Mirándole sus manos, repitió a Vertever: Volvamos al principio, pero desnudos…
La escuálida mujer arrojó su túnica contra el naranjo florecido. Fue necesario silenciar los búhos que aleteaban al lado, para preguntar a Vertever: ¿Adivinas de qué está hecha mi túnica? Gozoso entre la lluvia, respondió: No pertenezco a la aldea de donde me raptaste. Desde niño, mi madre y mi abuela me enseñaron a forjar dagas y estiletes.
Caracoles blancos sobre piedras. Limpia, muy clara el agua del río que venía lento y fluía aún más lento.
Recorrí bibliotecas y hablé a solas con alquimistas. Cuando no respondieron, pregunté a los atardeceres, a los muros y a las espadas ensangrentadas, confesó la mujer, buscando la luna entre las nubes. Y agregó: Eres el único con quien puedo conversar desde el principio, y en total desnudez recorrer de nuevo el camino sin cometer los mismos errores.
La mujer condujo a Vertever hasta una fuente cercana. Señalando el agua preguntó: ¿Podrías regresar escuchando sólo el murmullo? El hombre se desnudó –dejándose las sandalias de papiro– y recriminó a la mujer: No fue sensato quemar cabañas ni decapitar niños. Los perros te reconocieron, ladrándote tan pronto llegaste.
Ella dijo: No soporté los gritos ni el desenfreno en las ceremonias. Si los hubiera encontrado silenciosos, habría llenado de frutos la aldea. Acercándose a Vertever lo abrazó, suplicando: Volvamos al principio. Si volvemos juntos, encontraremos la salida antes del eclipse.
Vertever la besó en los labios y preguntó: ¿Cómo invocarte cuando te ausentes? Ella no respondió, levantó sus brazos en gesto de impotencia mientras Vertever la observaba indulgente. No sabía por qué estaba con él. Ignoraba por cuáles motivos lo eligió. Tampoco sabía por qué razón ambos buscaban el silencio de los bosques. Y los bosques húmedos. Y los ríos lentos.
Regresar al principio era saciar su deseo y menoscabar el de ella sin importarle su piedad. Un hombre cualquiera y una mujer cualquiera, como ellos dos, eran iguales cuando para el encuentro de los cuerpos sólo se necesitaba un lugar cualquiera.
Ambos estaban acostumbrados a la soledad de los bosques y sabían reavivar, cada cual por sí mismo, las fogatas apagadas en torno a las cabañas o las hogueras que se extinguían entre sus cuerpos y su compasión. Ninguno de los dos había amado. Por tal razón eran capaces de aceptar o rechazar cualquier propuesta.
Vertever no sucumbía. Por el contrario, la arrastraba hacia sus deseos, hasta lo recuperable de su pasado sangrando en puntas de dagas y estiletes. Los dos tomaban como excusa para su desnudez la insignificancia del otro: Imaginar cualquier historia con el propósito de ceder y caer y hundirse hasta donde lo permitieran primero la pasión y luego el hastío.
Vertever la escuchó repetirle: Eres el único con quien puedo conversar desde el principio, y en total desnudez recorrer de nuevo el camino sin cometer los mismos errores. Fue el escogido. Sin embargo fue él quien la condujo al sitio donde se encontraban: El lugar del cual no podrían regresar juntos.
¡Acuéstate! Vertever señaló un cúmulo de hojas secas. Cuando ella abrió sus piernas invitándolo a penetrarla, él empuñó una astilla de sauce y dijo: Sí, es necesario que regresemos al principio…
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