Pedro Santiesteban tenía 8 años cuando sufrió su primer infarto. Sus maestros de la primaria, lo encontraron escondido detrás de los columpios en el área de juegos después de la hora del recreo, cubierto por completo en sudor, apenas respirando, blanco como una sábana, tomando fuertemente su pecho con la mano derecha y con su mano izquierda sobre el piso tratando de mantener su posición erguida recargado contra el poste de los columpios. Escondido, por la pena de que alguien lo fuera a ver sufriendo su malestar. Aun a su corta edad y su pequeño corazón, tenia una fortaleza de acero y la convicción de no incomodar a nadie con su defecto.
Nacido a los 7 meses de gestación, no logrٕó desarrollar adecuadamente el corazón para el tamaño de su cuerpo, por tanto causándole una insuficiencia cardiaca. Esto implicaba que su corazón tenía que sufrir un cansado esfuerzo para bombear la sangre y que recorriera todo el cuerpo de Pedro. Cualquier actividad que llevara a Pedro a emocionarse, alterarse o hasta excitarse, podía matarlo.
Brincando de cardiólogo en cardiólogo, buscando diferentes opiniones, los padres de Pedro necesitaban desesperadamente una esperanza, un milagro para que Pedro pudiera llevar una vida normal y feliz. Lamentablemente, parecía haber un consenso general en los doctores y llegaban a la misma conclusión, casi pareciera que habían ensayado animosamente un guión teatral donde recitaban las mismas líneas. El momento más doloroso para ambos padres, era cuando de los labios salivados de todos los doctores escapaban las mismas palabras que retumbaban en sus oídos y definían el problema en palabras cortas y concisas.
-Pedro, tiene un pequeño corazón- decían.
A Pedro no le inquietaba su corazón, para él, lo doloroso era ver a sus padres preocupados por su bien estar. Él se deleitaba con las visitas a los consultorios, el olor, los panfletos y sus imágenes, las revistas viejas en las salas de espera, el rechinido de los tenis sobre el piso pegajoso, pero lo que mas disfrutaba eran los corazones de plástico que se desarmaban, casi siempre encontrados sobre los escritorios de los doctores.
Desde muy temprana edad, los padres de Pedro le explicaron los cuidados a procurar por su condición. Lo hacían de diversas maneras -algunas muy creativas-, para asegurarse que Pedrito entendiera bien que tenia que cuidarse y que su vida dependía de el. Le cantaban, hacían dibujos, obras de teatro con calcetines que la mama de Pedro confeccionaba con ojitos locos para que parecieran títeres, en fin, de diferentes maneras. “No te exaltes...” le decían, “No hagas actividades que vayan a requerir mucho esfuerzo de tu parte”, “No cargues cosas muy pesadas”, “No vayas a hacer cosas que te puedan asustar o dar una sorpresa”, “No comas cosas muy grasosas, ni nada con cafeína”, Pedro pensaba que era una lista interminable de cosas que no podía hacer, pero hubo un aspecto del que sus padres nunca le advirtieron y finalmente fue el villano causante del desafortunado evento de ese día.
Ese día en el que sufrió su primer infarto, también fue el día en el que les mintió a sus padres por primera vez. Cuando le cuestionaron sobre lo que estaba haciendo previamente al ataque, el comentó que había visto a una víbora deslizarse por de entre los rosales que crecían al lado del área de juegos, la cual le había pegado un susto. El personal de intendencia pasó una semana entera, buscando al rastrero animal, hurgando violentamente los rosales, y poniendo trampas para serpientes por toda la escuela. Nunca se encontró dicho animal.
Lo que también fallaron en notar, es que previo al receso de ese día, los rosales junto al área de juegos tenían 153 rosas rojas, después del receso solo había 152. Una observación sin mucho significado a primera vista, pero tal vez un ojo mas crítico hubiera hilado este evento con el hecho de que Corina Carbajal, de también 8 años y compañera de salón de Pedro, salió ese día con una rosa roja escondida entre los cuadernos de su mochila. Seria entonces, y solo entonces, que ese ojo crítico hubiera caído en la cuenta de que minutos antes de que el receso terminara, Pedro había corrido audazmente a arrancar una rosa de los arbustos, logrando evadir la alta seguridad que mantenían los conserjes que resguardaban celosamente las rosas rojas del rosal, se había acercado tímidamente hasta donde estaba Corina y le había regalado la rosa, diciéndole “Te traje esto, porque creo que esta igual de bonita que tu”, sonrojada y conmovida la pequeña niña le plantó en el mero centro de la cara, directo a los pequeños labios de Pedro, su primer beso.
La chicharra sonó y todos los niños corrieron a sus salones. Pedro permaneció ahí estático, junto a los columpios pensando en lo que había pasado y saboreando sus labios, su corazón se sentía como el motor de un carro de carreras, cerró los ojos y permitió sentir sobre su cara las caricias que le hacia el viento.
Frágil y veloz pasó el momento, interrumpido cuando Pedrito sintió un tirón en su pecho. La cortina del encanto se resbaló deslizándose por el brazo izquierdo de Pedrito, llevándose consigo el beso de Corina, y dejando el rastro de un dolor ácido. Sintió como si un elefante estuviera sentado sobre su pecho, de pronto le invadió un mareo con nausea y se dejó caer de sentón sobre el piso, entonces respirar se le volvió difícil y pesado.
Cuando viajaba en la ambulancia, pensaba en lo mucho que le hubiera gustado pasearse en la ambulancia sin tener que pagar un pasaje tan costoso como el de este ataque y sin sus papás llorando desconsoladamente, a él le hubiera gustado mucho ver a su mamá contenta y feliz. Por un momento se imaginó sentado en el asiento del copiloto con su mamá, sonriendo ambos y con la ventanilla abierta oliendo un pavimento húmedo después de un día de lluvia y su papá manejando la ambulancia y haciendo sonar la sirena, muertos de risa los tres.
Poco después de esta imagen, vino a su mente el recuerdo del beso que le había plantado Corina en sus labios y la reacción que había causado en él. Si un beso de Corina casi le mataba, entonces definitivamente solo había una conclusión a la cual llegar: Las niñas son venenosas y hay que tener cuidado de ellas.
A la semana siguiente, cuando Pedrito al fin salió del hospital y regresó a la escuela, Corina corrió a su encuentro a la hora de la entrada. Traía una tarjeta de “Recupérate pronto” debajo de su suéter, tarjeta que le había costado 40 pesos -los ahorros de todo un mes- y que llevaba de sorpresa para su enamorado. Pedro, procurando evitar otro incidente parecido, pasó a su lado sin siquiera mirarle a los ojos, como si no existiera. Corina no tenia ninguna anormalidad cardiaca, pero si sintió como su corazón se fragmentaba como el parabrisas de un auto golpeado con un bat. Después de ese momento, ninguno de los dos volvió a dirigirse la palabra, mas que para ocasionalmente prestarse un sacapuntas, un lápiz o una goma para borrar.
Pedro fue creciendo, al igual que su vida de cuidados y precauciones. Habían pasado 16 años desde el incidente de ese día en los columpios. Había llevado una vida discreta y callada, alejado de fuertes emociones y manteniendo una distancia sana con las personas. Llevaba una dieta baja en grasas y azucares, podía darse el lujo de comer nieve una vez cada 3 meses, nunca había probado un cigarrillo ni nada por el estilo, no bebía ni comía carne roja, había días en los que cuando iba a almorzar envidiaba a las personas que parecían disfrutar tanto de sus hot cakes enmielados, deslizándolos por su garganta con un café cremoso y dulce, y el con su insípida avena y jugo de toronja. Caminaba una hora diaria en el parque y después de caminar se sentaba en una banquita a ver las personas pasar, estos momentos en la banquita, eran los mas deleitables de su día.
Claramente había cambiado su idea de que las niñas eran venenosas, pero aun había una premisa parecida. Pedro no podría volver a besar a una mujer, mucho menos hacerle el amor, ni siquiera se permitía a si mismo acercarse mucho a una mujer o entablar ningún tipo de lazo emocional. Era una realidad con la que ya había hecho las paces. Cuando lo pensaba o sentía las ganas de saborear de nuevo unos labios sobre los suyos como aquella ocasión en la que tenia 8 años, imaginaba una balanza, en un lado esa sensación y del otro lado su vida, esto siempre lo hacia entrar de nuevo en razón y volver a hacer las paces consigo mismo. Trabajaba desde su casa, diseñando y subiendo páginas web, un trabajo que le dejaba buen dinero y le permitía una vida de tranquilidad, pero al igual, una vida solitaria.
¡Cómo deseaba Pedro, poder tener a una persona importante en su vida! Alguien con quien llegar y compartirle su día, una mujer con la que pudiera acercarse, abrazarla por detrás, oler su cabello y el perfume de su cuello, alguien que le sorprendiera de vez en vez con un susurro en su oído diciéndole lo importante que él era para ella y lo feliz que la hacia sentir.
Había un lugar donde Pedro podía vivir estas experiencias que tanto anhelaba, en su vívida imaginación. Cuando se sentaba en la banquita del parque imaginaba para si, una vida diferente, dejaba su mente volar y remojarse en una avalancha de posibilidades. Imaginaba reportajes televisivos y encabezados en el periódico donde milagrosamente encontraban una cura o tratamiento para su condición, se arreglaba el palpitador, conseguía un trabajo en donde podía socializar, conocía gente nueva y se enamoraba de una buena mujer, se casaba, formaba una familia y vivía todo aquello que veía que las demás personas disfrutaban tan casualmente, una buena imagen.
La soledad, paciente y terca, se fue convirtiendo en un yugo demasiado duro de cargar. Pedro había logrado evadirla, ignorarla o no prestarle demasiada atención, pero tan segura como la muerte, lo sorprendía a cada vuelta de la esquina.
Los años seguían pasando y permanecía quieto en una misma rutina. Había dejado a un lado imaginar curas milagrosas y solo podía pensar en una caricia cariñosa que recorriera su rostro. Creía que un día le ocurriría algún encuentro lindo y fortuito donde conocia alguna chica en el parque, donde ella tropezara y heroicamente Pedro la ayudaba a levantarse, el resultado seria algún “felices para siempre”, pero el tiempo pasaba y esto no parecía ocurrir.
No pasó mucho tiempo para que la balanza que solía imaginar había dejado de inclinarse para un lado y se encontraban ambos lados a la misma altura. “Estoy viviendo sin vivir”, comenzó a pensar Pedro. Era espectador de una obra donde suponía el era el protagonista.
Harto y decidido, finalmente llegó el día en el que se armó de valor. Tomó el teléfono, la guía telefónica e hizo una llamada. Una llamada que había considerado hacer desde hace meses, pero que había pospuesto por falta de agallas. Llamó a la compañía de acompañantes “Afrodita” y solicitó el servicio de una de sus mujeres, concertó una cita para las 6 de la tarde y colgó.
Salió de su casa a hacerse cargo de ciertas diligencias que no podría posponer. La primera parada fue con un abogado, para dejar todo asunto legal resuelto y su testamento dejando todo su dinero y posesiones a sus padres, la segunda parada fue una casa funeraria para hacerse cargo de los gastos de su velorio para que sus padres no tuvieran que pagar nada y no tuvieran que preocuparse por nada -suficientes preocupaciones les había dado ya-, su tercera parada fue a una juguetería donde compró un regalo para sus padres, su cuarta parada fue la casa de sus padres donde dejó silenciosamente el presente junto con una hoja doblada sobre el tapete de bienvenida, finalmente, llegó al supermercado por los últimos ingredientes que necesitaba.
Llegadas las 6, tocó en la puerta la invitada especial de Pedro. Nervioso, y con su corazón palpitando fuertemente abrió la puerta, no sin antes dar un profundo suspiro tratando de calmar su taquicardia. La puerta dejó ver a una rubia, con pelo chino suelto sobre sus lados, su piel era blanca, delicada, casi como de porcelana, tenia esparcidas sobre sus mejillas y nariz unas pecas traviesas e inocentes, tenia unos ojos inolvidables, el iris de sus ojos tenia un borde verde que se iba convirtiendo en color miel al acercarse a la pupila, sus labios vestían un labial rojo prendido que hacia contraste fuertemente con el color de su cara. Su cuerpo, delgado y atlético, presumía un vestido rojo entallado sin tirantes, sus piernas traían unas medias negras que le llegaban a la mitad de los muslos y de las rodillas para abajo calzaba unas botas negras de tacón alto.
-¿Pedro Santiesteban?- preguntó la rubia.
-Si, soy yo. Pasa, pasa- le dijo Pedro nervioso.
La rubia entró segura de si misma adueñándose de la habitación al instante, tenia un aire arrollador. Seguido de entrar, comenzó a deslizar el cierre de su vestido, dejando a descubrir sus rebosantes pechos, delicados y blancos.
-¡No, espera!- dijo Pedro cubriéndose los ojos.
La rubia, nerviosa de haber cometido algún tipo de error se cubrió rápidamente.
-¿Pasa algo malo?- pregunto la rubia desconcertada.
-Tengo otros planes para esta velada, si no te molesta... ¿Podríamos empezar en la cocina?- contesto Pedro sonriendo.
Pedro se dirigió a su cocina, seguido por la confundida rubia. Una vez en la cocina, la rubia encontró sobre la mesa harina, huevos, mantequilla, leche y una variedad de ingredientes mas, la rubia dirigió la mirada hacia Pedro buscando una explicación, quien no tuvo mas explicación que darle y solo pudo darle dos cosas, una sonrisa y un mandil.
Después de una hora de cocinar, pusieron la mesa y sirvieron dos platos de hot cakes con chispas de chocolate blanco y moras, servidos con una generosa porción de tocino como guarnición, una botella de miel de maple, dos cafés dulces y cremosos con un toque de licor de café, un cenicero y dos cigarrillos. Se sentaron y disfrutaron de su comida, resultado de un buen esfuerzo en la cocina, tomaron su café y finalmente prendieron su cigarrillo. Siendo la persona tímida y reservada que era Pedro, no intercambiaron muchas palabras, pero se sentía un ambiente cómodo entre ellos. Lo que si intercambiaron fueron miradas fijas y penetrantes. La rubia, se sorprendió a si misma disfrutando de su velada con Pedro, sentía una tranquilidad y calma que no había sentido en mucho tiempo.
Una vez acabado su cigarrillo, la rubia tomó los platos de ambos y se dirigió al fregador a lavarlos. Pedro, unos momentos después se levantó de su silla y caminó hacia el fregador, encontró a su compañera ahí lavando los platos y se detuvo ante esta imagen. Al verla, imaginó que ella era su esposa y el como seria si esta fuera su vida, su ojo dejó escapar una gotita de llanto, pero su boca dejo escapar una gran sonrisa. Se acercó a la rubia, la abrazó por detrás y olió su cabello, olía a duraznos, llevó su nariz al cuello de la mujer y se permitió oler el perfume, el aroma seductor lo envolvió en un velo de seda que lo hipnotizó. La rubia inclinó su cabeza para permitir que Pedro continuara, dejó de tallar los platos y apagó el agua que corría de la llave. Pedro la volteó y la miró fijamente a los ojos, en este punto Pedro empezaba a sentir la falta de aliento, pero no se detuvo. Llevó sus labios a los de ella y la besó, tomó con sus manos sus caderas y las acercó a su cuerpo, la rubia lo rodeó con sus manos y brazos mojados del cuello. Mientras la besaba Pedro recordó de su primer beso con Corina, y la sensación tan familiar y cálida. Dejo caer dos lagrimitas mas de sus ojos.
El beso se vio interrumpido por el desplomamiento de Pedro hacia el piso, con ambas manos se tomó del pecho, cerró sus ojos del dolor y apretó fuertemente la quijada, pero sin quitar de su rostro la sonrisa de oreja a oreja. Asustada la rubia lo tomó entre sus brazos.
-¿Que pasa, que tienes? ¡Iré a pedir ayuda!- dijo desesperada.
-¡No, no te vayas!- respondió a duras penas Pedro- déjame disfrutar este momento, solo quédate conmigo.
La rubia se soltó en lágrimas mientras Pedro moría entre sus brazos. Casi podía sentir como la vida y los últimos suspiros se drenaban del cuerpo de Pedro. El permaneció ahí, contento y mas satisfecho que lo que jamás había estado en su vida, cerró sus ojos y se volvió a permitir sentir el viento en su cara, cuando los volvió a abrir ya no estaba sobre el piso de su cocina, si no en su escuela primaria, en el área de juegos junto a los rosales. Frente a él, estaba Corina con la rosa roja en la mano, Pedro ya no era el adulto en el que se había convertido, tenia 8 años de nuevo.
-Ven Pedro, vámonos. Ya sonó la chicharra, es tiempo de volver- le dice Corina tomándolo de la mano.
Pedro tomó la mano de Corina y se fueron caminando, al fin, el pecho le había dejado de doler y sentía que podía respirar con toda libertad. La rubia se quedó en la cocina de Pedro con un cadáver entre sus brazos, sollozando.
Los padres de Pedro, al salir de su casa encontraron sobre el tapete de bienvenida dos juguetitos de plástico: Un corazoncito y una ambulancia. El papá de Pedro toma la hoja que estaba a un lado de los juguetes y la vio, venían unos dibujitos en donde iban los tres montando una ambulancia riéndose y abrazándose, y otro donde estaban los tres sentados en las sillas del consultorio de un cardiólogo, de igual manera abrazándose y sonriendo, y finalmente una pequeña inscripción al pie de la pagina que decía:
Gracias por darme su amor, su tiempo y su paciencia. Gracias por tantos momentos inolvidables y felices, al menos para mi todos lo fueron. Los amo con todo mi corazón y acá los espero, en mucho, mucho tiempo, ojala.
Su hijo que los ama, Pedro. |