¿QUEDA ALGUIEN ADENTRO?
CAPÍTULO II
Como en todas las situaciones hostigantes de mi vida, en ese momento mi actuación podría haber sido desconcertante para quién pudiese observarme. Ante contratiempos pequeños, me alucino, no sé para qué lado correr. Frente a hechos complejos o quizá peligrosos, me muestro segura, aplomada, desconocida.
El momento en que me sentí encerrada a oscuras en esa antigua mansión fue del segundo tipo, de modo que medio a tientas y medio ayudada por mi encendedor (gracias a no haberle hecho caso a Aída que se ponía furiosa al verme fumar) me dirigí hacia la capilla.
Estaba segura de que ahí encontraría velas a las que muy probablemente no tendría tiempo a encender, puesto que al llegar el contingente al ómnibus ellos y el guía notarían mi ausencia y retornarían en mi búsqueda.
Efectivamente, encontré dos gruesos cirios sobre el altar de piedra y ¿Cuál no sería mi asombro y mi desconcierto al oír arrancar el ómnibus a lo lejos?. ¿Cómo era que no habían notado mi falta?.
Pensé que como no era mi contingente habitual, con el que habíamos hecho todo el viaje, quizá no se percataron de mi ausencia, pero a lo máximo treinta o cuarenta minutos después, al llegar al hotel de Tafí, Aída notaría que no estaba y con su carácter fuerte y decidido de boricua-acuariana pondría a todos de “vuelta y media” no importándole lo avanzado de la hora y obligándolos a volver en mi búsqueda. No quería pensar en la angustia tremenda de mi amiga. Menos mal que tenía en mi bolso, muy a su pesar, un atado entero de LM para ir pasando el rato.
Estaba sentada en la semipenumbra, observando la Virgen Negra pequeñita que se erguía en el altar con su precioso manto violeta de terciopelo al que, cosa extraña, no habían deteriorado el paso de los años. Si no hubiese sido por su color, podría haberla confundido con “La Santina de Covadonga”.
Ensimismada estaba, cuando un clic seco me desconcertó.
Acto seguido, comencé a ver iluminarse en forma paulatina la parte de atrás del altar cada vez más intensamente y cuál no sería mi asombro aunado al pánico, al ver emerger de las tinieblas, detrás de un quinqué, a un sacerdote con el hábito característico de los jesuitas, sotana negra y lazo a la cintura.
No atiné a esconderme, a levantarme, a correr, a nada, cuando él mirándome fijamente, pero sonriendo con tono cordial y afrancesado me dirigió la palabra:
- Jordana, hija ¿qué estás haciendo aquí en la fría oscuridad de la capilla cuando tienes toda la casa templada e iluminada por el padre Alonso. Vamos, vamos, que ya debe de haber preparado una de sus sabrosas sopas de gallina. No debes de llorar más por Don Melián, Jordana querida, él ya estará en paz junto a Nuestro Señor y no corriendo cotidianos peligros como nosotros ante la inminencia de un ataque de los indios.
Yo no cabía en mí de mi asombro y me disponía a responderle que se confundía, que yo no era Jordana, extendí mi brazo y cuál no sería mi sorpresa al ver que lo tenía cubierto por una manga fruncida blanca, agaché mi cabeza al tórax cubierto por un corsé ajustado del que bajaba hacia mis pies una falda larga negra de seda y miriñaque.
En una décima de segundo pensé estar dentro de una pesadilla y creí estar segura de que en un instante Aída me tiraría de las cobijas para despertarme. Nada podía ser cierto. Nada entraba dentro de la lógica. Nada podía ser real, ergo, yo estaba soñando y ya despertaría cómodamente en mi cama, del bellísimo Parador de Tafí.
El silogismo quedó perfectamente demostrado pero Aída no me despertó, no me tiró de las cobijas y no aparecí en mi cama en Tafí, seguía allí parada frente a ese sacerdote desconocido, ni joven ni anciano que me llamaba Jordana y me trataba como a una niña a la que conociera de toda la vida.
En ese momento ya mi mente más turbada aún, me hacía sentir una protagonista lovecraftiana: Si no era Jordana, ¿qué hacía yo con ropas de hacía trescientos o más años que a ella le pertenecían? y ¿dónde estaba ella?. ¿Dónde estaba mi ropa?, ¿O sería acaso que Jordana por no sé que extraña metamorfosis había tomado mi cuerpo y salido al presente en mi lugar?. ¡Qué locura! ¿Cómo podría imaginar semejante disparate?. ¿Pero había más disparate que el actual, en que otro sacerdote al que el primero llamó Padre Alonso, se dirigió a mí de la misma forma y tomando mi brazo me guió al comedor, ese comedor antiguo que había visto al entrar pero en el que ahora todo relucía y brillaba como nuevo?.
El cuadro de Estratón Colombres no estaba sobre la pared, pero sí estaba el pianoforte brillante, con dos candelabros en sus extremos, abierto, como esperando que alguien interpretara algo en él ¿Sería yo ese alguien?.
CONTINUARÁ
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