I
Te encuentras solo. Miras a la izquierda y una pareja que, apasionadamente, muestra su afecto, te pone a reflexionar tu estado civil. Te preguntas el porqué de tu soledad, ¿será que no eres atractivo?, pero recuerdas las parejas que tuviste y tu autoestima se levanta un poco. A tu derecha un teléfono público, tan solitario igual que tu. Lo miras y lees los anuncios. Nada interesante. Tu entorno es oscuro. Contrastado por el alumbrado de luz naranja de los faros de la calle atenuados por la neblina, densa, tenebrosa, misteriosa. Al frente están varios negocios, todos cerrados.
Miras tu reloj y te preocupa la hora. ¡Se me hace tarde! gritas en tu interior, te preocupas, pero en vano; no puedes hacer nada y te sientes inútil. Te frotas los brazos con tus manos, comienzas a sentir el frio penetrante. Metes tu mano izquierda a la bolsa de tu pantalón y juegas con el dinero, lo revuelves, lo juntas en un montón, y le das vueltas de nuevo. Piensas en un cigarrillo, mas ningún lugar alrededor para conseguirlo. Te da miedo buscarlo, temes perder tu única oportunidad de abandonar ese lugar frio, oscuro, y solitario.
Bajas tu mirada. Miras tus zapatos y escuchas el chasquido y el intercambio de saliva de la pareja de tu izquierda. Tu voyerismo se enciende y te imaginas en el lugar del tipo, pero con una mujer diferente, la de tu sueños, la de los senos grandes, las de las nalgas bien paradas, piernas largas y bien definidas, es hermosa, pelo quizás negro o tal vez rubio.
Miras tu reloj y el tiempo parece haberse detenido. Solo han pasado algunos minutos, y tu desesperación aumenta, tu preocupación también. No sabes que te espera en la calle oscura, quisieras que fuese de día, que hubiera más gente, que no hiciera frio; quisieras fumar, o simplemente estar sentado en algún asiento del autobús que con ansia esperas.
¿Por qué cuando esperas con muchas ansias un autobús con ruta especifica, siempre tarda en llegar? Intentas buscar algún culpable. Piensas en el chofer, crees que altero su ruta y se desvió, te abandonó. Te frustras, entonces te estremeces. Miras tu reloj de nuevo. ¡Maldito tiempo¡ vuelves a gritar en tu cabeza. La pareja nota tu nerviosismo, notas que te miran, sientes ambas miradas, pero no quieres voltear. Detienes tu implacable zapateado, el único ruido en esa solitaria calle.
Tu martirio termina. Miras, a tu izquierda, una luz blanca, se mueve, se mueve hacia ti. Y sientes un alivio como cuando estás en una lista de espera —malas noticias— y no te llaman a ti. Te ríes. Te sientes feliz, sin embargo es efímera esa felicidad. Poco a poco, de tu cara se borra la sonrisa, miras como tu autobús se marcha, toma otro rumbo. Maldices, ahora tendrás que esperar más tiempo.
Tu entrecejo se alisa mientras miras otra luz blanca —piensas en la posibilidad de por fin largarte de ahí—, vuelves a juguetear con tus monedas, las cuentas con el tacto, no ves la cantidad, pero las reconoces. En este momento como un salvador, se detiene el autobús. Lo abordas, pagas, los asientos están vacios. Un sujeto calvo en la parte trasera del autobús te observa, caminas, no lo miras, el lo hace; lo sigue haciendo hasta que te sientas en algún asiento de los de en medio. Esperas no viajar solo tú y el otro sujeto. Cuando miras a la mujer, que muy acaloradamente besaba a su pareja en despedida, abordar, pagar y sentarse un asiento frente a ti, se estremeció, lo notaste, el calvo la observó.
Quieres mirar hacia atrás, la mujer lo hace, te sonríe y te mira con alivio. Pero su mirada cambia cuando mira al otro individuo en las penumbras del transporte; pero no te interesas por él, te imaginas que la mujer te convidara un poco de su amor, de su calentura, que amenizara tu larga travesía. Entonces regresa la mirada al frente y te olvida. Titubeas, quieres entablar conversación, pero tienes miedo, no quieres obtener una respuesta efusiva. Levantas tu mano y la estiras para intentar tocarle el hombro, pero se retrae. Miras el cristal a tu izquierda, miras las calles alumbradas y nubladas; miras tu reflejo y el de la mujer. El calvo ya no está hasta atrás, ahora está a unos asientos más cerca de ti.
¡Qué demonios tiene ese sujeto! Tu nerviosismo te preocupa, piensas que te asaltará, que sacara un cuchillo y lo hundirá en tu piel, no pondrás resistencia y poco a poco te desangraras hasta tu decaimiento, te quitará tus posesiones, un reloj y 50 pesos de tu cartera. Quieres levantarte y no puedes. Vuelves a mirar los reflejos y está detrás de ti…
II
La luz a través de la densa neblina, me aviso que se acercaba el transporte y enseguida me despedí de mi novio. Lo bese tiernamente, el chofer, creo, no le molesto esperarme. Solo había un sujeto, el que nos observaba. Me gustaba; me gustaba el muchacho y el hecho que me observara en acción. Mas mi pareja no pareció darse cuenta de ello. Cuando iba subiendo, saqué un poco de dinero de mi bolso, lo conté y le dije adiós por tercera vez a mi novio.
Mis zapatillas me cansan. Tengo sueño y hambre. Aquí tiene, le dije al chofer mientras sonreía. Él se veía perturbado, pero no me importó. Cuando avancé para seleccionar mi asiento, mire a ese joven, ese observador misterioso. Quería sentarme con él, pero mi novio me seguía con la mirada. Levante mi mano y me despedí. Me senté un asiento frente al joven. Si mi novio me dice algo, le digo que no me quería quedar tan sola en el camión, me decía a mí misma.
Volteé para sonreírle al muchacho, quería ver su reacción, quería saber si era yo lo suficiente atractiva como para que me hablase, quería sonrojarlo. Puse mi bolso a un lado y giré mi cabeza. Qué guapo es, pensé. Le sonreí, se veía consternado. ¡Y como no! Había un tipo en la parte de atrás del autobús, un sujeto calvo, de espalda ancha, probablemente un maleante. Me preocupé —espero ese atractivo mirón no se haya dado cuenta de mi desasosiego. Entonces, entendí la angustia de chofer. El “maleante” de las penumbras es enorme. Ni entre los tres podríamos defendernos de él.
Cuando habíamos avanzado, miré a mi izquierda y el sujeto en las sombras se había movido unos asientos más al frente; estaba más cerca del mancebo voyeur. Quería bajar del autobús, quería que alguien más se subiese para sentirme más protegida, quería que mi novio estuviese aquí conmigo; pero nadie se subía, a nadie le importaba yo.
Mi angustia incrementaba a la velocidad del transporte. El miedo hacia que un frio horrible recorriera mi espalda y después imágenes en mi mente. ¿Por qué el inútil detrás de mi no me habla? Al menos así nos sentiríamos más seguros, pensaba y trataba de reconfortarme. ¿Por qué no le hablo al muchacho?, ¿no sería eso más apto? Se nota que ha conocido pocas mujeres en su vida, ¿o acaso estoy fea? ¡Claro que no! ¿Y si me acerco al chofer y entablo conversación con él? ¡Hay no, está feo! Pero me sentiría aliviada.
Mis piernas temblaban, pero no hacia frio. Mis manos sudaban, y el autobús parecía nunca llegar a mi destino. El miedo y la frustración hacían que en mi garganta se sintiera como si tuviera un montón de comida atorada; ¡tenía un maldito nudo en la garganta!, quería llorar, quería darle a conocer a la gente mi sufrimiento, quería que se dieran cuenta del mal que probablemente nos acontecería. ¿Cómo un solo sujeto podría inducir tanto temor? Quería bajarme, quería desaparecer, quería que algún policía se subiera al transporte, quería sentir más seguridad.
Miraba hacia abajo, pensaba en el tiempo que transcurre lento y avasallador. Me volvía loca. Quería abandonar el transporte, pero mi necesidad y mi miedo me mantenían adherida a mi asiento. Mis piernas ya no funcionaban, no me respondían, podría incrustarles un cuchillo de carnicero y no sentiría nada. Miré a mi izquierda. El sujeto, el maleante, el desconocido, el maldito desconocido estaba detrás del joven.
Escuché un leve pujido, como cuando alguien se pega en el estomago. De pronto me tocaron el hombro, lo presionaron con fuerza, y después me soltó. Mire hacia atrás. El joven, el calvo, el cuchillo. El cuchillo estaba clavado en el abdomen del joven. El líquido rojo, espeso, recorría su ropa hasta llegar a sus piernas para después caer como cascada desde el asiento al suelo. El maldito me miraba, lo hacía con alegría, como si el supiera el miedo que sentía, no robaba, solo mataba. Temía. Temía que el destino fuese el mismo para mí, o quizás peor. No podía gritar, el chofer no se detenía, no me podía mover. El miedo me paralizó.
III
Qué difícil es la vida cuando te tienen circulando sin parar, comienzas temprano, sin ganas, medio dormido, quisieras quedarte en tu cama hasta el día siguiente, o al menos 5 minutos más. La vida es monótona, para alguien como yo. Ir de A hasta llegar a B, después a C, y regresar al punto A. no hay nada interesante, uno que otro “buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches”. Miradas de disgusto, miradas de: ¡¿es verdad, en este chiquero viajare?! Miradas de ya no aguanto, quiero llegar a casa. Al principio es gustoso, hasta apasionante, hasta que te aburres de lo mismo. A mí me pasa eso. Ir de A, B, y C y después regresar. Nunca pasaba nada interesante, a no ser por las parejas que se besuquean apasionadamente, se tocan muy íntimamente y no les importa si es de día o la luna ya se puso, si hay gente admirándolos, criticándolos, y a veces asqueándose de tan repugnante y excitante manera de expresarse amor de viajero.
En una vida así, el ver parejas expresarse de ese modo —y tantas, a veces— se vuelve hasta cotidiano. Ya ni sorprende ver hasta dos novios besarse, o dos novias tocarse los senos frente a los niños de la primaria que reciben una extraña pero educativa erección. Pero no solo el sexo es lo que se ve comúnmente, también se percata uno de los que disfrutan mirar esa parejas. Los que su libido se enciende con la calentura de otros. Se observan a las viejitas criticonas que maldicen y se persignan frente a tal calurosa expresión de amor. Se observan a los niños que les gana, y a los no tan pequeños que también. He visto parejas enamorarse y a otras terminar. Pero lo relevante no esto, sino lo que me paso un día en un día lluvioso, nublado y muy oscuro.
No llevaba gente, iba vacio. Mis ganas de continuar eran nulas y me decidía a detener mi rumbo, a no ser por fuerzas más allá de mí que me hacían continuar. Llevaba varias vueltas por la misma ruta y sin ningún pasajero, solo gastaba combustible. Me detuve en cuanto un sujeto calvo, con chamarra de piel negra y cara de pocos amigos levantó la mano.
Al subirse una navaja asomaba su mano derecha, y la otra extendida, pedía dinero. Poco era la ganancia de ese día; pero recibió lo que quería. No fue tonto, esperaba más dinero. Camino a las penumbras del autobús y gritó desde atrás: “Si te detienes, te enfierro, y si se sube alguien más no digas nada”. Al seguir mi camino, con miedo a la muerte, otros dos desafortunados se subieron. Cuando continué mi camino, el maleante, como espectro avanzaba asiento tras asiento hasta llegar con el joven. Le pidió dinero al pobre sujeto, tenía poco, no luchó, ni grito, solo sufrió. Una navaja de unos 8 cm de largo se hundió en su abdomen y se desangró. Un ahogado gemido salió de su garganta y se desmayó después de apretar con fuerza el hombro de la mujer frente a él. La siguiente era ella. Con mirada maliciosa, el desgraciado la miraba, se tocaba su miembro y sonreía, sentía el miedo de la joven y ella sin poder hacer nada. La navaja se posó en su cuello, no la cortó; sus horribles y sucias manos manchadas de sangre tocaban los senos de la joven. Ella, impotente y sin nada con que defenderse, miraba al frente con tristeza, esperando a ser despojada, violada.
Al ver esto, comencé a acelerar, mi maquinaría tal vez se desgastaría por el esfuerzo, tal vez recibiría una multa, pero quizás esta estúpida idea podría funcionar. Me detuve de golpe y el inerte cuerpo del joven salió volando hasta llegar a los pies del chofer, la joven se golpeó la frente con el asiento de enfrente y rebotó quebrándole la nariz al malhechor. Éste soltó la navaja y la mujer rápidamente la levantó y en un frenesí de miedo y venganza hundió la navaja en el cuerpo del desgraciado varias veces. Él no gritaba, solo abría la boca en admiración, la miraba a ella; miraba su furia ciega. Las lágrimas de la dama caían sobre la sangre esparcida en el pecho y abdomen del tipo. Ella gritaba; ella lloraba. El sujeto, muerto en el suelo, recibía cuchilladas. La mujer, sorprendida, miraba sus manos empapadas en carmesí, miraba la navaja que con gran maestría clavaba en el desafortunado.
La mujer con lágrimas en los ojos salió rápido y le perdí de vista en cuanto dobló en una calle. El chofer miraba el cadáver del maleante y al joven inconsciente. Yo sentía como, poco a poco, se enfriaba la sangre en el suelo. No nos movíamos. El conductor solo se rascaba la cabeza y miraba al pobre calvo, miraba sus agujeros; busco en sus bolsillos el dinero que hurtó, dinero ensangrentado, y lo guardó.
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