Pegó un brinco desde el parque y en tres o cuatro zancadas, cruzó la calle. Llegó a la esquina, separó las cortinas y se metió al billar. Allí se topó con sus tres amigos leales. Les sonrió. Venia acalorado y sudoroso. Pero sobre todo, venia encabronado. Los amigos escudriñaron sus ojos intentando descubrir en su mirada, alguna noticia. Se acercó al mostrador y pidió una cerveza. El ambiente en el billar era denso. El olor penetrante del tabaco y los sudores de parroquianos ausentes.
Aquel billar no era tan sólo el lugar de juego. Era también el centro de lecturas por el que desfilaban el libro vaquero y las historias de las praderas americanas de don Marcial Lafuente. Era también el refugio para tomarse la cerveza, ajenos a las miradas siempre angustiosas de las madres salteñas. Pero sobre todo, aquel billar era la guarida de los amigos. El sitio que ponía orden al ajetreo de sus adolescentes vidas. A las mañanas calurosas del Tulijá. Y a las frías aguas de poza azul. A los partidos de beisbol y a las cascaritas de fut. Invariablemente aquel billar era siempre el refugio. Jamás pensar en una cantina, considerando que por allí bullían los amigos de sus padres. O incluso que andarían por allí sus hermanos. Amen de la edad que les bloqueaba el paso.
El billar era diferente. A escondidas, y sobre todo si en tu rostro despuntaba un bigote, podías tomar confiadamente una cerveza. Bajo la mirada vigilante pero aprobatoria de don Isaías Kim. El agradable chino, entre los cuates.
Apenas sonrió una vez haber tomado dos o tres tragos a la fría cerveza. Rechazó el taco que le ofrecía uno de los amigos y el turno al tiro de pool. Haciendo una señal con la mano para que ellos continuasen.
Volteó hacia el mostrador. Don Isaías pendiente de el. De sus movimientos. De sus gestos. De sus poses. Aquella tarde, el enojo y la frustración danzando en sus ojos.
En el billar, la única mesa ocupada por sus amigos. El resto del salón vacio. Al fondo don Isaías y su mirada tranquila. Quizás también, alguna sonrisa breve en su rostro. El calor y los vapores ascendiendo. El zumbido de ventiladores.
La función del cine Robles terminaría pronto. El billar sin duda también, empezaría a llenarse. Los amigos voltearon a verle. Don Isaías hizo lo mismo. Ellos dejaron el juego, colocaron los tacos sobre la mesa. Dejaron de reír. Don Isaías salió del mostrador y resuelto camino también hacia el.
Lo vieron derrumbarse no desde la silla, sino desde su espíritu.
Entonces comenzó a sollozar hasta que sus lágrimas brotaron a raudales.
Eran jóvenes de quince o dieciséis años. Eran también aprendices de don Juanes.
…Allí me refugié aquella tarde, entre mis amigos. En el billar de nuestros sueños. Con don Isaías Kim. El billar del chino. Durante días y días le había dado vueltas en mi cabeza, y sobre todo había considerado los elogios de mis amigos a la proeza.
-Si cabrón llégale-.
-! Coño! si de lejos se ve que quiere contigo-
-No seas puto-.
Y no fui puto. Y le llegué aquella tarde en el cine Robles. Entre madrazo y madrazo del Santo y Blue demón. Y entre las agonías de las momias de Guanajuato y las caderas de Lorena Velázquez
Y le dije cada palabra ensayada, con cada gesto considerado.
Y veía su rostro tan hermoso y su sonrisa fresca de niña. Y el mordisqueo nervioso de sus labios. Y sus blancas manos revoloteando en el espacio. Y sobre todas esas delicias la inocencia de su alma. Sin embargo lo que me mató fue la sinceridad de sus palabras:
-Haber mi niño, para que andar con rodeos, no me gustas y además ya tengo novio-. ¡Cacatelas!
Sollozaba y balbuceaba después, en el billar.
Y para eso también estaban los amigos. Para burlarse de ti, y para consolarte. Para decirte:
-Puto si no lo haces-.
Y también:
-te lo dijimos y no hiciste caso-
-todo mundo sabía lo del novio-
¡Sarta de cabrones!
Y para eso estaba el billar en donde podías esconderte de la mirada de tu madre. En donde tus amigas jamás ponían un pie. En donde la voz de aquella ingrata encontraba una barrera. Y en donde la mirada tranquila de don Isaías te reconfortaba y te hacia ponerte de pie y volver a dar buena cara.
En esas circunstancias tomó mi brazo. Me ayudó a secar las lágrimas de mi rostro. El hombre sonreía con aquella oriental tranquilidad. Mis amigos se carcajeaban y se pedorreaban de mi derrota. Y a mi, no me quedó otra cosa que comenzar a caminar mi vida.
Ahora en esta remembranza, vuelven ha asomarse los ojos y la sonrisa de aquella jovencita, su mirada que a la distancia ya no me parece tan tierna. Y vuelven a sonar en mis oídos aquellas palabras. Y el recuerdo de mis amigos entrañables, y las horas eternas en el billar, y la mirada y la sonrisa tranquila de don Isaías. Y como mantra los sollozos y balbuceos saliendo de mis ojos y mi garganta:
Me rechazó, don Isaías. Me cortó. Me dio aires.
En unas cuantas palabras
-me mandó a chingar a mi madre-
Oscar Martínez Molina (junio del 2012. Cd. De México)
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