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MI PARAISO TERRENAL

El lugar donde se desarrolló mi mundo infantil, fue un lugar como ninguno.
Todo mundo infantil es incomparable en cada niño, lo se; por eso el mío fue, sobretodo visto desde esta distancia de los años, mí Paraíso Terrenal, al que muchas veces me gustaría volver, aunque sea por un instante.

Este Paraíso fue la vieja solariega casa familiar en Barranco; una casa enorme en dimensiones y lugares especiales para un niño. Tenía el largo de una cuadra, entre las calles Caráz y Talana ¿?, (nunca hice mucho por averiguar por que el nombre de Talana, y hasta donde llegué fue concluir que había habido un error en la escritura y que en vez de N, iba R, y quizá en vez de Talana, se quiso poner Talara, comparativamente a la otra calle, nombrada Caráz, dos ciudades).
El ancho, según mis recuerdos infantiles, era más de unos treinta metros como mínimo.

En ella habitábamos los del apellido paterno, entre los abuelos, los hijos, sus esposas o esposos, y los nietos... unas 35 a 40 personas, 3 perros, 7 gansos, algunos patos y muchas gallinas y pollos. También varias camadas de grandes conejos de angora, y multitud de incestuosos cuyes. ¡Ah! y también un estanque de más o menos un metro cúbico, hecho de ladrillos y cemento, con multitud de peces de colores. No menciono la cantidad de alacranes ni de arañas, éstas últimas incontables, y con las que nos divertíamos “inocentemente” haciendo campeonatos de peleas, a muerte... de las arañas, claro, aunque seguramente en alguna oportunidad estuvimos en ese riesgo también. Recuerdo, especialmente, la captura de un alacrán, valiente alacrán que se batió, él solito, contra 5 grandes arañas. ¡Gran Campeón!

Las habitaciones estaban localizadas cerca a la puerta de entrada que había en cada una de las dos calles. En la de Talana, las de mi familia directa (padres, hermana), mi familia inmediata (tíos y primos consanguíneos hermanos dobles) y yo. En Caráz, en el llamado “otro lado”, las de los abuelos, tíos, primos hermanos y primos políticos.
Directamente frente a la puerta de esta entrada, de ancho portón de madera con una pequeña puerta de entrada personal, estaba el sendero en donde se acomodaban los automóviles de papá y del Tío Pepe (no el de “pican, pican los mosquitos”, sino hermano de mi padre). Recuerdo el viejo Nash de mi apá, y luego del tío, primero el gran Oldsmobile, para los taxis y colectivos; la camioneta Chevrolet, con cabina de madera, en la que salía toda la “tribu” de paseo, y el viejo Ford A (creo que Deluxe Coupe) carcochita tipo Archie o Pato Donald, en la que toda la chiquillada aprendió a manejar, cuando difícilmente alcanzábamos los pedales, por las aquellas recién urbanizadas calles del ahora viejo San Roque, en Surco.
De esta senda seguía una extensa ramada con un jardín de múltiples, variadas y hermosas flores. Al final de éste, una vieja y añejamente blanquecina tina, casi toda enterrada al suelo, servía de “patera” a los gansos de la abuela; gansos enojones y muy molestos, que a graznido pelado se venían hacia uno, correteándonos con el pico abierto y en claro ataque, sin más motivo que el simple hecho de haberlos molestado.
Después de la tina, internándose más hacía el centro del terreno, el Huerto, cercado de un mediano muro de adobes, en cuya entrada nos daba la bienvenida la alta y vieja morera, lugar preferido de permanencia para juegos y travesuras; silenciosa delatora de nuestras mentirillas a mamá cuando nos preguntaba si habíamos estado comiendo moras, y con nuestra carita muy seria, casi jurando, decíamos que no, aunque la seca mancha morada alrededor de la boca hacia dispensables mayores pruebas. También era atalaya inalcanzable y el mejor lugar para guardar la respetable distancia necesaria para estar a salvo de los reniegos, recriminaciones y amenazas de darnos “una buena tanda de latigazos muchachos del cuerno” de la abuela paterna.
Más allá una higuera, cargada de higos (claro) y de calumnias de guarecer entre sus raíces a duendes y duendas, que nos acechaban para robarnos, amenazas que los deliciosos higos con que nos regalaba, aún cuando todavía estuvieran verdes y nos dejaran la lengua rajada, hacían dejar de lado y sin importancias a esos temores de ser llevados, sin más ni más, al limbo, bautizados y todo.
También había un manzano y un cerezo (no rosa), dos melocotoneros y un diminuto, raquítico plátano que a duras penas lograba mostrar unas manitas de platanitos que nunca llegaban a florecer. ¡No!, no había una planta de “naranja Lima”, pero no se extrañaba, pues no leíamos, todavía, esa magnifica obra de Vasconcelos
Otro de nuestros lugares favoritos fue el pequeño cañaveral, conformado de unas cuarenta o cincuenta gruesas cañas de Guayaquil, que más que cañaveral para nos era el inmenso bosque en que nos ocurrían multitud de aventuras, unas veces en campaña de guerra, otras en valientes y arriesgados enfrentamiento de vaqueros o el secreto lugar de entierro de algún tesoro de piratas. También era la frondosa selva, lugar de nuestros safaris de caza en el mismo centro de África, y en donde hasta de Tarzán estuvimos acompañado, y si no de Chita, sí de el más pequeño de los perros, aunque es noble confesar, que en contra de su canina voluntad.

A un lado de este huerto, un pasaje unía los dos, digamos, ambientes de los grupos familiares, pasaje que en las noches, cuando teníamos que cruzarlo totalmente a oscuras para llamar y llevar a la abuela a nuestra mesa (ella almorzaba y cenaba con nosotros de lunes a sábado) era una tortura (no la abuela, aunque estaba muy cerca de serlo, sino) el cruzar el pasaje a oscuras, pues todos los temores y relatos de penas, aparecidos y resucitados, crímenes y otras pocas divertidas historias, por esas cosas absurdas de la vida, se juntaban en nuestra mente justo y precisamente en ese momento y lugar.

Continuando, pasando ese pasaje, que para eso son los pasajes, para pasarlos, encontrábamos el “desierto”, digo… la pampa de tierra muerta, salitrosa, que era nuestro desierto en donde muchas veces “agonizamos” y casi muertos de la sed, tirados de bruces, arrastrábamonos como “nadando” sobre ese inerte terral en busca de un “sorbo de agua”, seguramente ensuciando, más que un poco, la limpia ropa recién puesta por nuestra madre.
En uno de sus lados, un montículo cónico de tierra, calculo en mis recuerdos tendría fácilmente de dos y medio a tres metros de altura, y que fue el “cerro”, altísima montaña escalada multitud de veces en nuestros juegos; también lugar de sepultura, con toda la ceremonia imaginable, del cadáver del pequeño pajarillo que se atrevió a andar... perdón, volar, volando bajo, o lo suficientemente bajo para que en un “felino” salto, uno de los perros los atrapase entre sus fauces y le arrancara de un mordisco, la pequeña vida que llevaba.

En el extremo de esa pampa de tierra, Habían diferentes postes de madera entre los cuales se tensaban alambres a modo de cordeles para el secado de la ropa recién lavada, y entre las cuales, las blancas sábanas eran las más tentadoras para, abriéndolas como cáscaras de pacayes, servir de túnel por medio del cual nos transportábamos al pasado y volvíamos al futuro, lamentablemente dejando inconfundibles huellas de nuestro paso. Aún resuenan en mis oídos los gritos de las tías acusándonos, “algo” injustamente, de ensuciar esa ropa recién lavada.
En un lado de esta pampa, en fila, las tres grandes jaulas de los grandes conejos de angora, sobre las cuales nos encaramábamos para alcanzar la cúspide de la pared que separaba la nuestra con la casa del vecino, para corretear sobre esos muros, entre el techo y... una caída libre, felizmente, sólo hasta el suelo.
Del otro lado, tres grandes habitaciones dejadas de usar por largo tiempo, destechadas, servían perfectamente para nuestro pueblo fantasma... con bolas de paja, telarañas, fantasmas y todo.
Seguía otro patio de tierra, una pampa más pequeña, más cuidada y atendida, pues no sólo se la barría a diario, si no que también se la regaba, no sólo con “agua... que cae del cielo y lágrima de mis ojos”, sino también con agua que llevábamos en baldes, que “¿manguera... para que? Habiendo tanto muchacho sin nada que hacer”.
Este patio con piso de tierra, aun cuando más pequeño que el anterior, resultaba suficiente para marcar una pequeña cancha de fútbol, en el que todos los primos, sobre todo en los días de reunión familiar por alguna celebración, diputábamos ardorosos partidos de pelota.
A su lado, estaba el largo comedor con las dos mesas: la mesa de los grandes y la mesa de los chicos: ¿discriminaciones por edad en los años 60?

Este era el lugar de mi mundo infantil, en el que desde temprano, a veces 4 ó 5 de la mañana, hasta 9 ó 10 de la noche, “mataperreábamos” y ensuciábamos ropa de lo lindo y en el que hacíamos realidad cualquier sueño, desde hacer teatro, representado pequeñas obras, o escenificando canciones infantiles como esa de “tres chanchitos van en tren , van muy bien, van los tres...” en que con caretas de carnaval, esas caretas antiguas de cartón duro, con ligas para asegurarlas a las orejas, agasajábamos a algún cumpleañero; o canciones no tan infantiles como esa opereta que en una de sus partes dice: “Donde estarán esos mozo, que a la cita no quieren venir...”, o cantábamos todos, a voz en cuello, esa tonada del “tipi tipi tipin, tipi tin... tipi, tipi, tipy, ton... todas las mañanas, voy a tu ventana y canto esta canción“.
Igual hacíamos, como se dice ahora, el “remake”, tanto así de la última película de espadachines, como de la de vaqueros, la de piratas o de algún superhéroes (que en esos tiempos también los habían) tanto que algún primer intento vi de un vuelo a lo Superman, seguido del respectivo e ineludible aterrizaje forzoso con sus correspondientes gritos, sustos, alaridos, curitas, mercurio cromo en algún brazo y una masita de jabón de lavar ropa frotado en la frente, que el Irudoid no se había inventado todavía.
Fue lugar también de grandes fiestas infantiles, de carnavales y de disfraces, bautizos de muñecas, procesión con “santos” y sus fieles acompañantes, concursos de reina de primavera, y hasta un viaje al rededor del mundo de toda la chiquillada montada sobre un avión armado totalmente de caña carrizo.
Para terminar y no hacerla larga, que ya voy por la página 3, en una vieja carrocería abandonada junto al cerrito, fundamos nuestro club tipo “Toby, el de la Pequeña Lu-lu” con un gran letrero de “NO SE ADMITEN MUJERES”, cosas de la edad.

No salí a jugar a la calle hasta bien pasados los 9 años... no había necesidad, ¿no?

Texto agregado el 09-06-2012, y leído por 297 visitantes. (0 votos)


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