Hay una cara, una sola, que resume todas las demás. Resume al sol, porque es sol. Resume al viento, porque es viento. Resume al agua, porque es agua. Resume al amor, porque es amor. Es mi amor.
Envuelta en un manto de lágrimas, la luz se escapa hacia lejanos parajes, donde un hombre insulso y perverso contiene todas las llaves de todas las puertas (yo pensaba que no todas las puertas tienen llave, y que él tampoco poseía todas las llaves. El tiempo dijo lo contrario, y ella se vendió).
Las sirenas gritan su destino, cantan su vergüenza, cumplen con el indigno destino, su castigo. Hay un mar hecho de lágrimas que no soporta la muerte. Ellas, solas en su pena, salvan a los hombres y los ponen a salvo en lujosos palacios de oro. Los alimentan los hacen crecer intelectualmente, les hacen probar el néctar y la ambrosía que dicen robar, y luego matan a los pobres hombres, que mueren sabiendo que la dualidad no existe. Ese es su castigo, y nadie lo sabe. Y las juzgan. Yo me compadezco de ellas; ellas también se compadecen de mí.
Un tenedor volando desde lejos, desde miles de kilómetros, desde tierras distintas, desde soles rojos y lunas amarillas. De repente, el tenedor se clava en la garganta desamparada. Ella pega el primer grito. Mi agonía sucede a su grito, y el calor a la agonía. La sangre, empapada de lágrimas, ahoga todo vestigio de pureza (como en el séptimo círculo del Infierno de Dante: los violentos ahogados en un río de sangre hirviendo).
Allá abajo, abajo de la montaña, todo es rojo, amarillo, gris oscuro. Tus gritos se diluyen en los míos, y los míos en una caricia. Sólo una lágrima entre los dos puede terminar con el agobiante calor, al menos un rato. Sólo una lágrima, como la de Balder. Sólo una lágrima, querida, una lágrima tuya. Pero también mía. ¿Nos entendemos?
Hay una cara. Una sola. |