Derqui y los fantasmas.
El sol estaba bajando. Al mediodía estaba blanco, ese blanco
que ciega, luego derivó al amarillo y dentro de un rato, se
pondrá rojo.
Cuando el horizonte se tiñó de arrebol, empecé a caminar
hacia el pueblito abandonado.
Hoy tendría que saber la verdad. Desde que me vine a vivir a Pilar,
a la ciudad de Derqui, había escuchado mil historias sobre este pequeño pueblo abandonado. Decían que era el casco de una antigua estancia y que un “Manosanta” llamado Aníbal Gordon había creado, empezando con una pequeña pensión donde brindaban alojamiento y comida a los creyentes de las bondades curativas del curandero. En ese tiempo venían muchas personas de todas partes del pais para que Aníbal Gordon curara sus males, reales o imaginarios
Poco a poco fueron llegando vecinos a poner, cada uno su pequeño negocio, unos vendiendo comida casera, otro imágenes de santos , velas etc.
El pueblito está en medio de un extenso bosque, donde dicen que vienen a vacacionar casi todos los grandes escritores fallecidos e incluso algunos viejos de Pilar, aseguran que también se hacen presente los personajes creados por estos autores.
La gente común los puede ver y comunicarse con ellos solamente si verdaderamente los aprecia y tienen el corazón noble.
Tenía puesto un viejo gabán con los bolsillos llenos de libros
de diferentes autores.
Si le leyenda era verdad, regresaría a mi casa con muchos
de ellos autografiados.
Tomé por el viejo camino vecinal que pasa por detrás del cementerio, ahora casi intransitable, donde las piedras y las ramas caídas de los árboles eran un tormento para mis pies. Tendría que haberme puesto las botas.
Salí del camino, hacia la izquierda, donde recordaba que
había un sendero, que acortaba el camino, pasando por
medio del bosque, casi impenetrable por su densidad.
Centenarios árboles constituían este grandioso bosque, al
que ningún habitante de Derqui osaba acercarse.
La caída de la noche, me sorprendió bajo los árboles. Nubes
de mosquitos comenzaron a molestarme.
A través de las nubes, la luna proyectaba un hilillo de luz. Ya
era de noche, cuando descubrí allá lejos, en el pueblo
deshabitado, unas extrañas luces.
Caminé lentamente y con precaución hacia las luces que
parpadeaban, como diciéndome que me alejara. Que no me
acercara mas a ese lugar prohibido para los mortales.
Deseché mi temor y continué avanzando, esforzando la vista
para tratar de ver algo.
Al acercarme a unos cien metros pude ver que lo que antes
fue la calle principal, ahora solo era un montón de casas
derruidas.
Sentí una congoja terrible, como si una mano espectral,
apretara con fuerza mi corazón
Me arme de valor y entré en la calle apenas iluminadas por
unas lámparas desnudas..
Había gente en sus veredas. Paseaban los hombres,
fumando la mayoría y otros hablando y moviendo los brazos
en forma ampulosa. También habían damas que paseaban
cogidas del brazo y riendo suavemente. No había niños. Solo
gente adulta.
Parecía mas bien una calle del lejano oeste, que hemos visto
tantas veces en los films. Veredas entablonadas de viejas y
crujientes maderas y en la calle propiamente dicha, tierra y
pedruscos y algún matorral suelto llevado por la brisa.
En la primera esquina había más luz. Era, por lo que su
desteñido letrero anunciaba, el Café Tortoni.
En nada se perecía al café Tortoni de Buenos Aires. Se
escuchaban cantos y risas y podía verse en su interior, lo que
se ve en todo Pub irlandés. Gente acodada en el inmenso
mostrador, bebiendo jarros de espumosa cerveza, otros con
copas de licores, todos charlando animadamente.
Algunas de las pequeñas mesas estaban ocupadas.
Era todo un espectáculo observar a ese bestiario humano en
pleno tren de fiesta. Pensé que algo festejaba esa gente.
Detrás del mostrador, había un largo espejo, manchado por
la humedad de los siglos, donde había colocado un letrero
que decía “Bienvenidos personajes de J.L.B.”
Entré, sin que nadie me mirara más de dos segundo y me
senté en una mesa un tanto apartada del centro.
Se acercó un mozo rubicundo y me preguntó qué quería
tomar. Le pedí que me trajera una pinta de cerveza negra.
—Usted es argentino —me dijo —Me dí cuenta por el acento
y porque hoy tenemos mayoría de clientes argentinos. ¿Me
podría decir de cuál cuento es?
Se me hizo la luz. Estos clientes argentinos y el cartel de
bienvenida en el espejo, se referían sin duda a los
personajes de los cuentos de Jorge Luis Borges. Por suerte,
soy un fervoroso lector de la obra de Borges y algo me
acuerdo de sus temas.
—¡Yo soy Juan Dahlmann! —le contesté muy suelto de
cuerpo.
Se hizo un silencio sepulcral en la taberna. Solo se
escuchaban las respiraciones agitadas de los parroquianos
que me miraban con asombro.
—¡Juan Dahlmann! El que compró un ejemplar descabalado
de Las Mil y Una Noches de Weil y luego se enfermó —dijo
uno…
—¡No se enfermó! Se rompió la cabeza con una ventana
abierta —aseguró otro.
—Y después fue a su estancia a recuperarse —recordó un
hombre alto, de ojos afilados y barba gris a quien reconocí
enseguida. Era nada menos que Stephen Albert, del cuento
“El jardín de los senderos que se bifurcan”.
—Pero no alcanzó a llegar, porque se metió en el almacén de
Ramos Generales a comer —continuó una mujer que no
podría ser otra que Beatriz Viterbo (Todavía recuerdo la frase
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz
querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, Borges)
Se me acercaron todos y me saludaron con calor, a pesar
que yo sentía el frío de la muerte en sus manos.
Decidí seguir con mi papel. Conocía el cuento “El Sur” como
la palma de mi mano, pues una vez hice para unos
amiguitos, el guión de dicho cuento, para ser representado
en el colegio. Demás está decir que fue un éxito.
Todos me hablaban a la vez. Todos recordaban partes del
cuento, pero lo que absolutamente todos querían saber,
aunque ahora ya lo sospechaban, era el verdadero final del
cuento. Borges hizo un final abierto. Un final que cualquiera
podría imaginar a su manera, pero que siempre quedaría con
la duda, de si ese final elegido era el real. El final que había
imaginado Borges.
Ahora tenían ante ellos a Juan Dahlmann y no mostraba
ninguna lesión. Para dar más credulidad a esa idea, me quité
el gabán que llevaba puesto y lo dejé sobre el respaldo de
una silla.
Se fueron tranquilizando y aunque conversaban
animadamente me di cuenta que mi respuesta los había
dejado satisfechos.
Cuando quedé solo en mi mesa, me dispuse a beber mi pinta
de cerveza. Estaba eufórico. Me había hecho pasar por un
personaje de Borges y todo había resultado bien.
Pagué mi cuenta y salí a la calle. Quería caminar por las
pocas calles que quedaban en pie, todavía en este pueblo
fantasma.
Al llegar a una esquina se me acercó un hombre
tambaleándose. Era un compadrito de cara achinada.
Me injurió con mil palabras, a los gritos, como si estuviera
muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera. Sacó su largo
facón y me invitó a pelear, diciéndome que ya me había
matado una vez y ahora lo repetiría.
Objeté con trémula voz que estaba desarmado.
En ese punto algo imprevisible pasó.
Desde la vereda de enfrente, casi arrastrando los pies, se
acercó un viejo gaucho que me tiró una daga desnuda que
vino a caer a mi lado.
Me incliné a recoger la daga y sentí dos cosas. La primera
que ese acto casi instintivo me comprometía a pelear. La
segunda, que el arma en mi mano torpe, no serviría para
defenderme, sino para justificar que me mataran.
¿Sería este el final ideado por Borges? ¿O acaso ahora
desde el universo de los Grandes Escritores había decidido
cambiarlo?
Me enrollé el gabán en mi brazo izquierdo y decidí
averiguarlo…
Derqui, Pilar, Abril de 2006
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