Estaba pensando en un tema para la columna de hoy cuando, hablando con una amiga, Rosa, ésta me dio una idea: “¿Por qué no hablas de las cosas que a veces se nos ocurren pero que sabemos que nunca haremos? Ya sabes, cosas del estilo de quitarle la pistola al guarda de seguridad, sin que se dé cuenta”.
La idea me quedó ahí, flotando. Lo primero que hice fue pensar en cosas que he pensado yo. Lo primero que me viene a la mente es algo que me ocurre cuando tengo vértigo: no es sólo le miedo a caerme, es la mareante sensación de que me voy a tirar. Sé que nunca lo haré –al menos, mientras me dure mi sano juicio- pero esa tentación está ahí, como un maligno deseo condenado a ser insatisfecho para alivio de la integridad de mis huesos.
Otra cosa que me viene a la memoria y que nace de la infancia es el falso deseo de explorar el mundo. Me explico, no como turista en aviones y hoteles cómodos (a eso me apunto sin dudarlo), sino en situaciones extremas como dormir en in iglú en el polo norte; asarme de calor en medio de un desierto; o viajar durante meses en una goleta. Admitámoslo, es posible que la mayoría de nosotros hayamos sentido cierta envidia de los exploradores que aún hoy recorren los más inhóspitos parajes, pero, de igual manera, la mayoría de nosotros jamás moveremos un dedo para seguirles los pasos: en el Polo Norte tiene que hacer demasiado frío; no tenemos ganas de achicharrarnos en medio de la nada de un desierto; y tanta agua tiene que ser mala, qué leches.
Pero... ¿por qué se nos ocurren estas cosas? ¿Por qué tenemos tentaciones, ideas locas o deseos que sabemos que no vamos a satisfacer jamás? Dándole vueltas a esta pregunta, recibo una llamada de un amigo mío, Juanjo. Y, tras hablar un instante con él, recuerdo una conversación cercana: Juanjo, fanático defensor de la ciencia, es, en consecuencia, fiel lector de artículos científicos, así que es quien me pone al día de los avances de la ciencia. Y me comentó no hace mucho que los científicos ya han conseguido demostrar –a nivel teórico, eso sí- la existencia del Multiverso: es decir, la existencia de universos paralelos en los que, el nuestro sería uno más.
Recuerdo que me maravilló saber que los universos paralelos pueden ser ciertos, porque es una teoría de la que supe hace años, gracias al escritor de ciencia-ficción Philip K. Dick. Este escritor –famoso porque de un cuento suyo se filmó Blade Runner y, recientemente, Minority Report, con Tom Cruise- estaba obsesionado con la idea de los universos paralelos: cada vez que tomamos una decisión que implica elegir, automáticamente, se crea un universo. Si, por poner un ejemplo, estamos dudando en si acudir a una cita romántica, habrá un universo en el que acudiremos a esa cita y otro en el que no, que transcurrirán paralelos y de los cuales, a su vez, surgirán nuevos universos a cada decisión nueva, ramificándose de una forma infinita.
Desconozco si la teoría científica del Multiverso aceptaría esta idea de K. Dick, pero, en todo caso, eso explicaría ciertas cosas: esos deseos inexplicables que tenemos son atisbos de universos paralelos en los que nosotros transcurrimos ignorantes de nuestro múltiple devenir. Es decir, hay un universo donde Rosa roba el arma a un seguridad; otro donde yo me lanzo al vacío; en otro viajo al Polo Norte; y en otro, Philip K. Dick deja de tomar ácido lisérgico y abandona una interesante pero incierta carrera literaria en pos de un trabajo honrado y sencillo que le permita mantener una familia al estilo tradicional.
Mientras la ciencia logre conseguir pruebas fehacientes de la existencia de esos universos y logre explicarnos cómo son, nosotros mientras tanto, tendremos que conformarnos con acudir a la intuición para entendernos. No tengo muy claro si el pensar que pueda haber infinitos Pedros viviendo todas aquellas cosas –buenas y malas- que yo no he vivido me alivia o me apena. Quizá por eso escribo –escribimos- cuentos: a pesar de estar en universos diferentes, en todos ellos no dejo de ser yo, y hay un lazo invisible que nos une. De hecho, cuando alguien me pregunta cómo se me ocurren las historias, tiendo a explicarlo de la siguiente manera: es como si dentro de la cabeza tuviera un dial, como en los aparatos de radio. Yo voy moviendo ese dial, buscando una emisora y, de pronto, ¡bingo!, hay una que aparece nítida y clara: ha aparecido un nuevo cuento. Quizá ese “dial” que me sirve para captar historias sea una puerta abierta a mis otros yoes que hay por ahí sueltos. Entonces las historias, los personajes, las situaciones que escribimos y que nunca hemos vivido son, en realidad, atisbos de nuestra múltiple realidad.
Será, pues, cuestión de estar atento...
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