LA NOCHE ERA BLANCA.
Hace muchos años, en una noche de lluvia, un niño llamado Héctor, se movía incómodo en su cama a causa del insomnio, se pasaba las noches con los ojos pegados a un poster en el techo. EL sonido de las gotas le molestaba en gran manera y cada trueno le sacaba un brinco acelerado. Su insomnio le frustraba, pues solo podía quedarse en su cama viendo al techo, ya que a pesar de ser un “niño muy valiente” –según su padre- su gran temor era la oscuridad; si veía al armario, había ahí alguien escondido, si veía la puerta, presentía que alguien de pronto la abriría para hacerle daño y si veía a la ventana, cualquier rama o insecto le sacaba un susto de muerte. La vista no se apartaba del techo, una gota de sudor rodaba mientras jugaba con sus dedos como un paciente impaciente que espera con ansias la anestesia.
-En verdad que la noche es horrible-
Decía para sí al no haber nadie con quien hablar.
En el clímax de la desesperación, a punto de encender la luz de su cuarto –acto prohibido por su madre- lo detuvo un ruido en la cocina y se percató que ahí la luz estaba encendida, luz que en ese momento era de gran alivio para Héctor, quien corrió hasta ahí para buscar un vaso de leche y disfrutar de la luz milagrosa, aunque fuera por un instante.
AL llegar ahí, se encontró con una figura rígida y en gran manera melancólica, que bebía agua, mientras cavilaba, su mirada estaba fija en el suelo, como observando al vacío, como si algo se hubiera llevado su alma y solo dejara un contenedor roto. Un día fue un gran escritor, hasta que su alma envejeció y su cuerpo también y ya sus dedos nerviosos y culpables no escribieron más. “Elías, el escritor de sueños”, bautizado así por un amor de su juventud, que se ha quedado atrás en el tiempo. Ahora no era más que la carga de la casa y el abuelo que se encarga de entretener y regañar a sus dos nietecitos, a Héctor y su hermanita Alicia.
Héctor, muy astuto, inmediatamente notó que su abuelo se encontraba mucho más triste que de costumbre. Sintió empatía por su abuelo y con la excusa de aprovechar la luz de la cocina, entró saludándolo y sirviéndose un vaso de leche se sentó a la mesa con él y sutilmente le preguntó:
-¿Por qué te levantaste abuelo?
-Para pensar sobre algo muy importante.
Respondió con desdén sin siquiera volver a ver al niño, casi teniéndole por molestia, mientras el pequeño insistía sin rendirse:
-Y… ¿En qué piensas?
El anciano volvió a verlo y al ver su cara de interés, se conmovió, y le respondió pensando que sería bueno hablar con alguien para despejar un poco la mente:
-Trataba de recordar cuando la noche era blanca.
Esta absurda afirmación estremeció al oyente, que aún siendo un niño, ante tal aclaración, comenzó a pensar que su abuelo deliraba.
-¿La noche era blanca?- respondió movida por la curiosidad y para seguirle la corriente - ¿Por qué, pues, se hizo negra y oscura?
Esto último, lo preguntó con tal interés, que el anciano no se retractó y prosiguió con su idea con tal seguridad que cualquiera diría que fue cierto -Por más incrédulo que el niño fuera-.
-Pon atención muchachito- le dijo reponiéndose, y alistando su alma empolvada para soñar de nuevo- La noche fue blanca hace mucho tiempo, cuando yo era niño como tú, y tu papá no había nacido. Ella era una linda doncella que se adornaba con un gran vestido hecho de cristal, tenía una corona de plata, sus ojos eran grises y brillantes, opacaban toda luz exterior, sus cabellos eran blancos y largos como una hilera de diamantes, no eran blancos porque era anciana, sino que con su brillo anunciaban que era la señorita más pura que se haya puesto en el cielo, su piel era blanca como alabastro refinado y eran delicadas sus manos y como algodón sus mejillas, ¿qué más puedo decir? ¡Era toda una blanca princesita!, y como toda princesita, tenía el sueño de encontrar aquel hombre que fuera digno de ser llamado su príncipe, a quien amaría con todo el corazón, quien la haría sonreír a diario sin importar que tan brillante o nublado, ni que tan cálido o frío se encontrara el cielo en donde pasarían sus vidas.
Buscando y buscando en el cosmos, encontró a su príncipe de quien se enamoró del golpe sin saber nada sobre su el postrer destino. Se vestía con armadura de topacios amarillos y su capa tejida con hilos de cobre reluciente, con su corona de oro, brillaba con gran resplandor, sus ojos de ámbar derritieron a la noche, su cabello corto y dorado llamaba a los brazos de la doncella hacia él. La luna, que era el alma de la Noche, brilló como nunca y un halo blanco y destellante la rodeó mientras sus pálidas mejillas se tornaban rosa de rubor. Corrió por las nubes y atrapó un cometa de cola celeste, en el cual se sentó y comenzó a mecerse alrededor de su príncipe con gracia y delicadeza, y rápidamente preguntó:
-¿Cuál es tu nombre príncipe dorado?
-Me han llamado el Día, que brillo como nadie ante los ojos de los que están bajo mi capa y mis espadas de oro fino, ciegan con luz candente las pupilas de los observadores incautos. De la dama que veo, ¿Podré obtener un nombre? ¿O no ha sido nombrada ésta mariposa que me congela con su blanco haz de luz?
-La Noche he sido llamada desde hace mucho tiempo, la Blanca Noche que esperaba paciente un calor que le arrullara en sus fríos inviernos.
-No busques las llamas, Blanca Noche, no sea que en vez de darte un poco de calor, te abrasen hasta las cenizas, pues no soy fuego fatuo sino llama milenaria.
-Señor mío, si me dejara acercarme un poco a su corazón, sabré si su alma es muy caliente como para tocarla o si es tibia para tenerla en mis brazos.
-El sol es mi alma y arde hoy más que nunca porque mis ojos se deleitan con agradable imagen, mis oídos oyen dulce voz y una brisa ligera pasó por las brasas para volverlas al fuego.
-¿Me tendrá mi señor vagando en el cometa para siempre, mientras cubre su corazón con barreras de oro para que no lo toque? En verdad, señor, que por más que ardan sus alma, no me quemará, sino que alcanzará a mi luna una llamarada y le dará calor para siempre y será un segundo sol. ¡Toque mi mano solamente y verá cómo el fuego, que es vida, me llena las venas de amor! Y reposaré en sus brazos para siempre porque a mi señor he esperado desde que tengo conciencia, nadie es en el universo como el Día, la luna me llama hacia el sol que brilla a través de sus ojos, aquí estoy sentada en mi cometa, observaré sus ojos hasta que su timidez se valla y decida unir su corazón al mío. Soy paciente, señor, pero no sea que viniendo otro cuyo corazón me llame más, vuele hacia él y lo abandone a usted en medio de la nada.
-¡Ah, bella luz!, ¡Cuánto desearía que te quedaras conmigo para siempre! Que me digas que te irás, solo ahoga las llamaradas que me dan la vida en un océano sin límites.
-Un paso, señor mío, dé un paso hacia mí y será mi señor por siempre.
-¿Y en verdad quiere ser la Noche mi señora para siempre?
-Para siempre lo será, y la fuerza con la que prometo hoy, mañana no será más débil, sino, antes se hará más fuerte.
Luego de esto, dio un paso el caballero llamado Día, y luego otro, lentamente hasta que tuvo a la noche en frente de él, ella descendió de su cometa y con un beso sellaron su amor y juraron que sus manos nunca se soltarían. Todos los astros miraban a los nuevos esposos mientras su boda se celebraba en todo el éter. No había nadie que no se llenara de alegría al ver al Día y a la Noche siempre juntos, siempre tomados de la mano. Felices eran ambos y nadie se atrevía a frustrar su amor, pues con una sonrisa iluminaban hasta donde la luz del Día ni de la Noche había alcanzado jamás.
Sin embargo, la alegría y el júbilo no les duraron para siempre. Llegó el fatídico momento, en que en que llegó al guerra al firmamento y el Día como Astro Sol y Rey de los planetas, debía ir a pelear contra fuerzas desconocidas. Sacó sus doce espadas llamadas “las horas diurnas” con las que vencía a cualquier enemigo y juzgaba y ejecutaba. Soltó entonces la mano de la Noche y se fue volando con alas de fénix fulgurante. Se fue con el alba detrás de su larga capa y la Noche sólo pudo observar en el ocaso cómo su amor, el Día, volaba hacia la guerra en el horizonte. Entonces llamó la Noche a su alma la luna, la cual se convirtió en un trono redondo, en donde ella se sentó a esperar la llegada del sol. Se sentó en la curvada luna a esperar y a esperar y mientras cantaba sus doce canciones llamadas “las horas nocturnas”, eran canciones alegres, llenas de amor hacia el Día y cantaba sobre la esperanza de que regresara vencedor. Todos dormían bajo su voz suave que con gran amor salía desde su pecho esperando llegar hacia los oídos del amado.
En todo momento esperó ver el amanecer que le trajera al Día de regreso a su lado, pero éste se tardaba en llegar. Pasaron años luz y se frustraba la luna de esperar y a veces, giraba la luna y se escondía en tinieblas, menguando para los demás y ocultaba su rostro, pero luego, su amor la reanimaba, y se volteaba con la esperanza de verlo, pero éste aún no llegaba. Comenzó en su agonía, a cantar melancólicas canciones en las que anhelaba volver a los momentos de paz en que el Día estaba a su lado, y todos los astros la consolaban para que se alegrara y dejara sus cantos tristes.
Esperó tanto la noche, que comenzó a perder su brillo, no comía ni bebía nada, palideció su faz y sus grises ojos brillantes se tornaron en negro apagado, un negro tenebroso, como dos pozos vacíos y profundos como dos cuevas deshabitadas en las cuales sólo se lamentan los fantasmas. Su vestido de diamantes se mudó, se vistió de carbón y negros ónices, en el viento desaparecieron todos sus adornos y sus joyas y su corona de plata se oxidó. Su corona oxidada la desechó y se hizo una de hierro, y se la puso, con corona negra de hierro fue vestida. Pero recordando sus antiguas joyas se vistió de amatistas purpuras que no tenían un color brillante, pero se veía aún hermosa, muchos astros vinieron y la llamaron preciosa joya negra entre todas, pero no los escuchó en nada de lo que le decía por que prometió ella amar al Día, y su corazón aún latía por ver su llegada.
Las doce canciones, con el tiempo se volvieron angustiosas melodías vacías llenas de tristeza y rencor. Los que antes las oían, hoy huían y se tapaban los oídos para no llorar más, pues sus canciones conmovían a la depresión a cualquiera que las oyese. Ya no evocaban más al amor, ya no era dulce su voz, sino que como un tenebroso susurro entre una ingrata melodía cantaba así sobre su rencor y dolor:
“Amé y no fui amada,
Me entregué y no recibí nada.
Querida luna, eres la única
Que brilla por ésta desdichada,
Como rosa que fue desechada
Pinté de negro mi túnica.
Canten tinieblas disonantes
Las tragedias de hoy y antes,
Que mi luz se fue y murió,
Su fuego ha sido sofocado.
¡En verdad me ha abandonado!
¡En verdad la alegría se apagó!”
-¡Abuelo!- Interrumpió el niño, con una lágrima en el ojo- ¿Por qué le pasó eso? No me cuentes más, es muy triste-
-Bueno, tienes razón, en verdad que fue triste, será mejor que vayas a dormir- Respondió de repente como saliendo de una gran pesadilla.
-Pero aún tengo miedo-
Dijo el pequeño bajando la cabeza.
-¡Estás muy grande para temerle a la oscuridad niño! Ya tienes diez años, a tu edad, yo dormía en una habitación sin nada de luz, ni ventanas para ver afuera, nunca utilicé la luz para dormir y no me pasó nada, ¡Deberías dejar de temerle a la noche de una buena vez, por que vendrá después del día y eso es inevitable!-
Con todo esto lo reprendió su abuelo, como enojado del miedo de su nieto, como si el pequeño temiera a algo que él amaba mucho. Pero volviendo a ver a su abuelo, -y para su asombro- Héctor respondió:
-tienes razón, merece más que le tengan lástima a miedo-
-¿Por qué dices eso?-
Preguntó el abuelo, como si hubiera olvidado lo que acababa de decir.
-Porque la noche no tiene culpa de ser oscura, sino que el día le robó la luz y ahora ella no tiene cómo alumbrarse.
El abuelo se conmovió de su inocencia y escuchó lo que decía con gran atención, como si ésta vez fuera a él que le regañaban. Pero prosiguió el niño diciendo:
-Abuelo… como tu cuarto era oscuro, ¿No extrañabas ver a la noche, siendo que ésta era blanca?
Ante ésta pregunta, el anciano lloró por dentro, recordando una viaja culpa que hasta el momento mordía su corazón constantemente. Contuvo sus sentimientos hasta que ya no pudo y una sola de las muchas lágrimas logró salir.
-¿Por qué lloras abuelo?- preguntó con preocupación- ¡Ya no llores!, cuéntame cómo termina la historia, sí quiero oírla, cuéntame por favor.
Secándose la lágrima, dijo con una sonrisa renovada:
-Lloré porque me acordé aquellos tiempos tristes en que la Noche comenzó a llorar… Terminó de cantar sus doce canciones de tristeza y el gran dolor que sentía la dominó y lloró con gran melancolía.
Lloró por horas la falta de su amor para consolarla, odió el momento en que le conoció y a través de sus lágrimas expulsó de sí toda la pureza que aún guardaba, salieron de sus ojos lágrimas brillantes y las llamó estrellas y las estrellas estaban por señal para el sol, pues ellas, que eran la pureza de la Noche, aún deseaban que volviera. Como haditas tintineantes se esparcieron en el universo con la intención de hallarle pero no pudieron. Y la Noche, con sus últimas lágrimas, desechó toda su bondad y su corazón se marchitó y se llenó de los más horribles sentimientos y odió al que un día amó.
Y en ése instante, las estrellas le encontraron, que venía de regreso de vencer en la guerra, el Día se acercaba y toda la oscuridad volvió a brillar, pero la Noche, dio media vuelta a su trono mostrándole la cara de la luna y le dijo a ésta:
-¡Luna! , ocúltame ahora ésta luz de engaños, eclipsa su rostro de infamia, no me permitas verlo más y que las tinieblas devoren su luz, no le espero más, no le amo más, ¡lo odio!
Así la luna obedeció y la ocultó en tinieblas y el Día, gritando el nombre de su amada, intentó correr hacia ella, pero las tinieblas no se mezclaron con la luz, y no pudo alcanzarla, la luna la alejó de él y se fue tan lejos que sólo podía ver el rastro de estrellas que dejaba atrás. Se resignó y después de llorar por su amor, se dio la vuelta diciendo “Adiós”. Se fue a la guerra con furia desatada esperando morir algún día a manos del enemigo, pero el amor por la luna lo maldijo y jamás perdió en batalla y sus doce espadas nunca jamás dejaron de pelear. Cada vez que quería regresar, las tinieblas cantaban sus doce canticos disonantes y lo repelían con vientos fríos y secos. La noche, no pudiendo llegar más fue tragada por su propia tristeza y se sumió en un profundo sueño y nunca despertó. La luna la abraza en su sueño, alejándose del Día cada vez que se acerca, por eso vemos que después que el Día ha buscado a la Noche, se regresa al atardecer, y la luna, pasea a la Noche dormida junto a las estrellas huyendo del calor del sol.
Por esto, Héctor, no debes tener a la noche, pues no es mala, y aunque es oscura, no hay malos pensamientos en ella, pues a pesar de haber desechado toda su bondad, aún su corazón marchito guarda como una espina de rosa, el amor por el día. Duerme en tinieblas sin saber que el Día le ama. Así que has dicho bien antes, debes tener compasión de ella en vez de miedo, pues aún helada y oscura, la luna la abraza con su brillo y las estrellas danzan a su alrededor. ¡Eso es hermoso! Es como ver a tu hermanita en la noche, arropada por la sabana y sus juguetes alrededor de ella.
-En verdad es muy linda la Noche, ahora que la veo así. Espero que un día despierte y vuelva a ser blanca, así será como cuando eras pequeño y ya no extrañarás más su brillo y apuesto que te cantará sus doce canciones de alegría, porque aún cuando duerme, eres el único que la recuerda.
-Eso espero- dijo con una sonrisa de niño en el rostro –Ahora duerme, mira el cielo y ahí envuelta en oscuridad, arrullada por la luna, verás a la más linda princesa que ha existido.
-Buenas noches abuelo- Respondió con un bostezo –Que descanses.
Héctor regresó a dormir en su cuarto, mientras el abuelo se quedó en la cocina, y apagando la luz, miró por la ventana, y susurró entre lágrimas:
-Duerme, Noche preciosa, ojalá pudieras volver a ser blanca y yo volviera a ver tu rostro. Ah, mis espadas se han gastado, quizás te vea pronto, tan blanca como siempre, y aún más deslumbrante, como eras antes de que mis llamas te quemaran, con tu vestido de diamantes y tu corona de plata, fina y pulida. Pero duerme ahora, que nunca he desmayado en la busca de tu amor, y nuestro reencuentro, lo siento cerca.
Con estas palabras, fue a su cuarto y por primera vez desde aquel siniestro funeral, durmió tranquilo y sintió como desde la luna, alguien cantaba canciones alegres de amor, iluminando toda la habitación.
Mientras Héctor se iba a la cama, escuchó a su hermanita llorar, velozmente fue a ver que le ocurría y vio que la niña también le temía a la oscuridad de la noche. Él se acostó junto a ella y le dijo:
-No temas, la noche no es mala, el abuelo me contó que es una princesita que se duerme en la luna y no le hace daño a nadie. Además nos dejó tanto a la luna como a las estrellas, para que no quedara todo oscuro, sino que nos alumbran y nos acordáramos de que está dormida esperando a alguien que le regrese el brillo que un día tuvo.
La niña sonrió, y su sonrisa parecía que brillaba más que la luna. Luego miró hacia la luna y dijo:
-¡Hermano, tenías razón! ¡Sí que es bonita!
Luego de unos momentos se quedó dormida, en ese instante su madre llegó al cuarto y dijo:
¿Héctor, qué haces aquí? Me asustaste, fui a tu cuarto y no estabas. ¿Aún te da miedo estar sólo de noche?
Él muy alegre respondió:
-¡No mamá!, ya no le temo- se levantó y abrazó a su madre y le dijo suavemente –Mi abuelo me ha enseñado algo muy importante, haré como la luna, reuniré toda la luz que pueda durante el día, y en la noche me alumbrará y nunca más tendré miedo.
Su madre, alegre, lo llevó a su cuarto y se quedo allí hasta que los ojos del niño se cerraron y con calma durmió toda la noche.
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