Me compré un perro. Esta acción tan simple, de algún modo, explica por qué pienso que estoy volviéndome loco, y al mismo tiempo, debo admitir, no encuentro salida a una situación que considero, desde un principio, extremadamente ridícula.
Dejando de lado los detalles del porqué de la compra para llegar lo antes posible al problema en sí, quiero destacar antes que lo compré porque me gustan los animales y porque antes de conocer a Belgrano, yo también consideraba que el perro era el mejor amigo del hombre. Aunque con mucho dolor y para ser totalmente sincero debo decir que éste no es el caso. “¿Por qué?”, se preguntarán. Porque odio con todas mis fuerzas a este perro.
Si hubiese contado desde un principio que soy profesor de historia, entreverían con certeza que Belgrano es mi personaje preferido dentro de la historia argentina, razón por la cual, llamé Belgrano a mi perro, y creo firmemente que no es un disparate. Después de todo, uno le pone a un perro el mote que quiere, si de todos modos un perro nunca se queja del nombre que uno le pone. Históricamente fue así, o al menos, eso es lo que yo creí.
Intuyendo desde un principio que éste era el problema, el nombre de mi perro deambuló por la mayoría de los próceres de la historia, una semana lo llamaba Urquiza; la siguiente, Sarmiento; otra, Cornelio. Pero nada, ningún nombre le caía en gracia al muy maldito. Hasta llegué a llamarlo San Martín El Conquistador, todo un honor, pero nada, mi perro seguía odiándome como el primer día que lo traje.
Todo iba de maravillas desde que lo compré en una casa de mascotas, hasta que llegamos a casa. Me lamía, me saltaba, me movía la cola de felicidad. Hasta ahí, era el mejor perro del mundo. Yo ya tenía pensado el nombre y maldito sea el segundo en que lo escuchó. Desde el primer instante en que lo llamé Belgrano todo cambió: noté cierta irritación en su mirada, una mirada oscura de total desaprobación. Al segundo llamado, empezó a gruñirme, a ladrarme después y no ha parado de odiarme hasta el día de hoy.
La convivencia, por lo tanto, es una tortura. Tengo en casa un perro que me vive gruñendo, ladrando, mostrándome sus dientes ante mis llamados, hasta cuando le llevo la comida me muestra su descontento y teniendo en cuenta que Belgrano y yo somos los únicos habitantes de esta casa, el inconveniente en cuestión, ha pasado a ser definitivamente un martirio.
El problema se agravó aún más con el paso del tiempo. El cachorro dejó de ser tal y de un día para otro se convirtió en un animal corpulento, rebelde. Sabía que me odiaba, así que lo mudé definitivamente al patio. Pero sólo aumenté su odio hacia mí.
Yo no encontraba razón alguna para cambiarle el nombre, yo era su dueño, su amo, y tal vez eso hacía que me encerrara mucho más caprichoso en mi postura. Mi nombre es Federico Luis, y jamás se me hubiese pasado por la mente cambiar el nombre que mis padres con todo su amor eligieron para mí. Se imaginan preguntarle a un perro cómo quiere que lo llamen. ¡No! Imposible.
Una noche vinieron unos compañeros de trabajo a cenar a casa y antes de que les advirtiera que no abrieran el ventanal para que el perro no entrara, ya era demasiado tarde: Belgrano ya estaba dentro. Pero para mi sorpresa, su carácter cambió. Era otro perro, jugaba como un cachorro enloquecido con mis compañeros, les saltaba, les movía la cola, correteaba con ellos por el patio. Era un amor de perro. Cuando me preguntaron su nombre, con orgullo les dije: “Belgrano”. Al instante de escuchar su nombre el perro volteó hacia mí, me miró con esos ojos de perro asesino, pero esta vez apenas me mostró sus dientes. Parecía como si él mismo hubiese acordado un pacto de no agresión durante la cena. No podía ser verdad, era insólito, Tenía en casa un perro con dos caras, no lo podía creer, ¡un perro falso que delante de otras personas fingía que me quería! No, era irracional, me estaba volviendo loco.
Esa noche, al cerrar la puerta de casa después de despedir a mis amigos, ahí estaba de nuevo, gruñéndome con todo el odio reflejado en sus ojos. Era inaudito. Esperó a que todos se fueran para volver a ser el mismo perro maldito de todos los días. No lo podía creer.
Era tierno verlo con el paseador de perros. ¡Cómo saltaba y jugaba con los otros animales! Incluso, cuando mis padres me visitaban, cambiaba su carácter, parecía un perro de película, les daba la pata, se hacía el muerto, una y otra vez les alcanzaba el hueso las veces que ellos se lo tiraban. Conmigo jamás hizo nada, ni siquiera sé cómo aprendió todos esos juegos. Mis padres lo amaban. Y yo lo odiaba por su falsedad.
Una vez que todos se marchaban y volvíamos a quedar solos, su guerra contra mí empezaba otra vez.
El día que se apoderó del patio no pude más. La situación ya era inmanejable, no podía disfrutar de mi propio espacio verde. Se echaba al lado del ventanal, y si yo quería salir por algún motivo, se levantaba y me enfrentaba como si yo fuese su peor enemigo. No podía salir para nada, como un centinela encarnizado estaba mostrándome sus dientes día y noche. En poco tiempo el patio parecía una jungla, una enorme cucha de perro.
Yo, dentro de mi casa, sentado de éste lado del ventanal, con la mirada estacionada como un loco observando un dedal, contemplaba durante horas cómo Belgrano me gruñía del otro lado. Estaba seguro que era el único hombre en el mundo que tenía un perro que lo odiaba. Mi existencia no podía ser más desdichada.
Después de gastar una fortuna en dos sesiones semanales de terapia durante seis meses para poder entender por qué un hombre no puede salir a disfrutar de su propio patio, esperaba impaciente la respuesta del analista.
Él se levantó, me palmeó el hombro sosteniendo en su rostro una sonrisa apenas gestual, como si fuese a darme una noticia extrema, convencido más que nadie de su estúpida conclusión y usando un tono de sermón de funeral, me dijo apenado:
—Amigo, por algún motivo que sólo él sabe, usted no le cae bien. Deje, mejor, que su perro se quede con el patio. |