El día estaba soleado. Me encontraba acostado en la cama, reflexionando sobre tiempos pasados. Me había invadido una nostalgia repentina sobre mi niñez, mi adolescencia, habían pasado tantos años que el recuerdo de muchos pasajes se me tornaba dificultoso. Necesitaba reencontrarme con ese sentimiento de inocencia, frescura, esa sensación despreocupada que caracteriza a un niño. Me levanté decididamente de la cama. Quería tener por unos momentos cercanamente contacto con aquellos viejos tiempos. Salí con paso decidido. Caminé unas cuatro cuadras y llegué a la vieja plaza de mi barrio. La plaza Tarantino. Me senté en un banco cuidadosamente y, minuciosamente, comencé a contemplar a numerosos niños corriendo con paso apresurado a través de diversos juegos que allí se encontraban: un caballito, una calesita, un sube y baja. Parejas tomadas de la mano se paseaban en una serena caminata en la cual el resto del mundo parecía no existir. Otras estaban tiradas en el pasto disfrutando el día merendando o tomando una tranquila siesta. Estudiantes de dibujo se concentraban en sus floreados diseños imitando las diversas figuras de los árboles y de la gente que pasaba. Volví a encontrarme de a poquito con aquellos viejos tiempos. Con mi juventud, con mi infancia, con aquel único juguete que alegraba mis tardes: mi caballito de madera, con aquel amor perdido que nunca llegó a conocer mi pesar.
Me paré por un momento, mi pierna se estaba acalambrando y necesitaba movilizarla un poco. Luego de haber pasado los setenta años obviamente el cuerpo no respondía como antes y todo se complicaba más a medida que pasaban los días. Giré mi cabeza repentinamente. No se porqué pero me sentía observado. Miré para ambos lados y me topé con la mirada de una niñita que no tendría más de 5 años. Se encontraba en una de las hamacas y me miraba fijamente, observándome con cara de preocupación. Sabía que desdichadamente nunca había sido el más guapo de mi familia pero no sabia que era para tanto. En ese preciso momento se acercó la madre a recogerla, la tomó de la mano, comenzaron a caminar en dirección opuesta a la cual yo me encontraba y la niña de una melena larga y rojiza seguía mirándome fijamente, analizándome. Que raro pensé. Los niños de hoy cada vez están más raros. Les llama la atención un viejito.
Comencé a caminar, actividad que realizaba casi todos los días por las calles, pero me era más placentero efectuarla en la plaza. Me paré por un momento a contemplar a las palomas que se encontraban en una multitud en el piso. Qué lastima que no traje algunas migajas para darles pensé y mientras pensaba una de ellas caminó hacia donde me encontraba, muy decidida. Me acerqué para tocarla, y una mirada aterradora se plasmó en sus ojos y salió volando. ¿Me estoy volviendo paranoico? Podría haber jurado que observé una mirada de terror en la paloma. Bah, si generalmente cuando uno se acerca a una paloma sale volando, reflexioné con lógica, así que seguro no seria nada personal conmigo bromee. La niña, la paloma, anoche no había dormido muy bien y el cansancio que tenia en ese momento me estaba haciendo imaginar cosas ilógicas.
Realicé dos pasos y acto seguido un joven de unos 25 años pasó corriendo al lado mío y me empujó de tal manera que casi caigo de bruces a la calle. Le propicié un insulto irreproducible para un menor, pero el joven seguía corriendo como si no escuchara nada. ¡Que juventud de porquería! ¡Ya no tienen consideración por los mayores como en mi época! Grité enojado. Parecía como si todo o todos en la plaza se hubiesen puesto de acuerdo ese día para ponerme incómodo. Me sentía extraño. Ma si dije decidido, me vuelvo a mi hogar, falta nomás que algunos de los gatos que anden dando vuelta me arañen o pase alguna otra cosa. Previamente a llegar a mi casa, me crucé de calle, había visto una vidriera que exhibía unos trajes para caballeros muy elegantes y sinceramente me hubiese gustado comprarme uno, no contaba en ese momento con el dinero suficiente para obtenerlo pero no perdía nada con contemplar por un momento el traje e imaginarme que portaba el mismo. Llegué al negocio y me topé con la vidriera: algo extraño ocurrió que ocasionó que mi corazón diese un brinco inesperado y doloroso. Fue en ese momento en el que vi la vidriera cuando el día que había transcurrido comenzó a cerrarme. No era por el traje, no era por mis ansias de comprármelo ni por el dinero que no poseía en ese momento para obtenerlo. Era porque comencé a recordar, a recordar aquella mirada infantil que me observaba con una sonrisa mientras le daba de comer a una pequeña paloma, a recordar aquel día soleado que se tornó oscuro en una fracción de segundos: cuando aquel joven que venia corriendo me empujó, ocasionando que cayera a la calle, ocasionando que un auto se cerniera sobre mi. Cuando me topé con la vidriera, encontré el porqué de mi nostalgia, el porqué de mis heridas: mi reflejo no se vislumbraba en la misma, porque lamentablemente aquel día se había detenido el tiempo para mi y lo único que hice desde aquel momento fue añorar tiempos pasados e intentar tener contacto con vivos recuerdos de la plaza, con aquel hermoso lugar que durante mucho tiempo intentó hacerme acordar de ese horrible día que terminó con mi vida, y que me ayudó, a rememorar aquellos bellos aspectos de la vida que en su momento no supe apreciar.
Ahí entendí que no soy un extraño en la plaza, sino que siempre formé parte de la historia de ella.
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