Ahí está, a la misma hora de siempre, sentado en su esquina preferida. Parece tener preferencia por el pullover rojo, casi granate. Los anteojos le dan un aspecto de joven intelectual. Lo veo todas las mañanas desde el auto, pensativo, con la mirada fija en el suelo ignorando a todo lo que se le acerque o pase cerca de él. Cuando regreso del trabajo he notado que su actitud cambia. No sé si es por la resolana de estos días de otoño pero su rostro es diferente. Lo embarga la risa, risa que la interpreto plena, con un rostro de felicidad indescriptible, no es estridente, diría que hasta silenciosa. Es duradera, mucho más que sus momentos de ensimismamiento, como que si en ese corto plazo de abstracción hubiese conseguido quien sabe que objetivos para introducirlo en el bienestar elocuente, en la más profunda de las alegrías, en el clímax sublime de los momentos placenteros. No es una carcajada grotesca ni sonora, es prudente y reservada sólo para él, el mundo a su alrededor parece no existir; será por eso que no nota que de la ambulancia bajan dos fornidos hombres de blanco que lo toman de los brazos y lo ingresan al vehículo mientras el sigue riendo, sin saber de las drogas que le aplicaran para dormirlo hasta que su alegría se apague. Tampoco podrá adivinar que hay vecinos que se quejan, a los que no les gusta que la gente ría, que no soportan que alguien sea feliz. |