Aquella noche, cuando pensé en suicidarme y por fin pude dormir. Esto fue lo que ocurrió:
Todo parece extraño. Me miró al espejo con la intención de recordar quién soy y quién no.
Sé que estoy dormido. Sé que es un sueño, pero no intento despertar. Algo dentro de mí me asegura que a través de esto podré encontrar algunas respuestas.
Salgo de la habitación y abro una puerta. El sol brilla. El ocaso está a punto de caer sobre mis hombros, mientras una suave brisa refresca mi cara y mi aliento.
Volteo y veo las calles empedradas del Centro de la ciudad. En frente hay un edificio grande de cristal. No hay carros. Hay personas que caminan de un lado a otro, sin percatarse de lo que ocurre a su alrededor.
A mi izquierda está ella. Está sentada en una gran jardinera. Sus cabellos caen ligeramente sobre sus hombros. Viste una blusa azul, chamarra de piel vino, pantalón de mezclilla y botas estilo minero. La veo y suspiro. Hace mucho que no sé de ella. Mi corazón palpita y las manos comienzan a sudarme.
No puedo dejar de verle. Lee un libro. Tal parece que es algo de Saramago. Dirijo mi vista hacia ella y veo la portada. Como si mis ojos tuvieran un telescopio, mi visión se acerca al título: Ensayo sobre la Ceguera. Sonrío levemente. Es nuestro libro. Nuestra historia. Suspiro. Se ve más encantadora que de costumbre.
No puedo creer que esté tan cerca y tan lejos. El tiempo parece detenerse. Dejo de percibir lo que hay en mi entorno. Sólo siento sombras. Ella voltea. Sonríe. Quita con su mano izquierda los anteojos que lleva puestos. Se levanta de la jardinera que está justo afuera de un establecimiento de Sanborn’s. Voltea y grita mi nombre, mientras hace señas con su mano derecha.
Corro a su lado. El corazón palpita más rápido que de costumbre. Ahora no sólo me sudan las manos. Siento como mi cuerpo transpira. Siento una especie de angustia, desesperación y deseo. Estoy a unos cuantos pasos de ella y el andar se me hace largo. Una intensa luz blanca muestra el camino que debo seguir.
Lo primero que hago es abrazarla. Me da gusto volver a verle. No la escucho. Sólo veo que sus ojos brillan y sus labios se mueven. Me acerco a besarla. En verdad lo deseo. Extraño el calor de sus labios y la frescura que despiden. Sonríe y me hace señas que eso no puede ser. Volvemos a sentarnos. Platicamos, reímos, lloramos. Intercambiamos canciones de Reily, Jesse y Joy, Marley, U2, Caifanes y Soda, al celular.
Se acerca y me besa la mejilla. Siento sus labios y las mariposas estallan en mi estómago. Me arriesgo a unir sus labios a los míos. Creo que esta vez sí seré correspondido. Justo cuando nuestros labios están a punto de unirse. Alguien me jala por el hombro. Es ella. Una niña morena, de ojos brillantes y cabello lacio. No mayor a 12 años y no más alta a un metro con 20 centímetros.
Nos abraza. Le da un beso en la mejilla a la chica de mi sueño y a mí me abraza nuevamente. Siento que el tiempo ha pasado. Sé que con esto se sella el tiempo perdido. A pesar de que no me escucho, sé que le pido su nombre. “Akira, me llamo Akira”. Sé que es cierto, porque en su rostro refleja a la niña que siempre sonríe.
Nos toma por las manos y nos apresura. Akira nos cruza la calle y entramos a un colegio. Nos lleva por pasillos y escaleras. Bajamos corriendo. Ellas parecen flotar. Llegamos a una explanada. Hay mucha gente, puestos de comida y baratijas. Parece una kermese. Akira se detiene por un momento y nos regala un cono con nieve de chocolate. Parece que es el preferido de los tres. Todos sonreímos y comenzamos a comerlo, antes de que se derrita.
De pronto, el rostro de Akira se ilumina y le dice a la chica: “Estate tranquila, acabas de cumplir tu misión”. Se voltea hacia mí y me pregunta: “Dime, sinceramente. Sin prejuicios: ¿Qué es lo que más quieres?”.
Antes de que pueda contestarle. Akira vuelve a tomarnos de las manos y nos jala hacia un gran jardín. En él hay un puente y un camino. Debajo del puente corre un río. Sé que es un rio por el su sonido. Abraza a la chica del libro. Le dice algo al oído. La besa en la frente. Ella voltea y me lanza un beso con su mano izquierda. Por fin puedo escucharla y me pide que cuando llegue a casa escuche Lovesong. Nuestra melodía. Y se va por el camino.
No sé por qué, pero me entristezco. Sé que no volveré a verle jamás. Akira lo sabe. Me aprieta fuertemente la mano derecha y me ve a los ojos, como diciendo que no me preocupe de nada, que ella estará bien. Que quizá pueda verle en la otra vida.
Cruzamos el puente. El río corre libremente y el viento es más fuerte y armonioso. Los colores se desvanecen y el panorama se convierte en sepia. Bajamos lentamente. Akira me pide, sin hablar, que confíe en ella. No tengo porque no hacerlo. Tal parece que la conozco desde hace mucho, aunque no recuerde donde nos conocimos.
Caminamos en medio de un pequeño bosque. En él, además de árboles de distintos tamaños y formas, hay una piedra de sacrificio maya con la figura de un conejo y varias lunas.
Entramos a una construcción de madera con láminas de asbesto. Hay humo saliendo de una habitación, tal parece que cocinan con leña. Pasamos a la cabaña sin hacer ruido. La bruma del lugar parece estar compuesta por llanto, rencor, odio, lástima y esperanza.
Al interior, hay una mesa intensa. Hay gente escribiendo. Algunos parecen sufrir. Otros parecen indiferentes. Otros tienen cara de angustia. Algunos más parecen no creer lo que hay frente a sus ojos. Alrededor de la mesa, hay gente jugando. Parece que se burlan de ellos. Me molesto y les grito blasfemias. Sé que fue así por la expresión que muestran en sus rostros.
Akira me jala y me pide que me calme. Es la única voz que escucho. “Relájate, aquí no tienes necesidad de enfadarte. Cada uno viene por su voluntad y sabe de lo que es capaz. Estás muy nervioso. Será mejor que continuemos”, me toma de nuevo de la mano y seguimos caminando.
Pasamos por una cocina. En ella hay mujeres haciendo tortillas a mano. Té. Café. Arroz. Pelan un par de conejos y despluman algunos guajolotes, seguramente es para la cena.
Salimos del lugar sin ser molestados.
Caminamos por un sendero. Mis pies suenan pesados. Los Converse parecen romper cada una de las hojas secas que sirven de alfombra al lugar. El camino está custodiado por viejos sauces. Parece que en ese sitio, algún día, hubo un gran río, ya que hay varias naves vikingas esperando a que se llene de nuevo el cauce.
Volteo sobre mi hombro derecho y tras nosotros está el Popo y La Mujer Dormida custodiando nuestro andar.
De pronto pasamos junto a un par de Guerreros Águila. Nos saludan y tocan sus instrumentos. Akira los llama por sus nombres en Náhuatl. Más adelante, se acerca una chica no mayor a 20 años. Viste un traje de tul, su cabello rebosa sobre sus hombros y sus ojos no dejan de brillar. Ahora que lo recuerdo, no es la primera vez que sueño con ella. Esto me tranquiliza. Se acerca a Akira y le toma por los hombros, mientras besa cada una de sus mejillas.
Me estira la mano y me saluda con una sonrisa. Ahora puedo escucharle: “No temas, iremos a ver al gran maestro”. No caminamos mucho y entramos a una cueva. El calor es agradable. Akira se acerca a mi oído y me indica: “Recuerda que Él está en todas partes”. Ambas me llevan al centro del santuario y dan un paso hacia atrás.
De pronto, un cuadro baja y una voz celestial inunda mi mente. “Híncate. Puedes llamarme como quieras. Yavé, Jeová, Universo, Madre Naturaleza o Quetzalcoatl. No importa. Lo que importa es que sepas que estoy a tu lado”.
Sin pensarlo, me hinco y aprecio el cuadro. Sus orillas están hechas con plata y oro. El fondo es negro como de terciopelo. Lo sé porque lo toco y es igual al cojín que solía darme mi abuela, cuando era niño, para que pudiera dormir y tranquilizarme, mientras lo acariciaba.
Un niño alado. Creo que un querubín baja y se postra en medio del cuadro. En su mano izquierda lleva una pulsera con varias figuras. No puedo dejar de verlas. Está hecha con espadas, círculos, palomas y corazones. Sé que mis ojos brillan. Lo puedo notar. Estoy atónito. No puedo creer lo que estoy viendo.
Akira me toma el hombro y me dice: “Tómala. Es tuya. Pide lo que más deseas”. En silencio. La tomo. Es ligera y cálida. La envuelvo entre las dos manos, como formando una pequeña cueva. Siento como si algo creciera en su interior y palpitara. Abro mis manos y uno de los corazones comienza a crecer. Se extiende y flota. No sé cómo, pero se voltea en el aire y me deja ver lo que lleva inscrito: “Ahora sabes cuánto te quiero y cuánto te necesito. Te amo. Yavé”.
Bajo el rostro y las lágrimas caen como un torrente. Comienzo a gritar. Lloro más fuerte. No entiendo mis palabras. Volteo y cientos de personas vestidas de blanco elevan plegarias. A lo lejos se escuchan ruidos y alaridos. Intento correr hacia ellos y Akira me detiene: “Deja que tus resentimientos huyan. No te pertenecen”.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me siento ligero. Akira se acerca y me saca del lugar. Ahí afuera, está de nuevo la chica del libro. La abrazo y cruzamos algunas palabras. Ella se va sonriente y resplandeciente, tal y como suele ser. Del otro lado están mis padres. Los abrazo y beso. Más adelante están dos niñas. Las acaricio y las llevo cargando a su recámara. Les cuento un cuento, como en aquellos días. Les beso la frente y las cubro con el edredón. Ahí está una mujer. La misma que nos recibió a Akira y a mí. Le agradezco y desaparece.
Akira me lleva de nuevo al puente. El color sepia desaparece. Me muestra como todo se torna de nuevo en colores. Creo que es el paraíso. Y si no, así debe ser. Cruzo el puente. Ahora el río se contagia con la melodía de las aves y el canto de los árboles. Llego a una puerta. La abro. Estoy parado frente al espejo y sólo le digo al reflejo: Gracias por estar siempre a mí lado. Volteo y me veo recostado. Me cubro con las mantas. Me abrazo como si quisiera protegerme y me fundo en el mismo ser, hasta que el despertador, escupe la canción Love Song y me asegura que ya amaneció.
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