la ventana completamente abierta, que evita cualquier contagio de enfermedades, comienza a cantar para diezmar el frió, mientras sus compañeros olfatean el rastro que han dejado sus pies o historias, para volver a esos pueblos en donde jamás han estado todos.
Como si fuera un día cualquiera, como si estuvieran desapareciendo, las gotas se hacen cada vez más punzantes y los cuerpos se arrinconan en el camión, buscan el calor de gatos que pueden ofrecer, Juan enciende un magarro que asfixia y calienta, Rojo teme que se prenda la camioneta y salgan volando en dirección al amanecer Ipialeño sin él, eso es lo que lo espanta que salgan sin él, como a Victoria le espanta, ser desterrada, de este mundo de formas que apenas esta identificando, como Juan le teme a ser olvidado, como a Azul…le teme a no ser nombrada…Las ventanas están opacas, por el aire que entra de la ventana de Azul, Rojo mira la ambigüedad de las montañas, no sabe si se hunden en los abismos o salen de ellos en busca de un cielo que cada vez esta mas cerca de sus pies.
XXX
Aunque las abuelas dicen que los hombres cuando jóvenes no se enamoran, esos chicos lo están de cada trocito de viaje, narran historias elocuentes de Bolívar arrojando pastusos por abismo, a lo que Juan responde con un patriotismo frenético. Remolino que trae la imaginación, de los que lo ignoran todo, por ese acceso divino a verlo todo.
Fue rápido, como llegaron, como se fueron, las cantatas y palabrerías de los días caminantes, desconociendo el origen de la camioneta, que Victoria trajo en su mochila el miércoles cuando decidió embarcarse a esta aventura. Han dejado un retazo de historia y recuerdos añejándose en las montañas inexplicables de Rojo, recopiladas por cada panorama visto en Juan, el clima muscusianao de las noches y las tardes, el calor caribe de las mañanas, el rompecabezas que es el campo, donde quieren dormir.
-Ya llegamos a Ipiales preguntan Azul y Victoria en coro
- A la vuelta de esa montaña, responden en coro Rojo y Juan.
-va a volver a llover, saca el sombraguas Rojo
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