Nada mejor que una copa de vino para alentar la inspiración. Y si bien, no es esta la que concurre en plenitud, es la añoranza la que golpea suavemente con sus nudillos esas puertecillas misteriosas del alma. Y se me alumbra la nostalgia con solecillos pretéritos, ayeres que algún día me hicieron pensar que morirse en ese preciso momento habría sido pletórico. Me explico: siempre he pensado que morir de pena es la pésima manera de transmigrar de esta tierra. Pero, que un berenjenal de alegrías, un campo lúdico de sonrisas y caricias, podría ser la mejor antesala para partir con el alma dichosa al más allá.
El más allá, la dimensión desconocida que nos aguarda a todos, acaso el amasijo pútrido en que nos transformaremos, enojosa situación hasta para los ateos más recalcitrantes y para los elegantes agnósticos que no se atreven a cerrar del todo la puerta del descreimiento. O bien, la ascensión a un estado superior, etéreo, ingrávido y angelical. Mi hijo, me comentó en sus años de impúber, que si el cielo era una región tan transparente, plácida e higienizada por la santificación de sus habitantes, él se sentiría frustrado de residir en un lugar tan aburrido, sin fútbol, consolas de juegos ni rock a destajo. Y al escucharlo, coincidí con él y pensé si el infierno, tan mitológico como improbable para nuestro entendimiento (¿Quién puede asarse durante milenios sin que esta combustión aminore alguna vez?), podría ser una aventura más excitante. Convengamos que lo pecaminoso ha variado desde la redacción de la Biblia hasta nuestros días y que hasta el diablo, de existir, se espantaría ante tantas atrocidades cometidas por el hombre. Mal querría tener en sus filas a seres que lo desbancarían en un jesús.
Pero, reculemos en este desbande de ideas y regresemos al inicio. La copa de vino ya se acaba y el trasvasije producido ha traído como consecuencia que una agradable sensación de modorra embargue mi cuerpo y que toda intelectualización de este estado fenezca a causa de los vapores etílicos. Me alegro de ello, otros necesitarían de un segundo vaso y hasta de un tercero. Por mi parte, me basta con contemplar ese vaso vacío y tras el onírico vuelo, desciendo a la realidad, tan árida, tan brusca y constante, que prefiero adormilarme y no pensar más, que mis divagaciones son tan rebeldes y desprejuiciadas, que prefiero callármelas…hasta la próxima copa de vino…
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