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Echó un vistazo desde la vereda de enfrente. Pensó que llegaba un poco anticipado. El frío amenazaba con no abandonar su empecinado esfuerzo por apoderarse de todo el día. Cruzó diagonalmente la calle y por un pelo, se salvó de ser embestido por un carro de tiro. Ni se enteró. Se detuvo a comprar su matutino de siempre:
–¡La Estrella, por favor!
El sol se parapetaba tras una persistente cortina de niebla. Decidió entrar. Estuvo cinco minutos sentado tras la barra del restaurante antes de que el mozo lo identificara y se rascara reiteradamente la nariz. Las cosas se estaban sucediendo como estaba planeado que se sucedieran. Descorrió el cierre de su gamulán y abrió el periódico a sus anchas. Ordenó con la innata confianza de los que tienen el plan en ejecución.
–Tostadas y café con leche. Que sean con mantequilla. La margarina me sabe a plástico –dijo.
Afuera, el sol formaba pequeños oasis ovalados sobre el empedrado de la calle. Bajo la barra, el incesante movimiento de los dedos de sus pies le recordaba que debía conseguir calcetines secos.
Al llegar a la sección deportiva, tuvo la sensación de ser observado. Sin voltear, repasó la foto del recto al mentón de Marciano vs. Walcott y sorbió el último resto de café con leche. Quería que el trámite no se alargara más de lo necesario, pero el reflejo que le devolvió el espejo de la contrabarra, literalmente lo cautivó: una rubia lo miraba seductora y sugerentemente. Le bajó una tentación de risa, pero se contuvo y apartó la vista. Sólo por las dudas, volvió a mirar por el espejo. La rubia aún estaba allí usando su polvera de retoque. Era toda seducción, y quería que él lo supiera.
La suerte estaba echada. A estas alturas, el frío había logrado hacer desaparecer completamente el dedo gordo de su pie izquierdo. Deseó que el juego se alargara un poco más aún. Evidentemente, el plan original se fue, como quien dice, a las pailas. La idea de unos calcetines más gruesos fue atrapada incompleta y fragmentada en su mente por un precario destello de lucidez ya en proceso de extinción. Lógico, la rubia tenía mayor peso específico sobre sus instintos básicos que todos los planes y calcetines juntos. Entre miradas y mensajes de cejas en clave, la cosa se hizo evidente. El público comenzó a cuchichear. El mozo de la barra carraspeó y se ubicó estratégicamente a observar la escena mientras, sin motivo aparente, verificaba a contraluz la limpieza de unas relucientes copas. La rubia levantó la mano moviendo coquetamente los dedos: pidió al garzón cargar la cuenta de su desayuno al hombre del gamulán. De su cartera extrajo un rouge rojo persistente que se aplicó al más puro estilo Norma Jeane. Se levantó presurosa y salió mordiéndose los labios del restaurante. Él pagó sin chistar ambas cuentas y, sin disimular sus crecientes ansias, salió presuroso tras el llamado de aquella selvática ciudad.
Sin mediar preámbulo alguno, se besaron descaradamente, una y otra vez, en la misma esquina de cada año.
–¡Feliz aniversario, mi amor! –dijo ella, quitándose la peluca rubia que, pretenciosa, usaba por primera vez para cubrirse del implacable asalto de las canas.

Texto agregado el 05-06-2012, y leído por 114 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-06-2012 Ja! Un poco apresurado el final, pero igual me cautivó. Larryd
09-06-2012 Una buena historia adornada con los detalles escenográficos de los 50 (incluída la alusión a M.Monroe) dsque incluyte un contexto de personajes afines al propósito. Buena pluma, amigo. Salú. leobrizuela
05-06-2012 Precioso,me encantò tu cuento eso si es ponerle imaginaciòn y ganas al amor. marisas
 
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