(Recuerdos de cómo viví
el golpe militar en Chile.
Cortos relatos-reflexiones. Nº 7)
Al llegar al Campo de Concentración nazistoide me di cuenta de que el estado anímico de los presos políticos era terrible. Muchos torturados, deshechos también físicamente.
Varios, llevados a interrogatorios al regimiento de Tejas Verdes, no habían regresado. De más de alguno nunca más se supo.
Sobre todo, la incertidumbre mata internamente. No sabíamos qué iba a suceder con nosotros, pues estábamos al tanto de asesinatos cometidos ya desde el mismo día del golpe militar.
Tuve una idea loca: Solicité con tiempo autorización para celebrar la misa ese domingo. Cuando me detuvieron, mandé aviso con alguien al párroco del Puerto de San Antonio sobre mi situación. Curiosamente, me autorizaron para celebrar la Eucaristía en ese lugar. Enrique Troncoso, el párroco, y actualmente obispo de Melipilla, me llevó todo lo necesario.
Casi todos me conocían, porque antes de ser párroco en Cartagena, estuve trabajando en la parroquia del puerto.
Yo sabía que algunos de ellos no eran católicos, o lo eran algo alejados. Sin embargo, asistieron todos.
No estaba autorizado para predicar, me dijeron, pero, me las ingenié para dar algunas palabras de consuelo y ánimo basadas en las lecturas bíblicas, que llegaron al corazón de los presentes. Sentí que nos sacudimos bastante del ambiente tenso que reinaba en el lugar. Así me lo comentaron después.
Fue una Eucaristía emocionante y liberadora.
Es que el ser humano, en el fondo, tiene un sustrato religioso, el que aflora en los momentos difíciles de la vida. Esa fe reanima y lleva a la esperanza; hace más livianos esos pesados momentos
A menudo escucho críticas a las personas que en momentos difíciles, como enfermedades o terremotos, recurren al Señor. Yo no los critico.
Puede que sea algo meramente psicológico, pero también hay que reconocer que esa actitud responde a algo más profundo: la búsqueda de Dios y de lo infinito.
(Próximo relato: 8º. Los Panaderos)
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