El sol golpeaba oblicuo contra el pavimento y rápidamente se encapsulaba entre la planta de los pies y la goma de mis zapatos. Nadie sabe lo que le espera a la vuelta de la esquina. Las vueltas de esquina tampoco saben quién las va a doblar. Apuré el paso. Me fui zigzagueando entre los árboles del parque. Mañana iría a lo de la cuenta de luz. Llegué al semáforo; crucé algo anticipado, cuando la luz amarilla aún no daba paso a la verde. A unos diez metros de mis sentimientos encontrados, venía una mujer con un pequeño niño, que afanoso disfrutaba un helado de paleta. Me pareció evidente que era su hijo. El polen de los plátanos orientales me hizo estornudar. El niño se reía. Caminaba a saltitos evitando las líneas de la vereda. Nos cruzamos. Una arremolinada ventisca arrancó de cuajo la gorra del pequeño, dejando al descubierto una incipiente calvicie. Corrí tras mi buena acción del día. Por iluso que parezca, se me ocurrió que si hacía muchas pequeñas obras como esta, la boleta de luz del próximo mes me llegaría con una nueva glosa: «Corte en suspenso». Traje lo que el viento se había llevado. La mujer me lo agradeció. Me percaté de que apretaba los labios más de la cuenta. Volvió a poner la gorra sobre la cabeza del pequeño y limpió cuidadosamente aquella boca, que ya se teñía de un sabroso rojo frambuesa.
–¡Qué rico helado! –le dijo al niño, como engatusándolo. Contenida. Impotente.
Con los saltitos del niño, vaya a saber por qué, recordé los paseos en pony en el Cajón del Maipo. El rostro de la madre me contagió rebeldía. Algo no encajaba. Seguí mi camino, como haciendo lo que en realidad no quieres hacer. Como siempre, intenté la evasión, induciéndome las falsas ganas de un refrescante helado de agua: guinda o frutilla. No resultó. Con la suerte que tengo, el anunciado «Corte en trámite» cae hoy mismo y me deja leyendo el último número de El Manque a la luz de una vela.
Había dado unos diez pasos –sin pisar las rayas de la vereda– cuando el niño estalló en llanto. Profundo. Visceral. La madre lo abrazó. También comenzó a llorar. Ella gemía hacia adentro, como dándose coraje para contener una inmerecida culpa. Invasiva. Genética.
–¡No quiere, no quiere! –gritaba el niño, agitando los brazos.
Alcé la vista hacia el edificio de enfrente. Comprendí todo.
A su corta edad, aquel pequeño ya había hecho la dolorosa asociación entre el letrero a la entrada del «Centro oncológico» y la quimioterapia que siempre le sucedía. Quemante. Brutal.
Sentí una puñalada por la espalda. Filosa. Definitiva. Ya no me importa que corten la luz del departamento. Ni que corten la de todo el edificio. Ni la del país entero, si quieren.
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