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El autobús se detiene cada kilometro. Los tráileres avanzan simulando hipopótamos en el fango. Cierro los ojos, respiro profundo y trato de dormir. Pienso en el día que la conocí.


Trabajo para el licenciado Solórzano. En el despacho, laboramos diez personas. Es una casona antigua en las afueras de la ciudad. Hay oficinistas, licenciados y personal de mantenimiento. Mi responsabilidad es en el área de cobranza, pero me gusta ser útil. Mi esposa falleció y el cuidado de mi hijo se hizo relativo cuando éste me dijo que se iba a vivir al extranjero. Así que mi jefe un buen día me dijo:
-Deja de rentar y acondiciona el sótano como vivienda.


Por la mañana, camino, riego el prado y fabrico andamios para que los rosales suban por las paredes. Estas rosas disfrutan exhibiéndose, aun a costa de que los tallos se quiebren. Antes de subir a la oficina, practico la guitarra y en voz baja canto. Una mañana, llamaron a mi puerta, quizá pensando que se trataba de una bodega.
— ¿No quiere un café? —Escuché.
Al abrir, me encontré con una muchacha de veinte años, con cara de sorpresa. El rulo de su pelo negro caía sobre la frente, y se movía de un lado a otro. Vestía blusa color azul y falda de medio vuelo gris.


Mitza fue contratada para ordenar el archivo. Un trabajo meticuloso, que exige discreción y seriedad. El trato diario, la ayuda que le presté en sus primeras semanas bastaron para hacernos buenos amigos.


La casa vieja había sido convertida en una oficina funcional, pero nadie podía quitarle el olor a intimidad: su sala, cocina, el traspatio, la biblioteca, sus vericuetos y mi guarida que decoré a mi gusto. Reproducciones de Cézzane o Gauguin adornaban la pared. La guitarra colgaba en una esquina y ella me reparaba del cansancio y del silencio.


Salía con frecuencia fuera de la ciudad, atendiendo diversos asuntos. Casi siempre, regresaba el mismo día; sólo había dos puntos en los que tenía que pernoctar. Si bien, estaban distantes, compensaban por el paisaje exuberante y la bondad de las personas.
Un día de verano, le pregunté:
— ¿Qué va a hacer este domingo? — Si gusta del agua, la invito a mojarse y a comer.
Me dijo que lo pensaría, pero a la hora fijada, se hizo presente. Corrió, tiraba piedras. Nada más de verla me producía cansancio. Cuando llegó la tarde, tomé la guitarra y canté. Comimos bajo la sombra del almendro y recargada en mi hombro, vi cómo el sueño la vencía. Cada quince días la invitaba a conocer otros lugares. Hacíamos largas caminatas y el cariño fluyó.



Ella llegaba una hora antes. Mientras yo hacía labores de jardinería, Mitza trasteaba en la cocina. El olor del café era la señal de reunirnos para degustar un pan de horno que hacían a la vuelta de la esquina. Por supuesto, antes dejaba en su florero un botón rojo a punto de abrir. Aquella mañana, había un cielo deshojado de nubes.
— Vamos antes de que el sol arrecie— me dijo.
Caminaríamos por un sendero de años. La mañana tenía humedad. A lo lejos, se veían algunos manchones de neblina y de los grandes árboles caía el heno como largas cabelleras. Al ir detrás de ella, su cuerpo de caña bamboleaba como si la moviera el viento. En una colina, exhaustos, vimos la marcha del río zigzagueando entre los oteros. Allí, entre la maleza, bajo la frondosidad de un ceibo, mi piel se prolongó a la suya y el graznido de los tordos se agregó a nuestros gemidos.



El camión corre con una pachorra y parece estúpido que en los costados le hayan dibujado garzas. A lo lejos, las montañas guardan un blanco impoluto; arriba, las nubes hinchadas y grises. El autobús se internó en la zona serrana, lo que permite ver las grandes haciendas ornamentadas con azaleas y, prados extensos. A la vera de la carretera, ofrecen frutas almibaradas, vinos y delicados tejidos de lana. Me despiertan el deseo de bajar y adquirir un suéter o un reboso, pero eso no es posible. Por mi mente cruzan variedad de pensamientos, y uno sobrevino cuando miré un grupo de pequeños jugando. Me reí. Cuando uno tiene diez años, desea que la edad lo alcance, ser todo un adulto y dejar de ser niño y después, no puedes detener el tobogán que te conducirá a la vejez. ¡Qué complicado! sencillamente le doblaba la edad. Yo bajaba y Mitza apenas subía.



Ella era sensible a las fresas, fruta a la que tenía que darle la espalda para no comerla, pues si llegaba a su boca, la deglutía. Muy en la mañana, llegó desesperada al sótano; cerró la puerta y en silencio se retiró la ropa.
—Por favor, vea qué tengo —me dijo. Parecían habas que llenaban su piel, y huellas de arañazos. En mis correrías por los pueblos, aprendí a curar y saqué de mi maleta algunos aceites y linimentos que siempre tengo, compresas frías y frases de aliento le trajeron calma. Mis manos restauraron su piel inflamada y no pude evitar un retozo muy grande en el interior. Teníamos dos años de amarnos y cada vez le veía más flores. Otras veces, era ella quien me curaba, pues el frío insolente de la montaña me cundía de erosiones la cabeza, ella ponía en sus manos un líquido de vegetales y con delicadeza me lo untaba en las áreas de mayor estrago. El agua escurría, mientras mi cara hundida en su regazo, soñaba sobre aquellas piernas acaneladas.


El autobús se detuvo. Había una fila de autos y se escuchaban sirenas que iban y venían. ¡Un accidente! ¡Sólo eso faltaba!


Meses después, cuando ya se había retirado el personal de la oficina, me dijo con tono serio:
—Se me declaró Sandro.
Recordé que el sujeto era un amigo que vivía cerca de su casa, conocido por la familia y que recién fue contratado por una compañía petrolera.
—Mis hermanos dicen que tengo preferencia por ti.
Medité que ella era el blanco por mi causa. Seguramente, ya había tenido altercados con la familia. Si bien, yo estaba viudo, pero una relación más allá de la amistad, no le sería tolerada. Era obvio que con sus familiares había negado nuestra relación.
— ¿Lo quieres?
—Solo le tengo aprecio.
—Dime con franqueza ¿qué es lo que sientes y piensas?
Me abrazó y descansó la cara en mi hombro.
—Es que sólo te amo a ti. Pero… No terminó y empezó a llorar. Sabía que en el pero había otras razones. No deseaba perderla. Mucho menos hacerle daño. Así que le dije:
—La decisión debes de tomarlas tú. Tienes a un varón que cuando tú estés en plenitud, él ya estará viejo, en el mejor de los casos. Sandro es de tu edad. El futuro se percibe mejor con él.
— Él solo será mi novio. Jamás, lo que tú y yo somos.


El camión, después de pasar un puente sombrío, sube hasta lo alto de la loma. Allí se expande el horizonte, la lejanía. Me preguntaba: ¿lucharía hasta el fin por ella? ¿Estaría dispuesto a enfrentarme a su familia? Mi respuesta era siempre sí. Pero… ¿Cuánto tiempo duraría su afecto? Eso, solamente, ella podía contestarlo.


En la soledad del camino, me imaginaba llevarla a mi lado. Sandro se hacía presente los domingos. Nuestros paseos por los viejos caminos quedaron atrás. Ella seguía siendo la misma y era atrevida. Cuántas veces frente al licenciado llegó a derramar líquido en mi pantalón. Luego pedía disculpas y, solícita, me quitaba el sobrante con una servilleta. Después, en el sótano, no aguantaba las risas y me decía:
- ¡Tenía tantos deseos de acariciarte!
Invariablemente, en la hora de la salida, la esperaba Sandro.



Bajo del autobús con un tremendo dolor en las rodillas. Vi las garzas de nuevo y pensé que era mejor que les pusieran tortugas. Llovía, la tarde vieja se volvería oscuridad. Adelanté el tránsito un día y ella no me esperaba.


Estoy en el despacho. Ella luce su pelo corto, y el rulo que va y viene por su frente; falda negra y blusa de un rojo sangre. Me miró sorprendida, como no dando crédito a que fuese yo. Después bajó los ojos y me ofreció un café. Cerró la puerta y me abrazó.
—Sandro me propuso matrimonio —me dijo seria.


Aún, con el paso del tiempo, me da por seguir viviendo. En días de añoranza, bajo al sótano, desempolvo la guitarra y canto la misma canción. Un día, me asusté cuando la nueva secretaria me sorprendió.
— ¡Qué bien canta usted!
—Gracias. —Guardé la guitarra.
— ¿No gusta un café?
El tiempo se abrió y el perfume de su cuerpo me rebotó en los ojos. Me hundí en la intensidad.


Los negocios fueron en progreso y el licenciado abrió una segunda oficina. Acepté hacerme cargo de ella, mejor sueldo, pero, sobre todo, evitaba ponerme en contacto con las cosas que ella y yo tocamos. Cada mes, llegaba el licenciado a supervisarme y daba noticias de los compañeros y de vez en cuando de ella. Tres años después me dice:
—Te hace falta quien te ayude y te traje una secretaria. Espero te lleves bien con ella.

Mitza traía un niño de la mano y antes de saludarme me dijo, mira es mi hijo. Después, me dio la mano y le ofrecí un refresco.
— ¿Y tu esposo?
—Se quedó sin trabajo y se fue a los Estados Unidos.
No quise ser indiscreto y le dije:
-Puedes pasarte unos días aquí, tiene una casa pequeña en la parte de atrás. Te ayudaré a acomodarte. El trabajo ya lo conoces y me dirigí al niño y le acaricie el pelo.
- Y, él cómo se llama.
-Le puse el nombre de mi abuelo.
-Me llamo Raúl -dijo el bebe.
—Dejemos las cosas, y en cuanto hayas acomodado, me dices.
—Oye, ¿no te molesto?
—Para nada, —contesté.
—Pero… ¿Qué voy a acomodar? Sólo traje lo elemental.
— Entonces, cerremos la oficina que ya es hora y te llevaré a conocer el pueblo. Cenaremos y compraremos víveres.
Parecía una noche fría, pero el celaje se aclaró y la luz de la luna aluzaba recovecos y caminos.

Texto agregado el 30-05-2012, y leído por 472 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
09-06-2012 Esta historia la leí con tanta serenidad y con tanto gusto, así como he leído los mejores textos de mi vida. Me encantó.***** y un abrazo. girouette
30-05-2012 Me encantó. Tan enamorado, pero siempre ubicado en tiempo y espacio, señal de que no pierde el control nunca. azucenami
30-05-2012 Un buen relato. Una historia de amor de dos seres separados por sus diferentes edades. El renunciamiento de él a un futuro, quizá doloroso. Felicitaciones zumm
30-05-2012 Como siempre te he dicho y lo vuelvo a repetir sin cansarme, escribes tan sencillamente hermoso , son tan vívidas las imágenes, que leerte es un deleite para el espíritu.Gracias por compartir.Mis******* y besis luminosos, Ma.Rosa. almalen2005
30-05-2012 Lo dije antes porque así lo pienso y siento; sos un escritor maravilloso. Un hombre pleno de sensibilidad e inteligencia. Somos agraciadas quienes podemos leer tus textos. ***** MujerDiosa
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