A través del espejo vio sonreír al niño.
–¡Oscar Julián! –gritó.
Y de nuevo el castigo que siempre le imponía por su sonrisa: Una plana.
–¡Hoy hace cinco planas y se queda sin recreo para que aprenda a no reírse durante la clase!
A Estela la enojaban las sonrisas de los niños. No soportaba la naturalidad con que sus alumnos sonreían viéndola gesticular en las explicaciones que solicitaban. “¡A la escuela se viene a estudiar y no a pasarse la jornada riendo como bobos!”, protestaba arrojando sus manos esponjosas contra los niños formados en el patio.
–¡Cinco planas con la palabra Pueblo, Oscar Julián!
Estela Bedoya es una solterona marchita, obesa y autoritaria a quien los estudiantes de la escuela evitan acercarse demasiado debido al repugnante olor que expele y que con ninguno de sus ordinarios perfumes disimula. ¿Cuántas veces ha castigado al niño, durante el semestre transcurrido? El cuaderno de cien hojas que le exigió comprar para dedicarlo sólo a las planas, pronto terminará.
Los demás niños guardan sus sonrisas para el recreo mientras Óscar Julián saca punta al lápiz, abre el cuaderno y comienza a escribir en silencio, sin atreverse a levantar la mirada de los renglones que van atiborrándose con la palabra PUEBLO hasta adquirir este vocablo, en la tercera página, nuevos significados para el niño…
–¿Ya terminó? –Inquiere Estela mientras supervisa la rígida fila de alumnos que salen al recreo.
Óscar Julián se levanta del pupitre. Con el cuaderno colgando de la mano se dirige tembloroso hacia el escritorio de la profesora. Estela observa las planas y con notorio reproche grita:
–¡Qué letra tan pequeña! ¿No le he dicho que la haga más grande? Borre esas planas y escríbalas de nuevo, con letra de todo el renglón.
El cuaderno de Óscar Julián estaba lleno de palabras que bajo cualquier pretexto Estela Bedoya le obligaba a escribir: Soledad, si lo veía jugando durante el recreo. Aseo, si se le deslustraban los zapatos en el recorrido de la finca hasta la escuela. Y otras palabras como vejez, melancolía, frustración, vegetariano, torta, matrimonio y muchas más que no figuraban en el vocabulario habitual del niño pero que, para Estela, evocaban sus afectos íntimos, tristezas de su vida. Planas y más planas. La obsesión de la profesora era rutina para el pequeño. Óscar Julián regresó a su pupitre mordiendo el borrador del lápiz. Otra vez sin recreo. Miró hacia el patio y comenzó a borrar…
Primero fueron las nubes y tres gallinazos que sobrevolaban el poblado. Después la montaña: Las blancas peñas distantes. Luego la torre de la iglesia, el parquecito con sus guayacanes florecidos, los perros correteando sobre el prado y el mendigo que dormía en la banca de cemento.
De las casas, sus techos desparecían primero; las ventanas y puertas después y, por último, el resto de la vivienda. Como si levantaran una hebra del suelo, el río desapareció sin dejar una gota de agua por allí cerca. En la escuela primero se borró el muro que rodeaba el plantel. Después desaparecieron el patio con el naranjo en cosecha y las mariposas volando en torno a los frutos y varios pinos pequeños y una hilera de crotos que el niño ayudó a sembrar y tres rústicas bancas de guadua, pintadas de amarillo. De los niños que jugaban en el patio, quedó por un momento el alegre y asombrado grito de sorpresa colectiva.
Cuando el salón perdió sus ventanas y su puerta, Estela intentó pararse del escritorio para arrebatar el borrador al niño, pero no pudo hacerlo porque sus extremidades inferiores habían desaparecido hasta las rodillas.
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