Como cada mañana, a eso de las diez y cuarto, se les veía subir al trolebús en avenida Argentina. Cargaban dos cajas plataneras atiborradas de libros usados. A primera vista, se hubiese pensado que eran bagubras, los libreros del puerto, pero no era el caso. Aquellos dos, constituían la pareja de abuelos más pintoresca que el puerto recuerde. Ella, de manos enguantadas, lucía un desgastado sombrero de medio velo y unas indescriptibles medias caladas de fina malla francesa. Él, siempre de humita, usaba un despeinado peluquín negro y su infaltable pañuelo rojo al bolsillo de la solapa. Paso a paso se turnaban para tirar del carrito con las cajas de libros, pero como cada vez avanzaban menos y descansaban más, siempre terminaban pidiendo ayuda para lograr llegar al terminal del trole:
–¡Ayuda con esta eslinga! –demandaban a los transeúntes.
Así fue como nos habituamos a auxiliarlos cada vez que hacíamos la cimarra.
Con ellos se podía hablar de telequinesis, tarot o quiromancia, saltando así como si nada, a la historia, economía o filosofía.
Cuando el profe de historia nos quería cargar con algún examen sorpresa, se le divisaba muy temprano en la plaza Aníbal Pinto, recopilando de los tataratatas (que así les pusimos a los abuelos), las más indocumentadas historias del puerto: las mismas que luego usaba para festinar con nuestra ignorancia… el Cabrón Silva no podía tener mejor puesto el apodo.
A la hora de las evaluaciones, siempre éramos el peor grupo de trabajo.
–¡Manga de pelotudos! –repetía en distintos tonos.
Y sólo para sacarnos los choros del canasto, remataba:
–¿Bachillerato querían? ¡Con suerte llegan a bichicumas! ¡Vamos echando las barbitas en remojo pues, cabritos!
El Cabrón sí que sabía dar golpes bajos. Tanta persecución nos llevó a odiar sus clases de historia, su manera de vestir y hasta su forma de hablar, como sosteniendo un pucho a medio labio.
Antes de los años treinta, había parejas de dedicadores diseminados por todas las plazas del puerto. Los dedicadores eran como los pericos inseparables: se moría uno y, ya no más, se moría el otro. El oficio decayó con la gran depresión, cuando ya más nadie se enamoró en el puerto ni compró libros, ni lapiceras fuente, ni tintas chinas, ni nada que no fuese alimento para el cuerpo. Después de la debacle, únicamente subsistieron los dedicadores de plaza Echaurren: una pareja de italianos que se pasaba el día dedicando, entre meriendas de ravioles con pan batido, y los tataratatas, que siempre fueron porteños.
Cortísimas se hacían las horas con los tataratatas respondiendo absolutamente a todas nuestras curiosidades del puerto. Aunque por ese entonces aún no lo sabíamos, su docencia era de antología. Quince minutos con ellos se llevaban por lejos una hora de clases con el cabronazo del Silva.
El arte de los dedicadores consistía en escuchar pacientemente las penas de amor de los desesperados que –antes de llegar a la fase del suicidio– se jugaban un último recurso: agasajar a su ser amado con la mejor de las dedicatorias de amor jamás escritas, en un libro profundamente romántico de su propia elección, si sabía leer, o recomendado por los dedicadores, si no era el caso. Eran tantas las pruebas de buena fe que, al menos una vez en la vida, todo porteño bien nacido recurría al buen oficio de los dedicadores.
La dedicatoria era debatida y perfeccionada por estos entendidos (a veces por varios días, dilatando potenciales suicidios) hasta transformarla en un verdadero sortilegio de amor. Se caracterizaban porque generalmente reflejaban una encrucijada, y porque eran implícitamente ingenuas o contradictorias: como el amor.
De entre los libros de las cajas, rescatamos algunas dedicatorias memorables: «Como no me gusta este mundo, construiré otro distinto, y solamente para ti, en el más allá»; «No me importa que seas casada, te esperaré hasta el crepúsculo de nuestras vidas»; y una de las preferidas: «Búscame en la Piedra Feliz, pasado mañana al mediodía. Sé puntual, o atente a las consecuencias».
Por una de esas extrañas fuerzas sobrenaturales, que siempre están latentes, estábamos predestinados a la carrera docente. El bachillerato nos desparramó por todo el país, pero con el correr de unos cuantos años, el imán del puerto nos volvió a atrapar. Potente y magnético como él sólo.
Muy a nuestro pesar, y ya ejerciendo de profesores, nos fuimos poniendo porfiados y –por qué no decirlo– algo cabrones también ¡faltaba más!
Siempre nos recriminamos unos a otros, el no haber documentado, con los tataratatas en vida, la historia de su noble oficio.
Como todos tienen su cuarto de hora y nadie se muere el día antes, una fría mañana de agosto, así como esperando la fecha, la influenza se llevó al Cabrón Silva.
En uno de esos arranques de humanidad, que solo el paso de los años te va otorgando, decidimos asistir al funeral. Nos presentamos bien engominados y terneados en el cementerio número tres de Playa Ancha para despedir al colega. Nobleza obliga.
Hacia el final del sepelio, cuando ya nos aprestábamos a regresar al plan, vino, como quien dice, el balde de agua fría.
La hija del difunto se nos acercó muy resuelta y, sin decir agua va, se lanzó:
–¿Serán ustedes los de la «manga de pelotudos»?
Quedamos mudos. Sólo atinamos a mirarnos y a asentir con la cabeza.
–Mi padre pidió que, a la hora de su muerte, este documento quedara en las mejores manos porteñas –dijo.
Acto seguido, nos extendió un manuscrito de ciento ocho carillas titulado «Historia del extinguido oficio de dedicadores porteños», en cuya dedicatoria rezaba: «Con todo mi amor de maestro, a la única y verdadera manga de pelotudos».
El silencio se hizo, y se volvió a rehacer, y ese manto de nostalgia que, más temprano que tarde cubre a cada porteño, finalmente nos cubrió a nosotros también. Aún nos cubre.
Por estas fechas, desde hace ya más de veinte años, nos reencontramos la «manga de pelotudos» en el Cinzano. Lo de siempre: cuatro cervezas, cinco vasos. Entre todos llenamos el vaso del Cabrón Silva. ¡Salud!
Amaro Mora |