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El fin de las flores comenzó, como muchas cosas, en el día dedicado a la Luna ; tú y yo yacíamos desnudos en tu departamento del sexto piso. Yo recorría con una rosa tu cuerpo y me disponía a probar el néctar de tus labios cando tu aparato radiofónico habló triunfante la noticia: los gobiernos del mundo se habían unido por primera vez en una decisión y en un abrir y cerrar de ojos las flores se volvieron prohibidas, ilegales, un tabú.
Tú me regalaste una sonrisa, llena de tristeza y resignación, una sonrisa que yo no pude devolver.

A los pocos minutos recibimos una llamada que nos exhortaba a huir, a escondernos, pero ambos sabíamos que eso no iba a pasar, no tenía ningún sentido correr.

No les tomó mucho tiempo: en menos de dos Lunas una gigantesca fuerza humana exterminó las flores del planeta, y mis amigos, esos locos, adoradores de la Luna perdieron la vida defendiendo un rosal, se sacrificaron sin conseguir más que dar a las rosas su última cena, consistente en sangre y lágrimas.

Acabada esta primera fase el siguiente paso era sólo lógico: todos los esfuerzos se volcaron a borrar todo registro de las flores; ardieron miles de libros, pinturas, fotografías, todo material que hiciera siquiera mención de las flores.
Las piras ardieron por días, con cientos de hombres alimentándolas, luchando contra las constantes lluvias que podrían haber hecho creer que los cielos lloraban tal atrocidad.

Cuatro meses desde el día en que todo inició, cuando las bibliotecas y los museos se declaraban libres del nuevo mal, tú y yo veíamos la lluvia a través de la ventana de tu apartamento, y ambos lo sabíamos: el final se acercaba. Pasamos los siguientes días amándonos, soñando el uno con el otro, sintiéndonos bendecidos por la música. Nos sonreíamos, eran sonrisas genuinas pero llenas de tristeza. Así pasamos una última semana, unidos en la más profunda humanidad, hasta que un día mientras comíamos chocolate y escuchábamos a algún compositor de nombre ya olvidado, llamaron a la puerta. Tú me dirigiste una última sonrisa, me confesaste tu amor con la mirada, y una lágrima rodó por tu mejilla mientras la puerta se abría de un golpe y tres sombras uniformadas te tomaron. Yo no me moví y tu no luchaste: tu nombre te había condenado pues llevabas aquel de la flor más bella.

Hoy disfruto la última cucharada de miel mientras te escribo esta carta, ya no estás, pero te escribo, mientras veo la Luna nueva, vestida de luto, y el gato sale por la ventana para ya no volver más. Yo como el gato encontraré la manera de irme y no volver, de dormir y ya no despertar. Dejo esta carta en memoria tuya, de la caída de la humanidad y del fin de las flores.

Texto agregado el 13-06-2012, y leído por 110 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-06-2012 Para reflexionar, de verás que no puedo imaginarme un mundo sin flores. Buen texto.**** senoraosa
13-06-2012 Que lindo... =) me agrada cruzaenrojo
 
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