La mesa estaba puesta cuando llegué de trabajar.
Los niños me agotaron en el kinder; súbelos al cambiador, límpiales la mierda, sácales una sonrisa, pásale los bits de colores. Les conté un nuevo cuento, ese que hablaba de una girafa sin cuello que no alcanzaba a besar a su madre, y treinta globos oculares extendidos como platos me señalaban por colores, escondiéndose a veces bajo un largo manto de pestañas, sin distinción de nada, sin condiciones que valgan.
La vajilla era la nueva, aquella que compramos hace dos años y que casi nunca solíamos usar. En realidad podríamos haber fingido que la compramos en la Alhambra de Granada, o en cualquier zoco del sur, y hubiera pasado por buena; aunque tampoco tuvimos a quien contarle que la vajilla era del Zara (ay mierda, qué lleno estuvo aquel día de rebajas).
Y bueno, entonces me cogiste el plato y lo llenaste del pollo riquísimo, con sus especias, ése pollo que venden en una bolsa ya para preparar en el microondas. Qué bonita estaba la mesa.
No me creía que me hubieses hecho una cena así, con la vajilla nueva, con comida consistente, a mí y a mi cuerpo cansado y con olor a pomada de bebés. Me abrazaste y me besaste, y me encantó ese momento. Incluso le encontré el encanto a estar así de destrozada, en ese instante.
En silencio cenamos y en silencio digerimos, sólo comunicándonos con alguna mirada y con los espasmos de tu sistema nervioso sobre la mesa, con las copas vibrando como en un terremoto. Mi alma te sacudía, el corazón te vibraba.
La cena estuvo muy buena, como los siguientes seis años que pasamos juntos. Ambas cosas las recuerdo, con silencios, en silencio.
Mientras, tu cara vuelve a mi mente y me besas, y así volvemos a estar aquí, contando primaveras, entre energías y parones literarios. |