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Entramos muy sincronizados a la librería.
–¿Viene con usted? –preguntó la dependienta.
El anciano me miró con las cejas levantadas, simulando viejas confianzas, como si me conociera de siempre. Me ofreció pasas del saquito que venía comiendo. Acepté. Tenía sonrisa de Monalisa y los ojos muy saltones. Traía un gorro con motivos infantiles. Supuse que era para protegerse de la radiación ultravioleta. Se notaba que alguien más lo vestía. Un flashback se activó en mi mente para persuadirme a asentir:
–Sí, claro que sí –reforcé.
En un día frío y lluvioso probablemente no habría actuado de esa forma tan automática, pero de un día caluroso y seco, me esperaba cualquier cosa. Un gran ventilador de pedestal barría de lado a lado toda la librería, agitando de tanto en tanto tres globos de colores colgados en la sección infantil.
El anciano se adentró, como Pedro por su casa, en las estanterías de filosofía. No sé por qué lo seguí. Sentí la intrigante mirada que la dependienta clavó en mi nuca. Comenzó un juego de niños: cuando él se detenía, yo también lo hacía. En la tercera parada, se hizo demasiado evidente y me ofusqué. Miré discretamente a la dependienta por un espejo convexo (de esos que usan para vigilarte): estaba muy atenta. Hojeé un tratado de lectura veloz que no logró captar mi interés, naturalmente, porque lo hice solo para despistar.
Es curioso cómo funcionan los flashback a veces te despabilan de inmediato, y otras veces se quedan a la espera de otro flashback que destraba el anterior, y así sucesivamente, hasta que el último de la cadena te trae un recuerdo nítido y focalizado. Como si una pequeña luciérnaga se encargara de iluminar el cuarto oscuro de tu memoria. Al pasar por la sección infantil, tuve ganas de reventar un globo. Para intentar camuflarme, tomé algunos libros al azar y me ubiqué en la salita de lectura, muy cerca del espejo. Tenía la urgente necesidad de mantener vigilado al anciano. A ratos, una mezcla perfecta de calor y lectura me atontaban más de la cuenta. Deliciosos trances que desaparecían junto con el soplo del ventilador.
La dependienta se entretuvo con su lima de uñas. No limándose las uñas, sino con la lima misma. La pasaba de un dedo a otro, como los prestidigitadores que transfieren, incesantemente, pelotas de ping-pong entre sus hábiles manos hasta que, en el ir y venir de dedos, desaparecen. Váyase a saber dónde van a parar. Consideré recomendarle el mundo circense. Parece que después de recorrer tantas librerías a pleno sol, la radiación ultravioleta me estaba afectando el coco.
Volví sobre mi rol de doble agente. El ventilador se detuvo. El cañonazo de las doce no sonó (hablen con el alcalde). El anciano tomó una evidente actitud al aguaite. Un sutil ruido metálico le bastó. La dependienta se inclinó a recoger su lima. El anciano me guiñó un ojo y con toda la soltura del mundo introdujo un libro entre la camisa y su espalda, asegurándolo con un perfecto ajuste de cinturón. Era mejor que yo en esos menesteres. Con el último rebote de la lima sobre la baldosa, la cadena de flashbacks comenzó a destrabarse. Sin reconocerlo aún, supe que no era la primera vez que veía al anciano. Su lucidez era inversamente proporcional a aquel caduco caminar con el cual se acercó:
–¿Ya leíste El Principito? –me interpeló.
–¿Ése fue el que te quedaste? –repliqué de tú a tú. Curioso.
–No, es sólo el último libro de Bioy –dijo.
Como zorro viejo que era, la dejó repicando. Me regaló el saquito de pasas y se dirigió a la salida. La dependienta lo escudriñó y me interrogó insistentemente con la mirada. No descubrió el truco. Las imágenes me cayeron una tras otra, como tres manzanas rojas en una máquina tragamonedas. El último flashback había tocado fondo y la luciérnaga ya se paseaba por aquel rincón de mi memoria.
Cada vez que solicité El Principito, se excusaba diciendo que el único ejemplar en buenas condiciones estaba prestado. Solo hoy descubrí que el bibliotecario de mi escuela primaria siempre lo hizo a propósito; que se las había arreglado para, entretanto, mantenerme leyendo a los más diversos autores. Su memoria de elefante aún estaba intacta. Para no perder lucidez, se había dejado crecer los dedos.

Amaro Mora

Texto agregado el 30-05-2012, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-06-2012 Me gustó, bien escrito. Salú. leobrizuela
 
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