ME LLAMO RAFAEL Y TRABAJO PARA EL ÁNGEL DE LA MUERTE
Aquella mañana sórdida y monótona, Juan estaba como siempre en su aburrida y gris oficina, le llamaron por el interfono anunciándole las prisas y ruegos de un personaje que quería a toda costa hablar con él.
No era esa la costumbre, pero ya que su rutina acabó por deprimirle pensó que lo mejor sería distraerse con tan sorpresiva visita.
—Pase, por favor —le dijo con voz lánguida, pero lleno de curiosidad. Enfrente tenía a un personaje de lo más lúgubre: vestía todo de negro, con rasgos que bien podían pasar por un caballero del siglo XXI, de semblante pesaroso, faz aguileña, con una nariz que sobresalía causando un sudor frío al que se le ocurriera cruzarse con su mirada.
—Mire, usted —consiguió decir con voz metálica.
—Usted dirá, caballero —contestó Juan con no cierta repugnancia.
—Me llamo Rafael y no tengo trabajo.
—Normal, como la mayoría de los que aquí se acercan —dijo con socarrona voz.
—No comprendió —le dijo Rafael con tono apremiante.
—Cómo que no comprendo. Está en una oficina de empleo, es lo más natural —el tono de Juan se alzó por encima del tecleo lejano de los ordenadores.
—El empleo perdido no es tan natural, ni mucho menos normal —respondió dándole un tono de énfasis en la última palabra.
Intrigado y curioso, se incorporó de su asiento y fijando la vista observó con todo descaro la faz del individuo, diciéndole.
—Dígame ese empleo que tan especial es para usted…
Rafael tomó aire y contestó con suma elocuencia:
—Hasta hace bien poco trabajaba con el ángel de la muerte.
—No me diga —dijo Juan con ese tono sarcástico de funcionario curtido en mil batallas.
—No me toma usted demasiado en serio y se equivoca —respondió Rafael algo ofendido.
—Vamos, vamos, no se me enoje usted, querido amigo —siguió Juan con retintín.
—¿Se acuerda usted de cuando salió esta mañana de casa? —preguntó muy serio Rafael.
—¿Qué intenta usted? Confundirme, como siempre mi trayecto es el mismo —raudo, se levantó y empezó a andar alrededor del visitante.
El susodicho se mantuvo asentado y, sin inmutarse lo más mínimo, le miraba con descaro a la vez que dijo:
—Seguro… recuerde, recuerde —insistió Rafael.
De repente, desapareció la oficina y, tumbado en la calle, apareció un cuerpo tendido al que dos sanitarios trataban de reanimar.
Juan, desde arriba, levitaba incrédulo, imposible, estaba flotando cual ligera pluma mesada por el viento. A su lado, Rafael ahora todo ser de luz le tendía los brazos en ruego que le acompañara a su nueva morada.
FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
Todas las obras están registradas.
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