Recordó vagamente una olla de peltre de mediano tamaño, llena de empanadas de carne. Una salsa de cebolla y repollo sazonada con limón, agua y chile verde. Muy picosa. Las horas habían pasado entre cerveza y cerveza. Allí en la cantina de la esquina. A espaldas de la iglesia. No pudo recordar el nombre. Si es que acaso tenía alguno. Guirao. Eso era.
Se le pegó la lengua al paladar al pronunciar el apellido Guirao. Y de nuevo el dolor de cabeza. Había comenzado el día con un extraño clima fresco, en Salto de agua. Había tomado un desayuno ligero. Y como habían quedado, alrededor de las 10 se reunieron en el parque y en bola, caminaron hacia la cancha de básquet. Al pie de las vías del tren. Al lado de la pequeñita y gloriosa escuela en la que por aras del destino había estudiado la secundaria. Se conocían de toda una vida en el pueblo. Primos. Amigos. Hermanos. Ahora viejos. Ahora padres e incluso, alguno de ellos abuelo. Las esposas, ajenas al pueblo y a las nostalgias habían convenido amables. Un encuentro de viejos. Carcamanes en mitin.
Jugaron y rieron como críos. La respiración y la fatiga levantaban temores de infartos. Alarmas falsas. Hasta el clima benévolo tenía compasión de ellos. Aun así las camisas empapadas en sudores y olores impensables en aquellos respetables abuelos.
Alrededor de la una de aquella tarde dejaron la cancha y muy serios caminaron a la cantina. ---Guirao- pidieron una ronda y por cada uno de ellos se fueron apilando los cartones con envases vacíos. Pero sobre todo se fueron apilando los recuerdos. Reviviendo decenas y decenas de personajes del pueblo. a cual mas, integrándose en aquella tertulia de irrealidad. Anécdotas y risas. Desfilando por igual pobres y ricos, vivos y muertos. Encumbrados a la gloria y hundidos en los infiernos.
Y pasaron las horas por esa cantina, avivándose innumerables sueños. La charla subía y bajaba de tono y con ella, las risas, y las palabras, y las bromas. Y de pronto los silencios al recordar a los amigos que habían partido. Aquella fantasía fue dando paso a la tarde y a la noche. Y de cuando en cuando asomaba las narices hacia la calle de las añoranzas y los sueños. Salto de agua fue después quedándose dormido. Todo el universo se prendió aquella noche desde el bullicio y la algarabía de aquella cantina. Y desde la luz que se desprendía de aquella calle de la que se precipitaban ilusiones. La farmacia la Guadalupana del tío Néstor, la tortillería del pavero, la estética de Robertito, el consultorio dental de don Raul. La casa Calcáneo. Y la tienda y la presencia del tío Pancho y por supuesto, la casa de aquella niña que vigiló los pasos del joven de antaño.
Despertó con aquel dolor de cabeza taladrando sus sienes. Habían pasado por lo menos treinta años sin poner un pie en el pueblo. Sabía también que difícilmente volvería a recorrer sus calles, y más que nada, extrañó de pronto el amoroso murmullo del tulijá.
Abrazó a su mujer, a los hijos y nietos que habían hecho realidad aquel deseo. Siguió adelantado en su paso: allá estaba la cancha, y allí la secundaria, y señalaba con las manos y le brillaban los ojos. Y por aquí podemos llegar a la iglesia. Y allí la tortillería, y allí el consultorio dental. Y allí la casa de alguien que fue mi amiga. Y guiñó un ojo a su mujer con malicia. Y allí la farmacia. Y finalmente en la esquina, a espaldas de la iglesia, Guirao y la cantina.
La cerveza haciendo estragos en su conciencia. Llegó a la cocina del pequeño restaurante del hotelito del pueblo. Chilaquiles y pancita. Desdeñó aquellos platos.
En su recuerdo la olla de peltre con las empanadas de carne y la salsa de cebolla, chile verde y repollo. Que sabia con certeza había sido la botana, de la añorada tertulia de cantina.
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