Se aparecía mensualmente con ese letrerito que decía: «Pianos, pianolas y pianitos» y un gordo maletín de médico donde portaba su valioso instrumental consistente en muchos juegos de llaves, varias uñetas (todas distintas y para distintos dedos) y otros tantos diapasones. Antes de comenzar con su trabajo pedía un sepulcral silencio «para poder extraer buena música de aquél mueble», según decía, guiñando el ojo izquierdo, con un infantil gesto de complicidad.
El afinador era un hombre moderado, impecablemente vestido de traje y corbatín. Su elegante parsimonia sólo se rompía al momento de revisar el trabajo realizado: haciendo una extraña maroma de ojos, activaba el mecanismo de rollos con papel perforado del piano, y levantaba la bastilla de sus pantalones dejando entrever unos encendidos y multicolores calcetines a rayas.
La fuerza de su oficio lo había transformado en un ser de silencios. Un hombre de mecánicas frases preestablecidas que usaba un tapón de algodón en el oído izquierdo «para asegurar la mitad del sustento», decía silenciando la frase con la palma de su mano, al tiempo que extinguía su voz, hasta emitir un inaudible timbre que, sólo él oía.
De entre sus pianos favoritos, destacaban el Howard de los Möller (tercera generación de pianistas) y el de los Tatum, un piano vertical de la afamada fábrica Nicolás Erard que habían recibido como herencia.
Los Tatum aún no tenían hijos, pero sustituían esa carencia con una docena de perros chihuahua, que rápidamente descubrieron su mejor juguete en los llamativos calcetines del afinador.
Con el implacable paso de los años, el afinador se fue percatando que las distancias eran más largas, y las horas de sueño más cortas. Comenzó por lustrar los zapatos día por medio y relajar un poco el corbatín por las tardes.
De los pianos que periódicamente afinaba, el único que nadie ejecutaba era el Erard de los Tatum. Lo sabía por la forma en que las cuerdas perdían su ductilidad, emitiendo destempladas notas entre sus visitas de afinación.
Pasaron siete años antes de que naciera Arturo Tatum. Y otros cinco más, antes de que, pacientemente, se sentara en la sala de música (con cinco de los chihuahuas que sobrevivían) para descubrir el magnífico trabajo del afinador, que hacía ya rato se había cambiado el tapón al oído derecho.
El momento de mayor expectativa para el niño llegaba con el testeo final, actividad que básicamente consistía en instalar y probar un rodillo de papel perforado con alguno de los nuevos registros que el afinador conseguía en la Luthería Welte.
Con el tiempo, y varias coloridas pelotas de calcetines para los chihuahuas, ambos se empezaron a turnar para realizar el testeo de afinación. Testeo que paulatinamente devino en juego: jugaban a que un invisible genio, que habitaba en el mueble del piano, iniciaba la partitura programada en los rollos de papel, para luego transferir su magnífico poder a dos eximios pianistas –¡que eran ellos mismos!– que gesticulaban y tocaban sus duetos musicales al aire, mientras las teclas del piano, mágicamente, saltaban armoniosas al ritmo de las perforaciones del rollo.
«Es el genio quien toca, yo sólo afino el piano», repetía el afinador al cerrar aquellos siempre exitosos finales, mostrando sus chillones calcetines a un exaltado e invisible público, al que Arturo hacía risueñas reverencias.
Para aumentar la dificultad de los duetos musicales, el afinador fue incluyendo secretamente, durante varios años, muchas perforaciones extra a sus ya complejos rollos de testeo.
Después de incontables e imaginarias giras mundiales, murieron todos los chihuahuas y la locura senil alcanzó de lleno al afinador, quien nunca se enteró de que Arturo continuó tocando el piano como si tuviese cuatro manos. Su técnica era inédita. El vértigo con que ejecutaba como solista, partituras escritas para dúo, sacaba aplausos hasta de los más entendidos. Decían que una vez cada cien años surgía un talento capaz de romper con los esquemas de interpretación musical. Sin buscarlo, Arturo se convirtió en maestro de sus propios maestros a la temprana edad de doce años.
Cuando Art –ese fue finalmente su nombre artístico- realizaba el cierre de sus presentaciones, se aseguraba de homenajear íntimamente a su maestro. Entre el fragor de los aplausos, hacía sus reverencias levantando cómicamente la bastilla de los pantalones, para mostrar a su público aquellos multicolores y extravagantes calcetines a rayas, mientras mentalmente repetía el mantra que lo acompañaría durante toda su vida artística profesional: «Es el genio quien afina, yo sólo toco el piano».
Amaro Mora |