Alguna vez a todos de chicos nos han preguntado: ¿Qué querés ser cuando seas grande? Las respuestas…tan variadas como las personitas a las cuales se indague. De todos modos, ciertos lugares comunes suelen encontrarse, una suerte de vocación de servicio y de aventura hace que muchos busquen ser policías, bomberos, detectives. Otras anhelarán ser bailarinas, otros se animarán a decir “como mi papá”, y hasta algún chiquilín con inevitable optimismo ambicionará querer ser feliz.
En fin, y al fin, después se termina haciendo lo que se puede, y sólo unos pocos afortunados podrán elegir aquello que alguna vez soñó ese niño que dicen que llevamos dentro por quién sabe dónde.
Hay cierta edad en la que uno se pone a evocar lo que hizo con el tiempo vivido, una suerte de inventario vital donde se repasan aquellos momentos que la mente se encargo de no eliminar de la lista de recuerdos. Cuando joven uno no se detiene, va y va para delante sin darse la vuelta, sin mirar por donde viene dejando huella. Ni hablar de darse vuelta y escudriñar el camino desandado, no se puede (o eso dicen). Pero llega un momento, cuando la muerte se vuelve cada vez más parte de la vida, o quizás más consciente e inevitable, porque siempre está ahí agazapada, que uno vuelve, repasa, retuerce y revive su pasado con una mochila cargada de sensaciones. Creo que por eso a los viejos nos dicen que somos nostálgicos.
Pero más allá de lo imposible y angustiante que se me hace hablar sobre la muerte, simplemente porque no sé qué es, ni porque tengo ninguna religión que me garantice un final feliz, es que prefiero retomar el tema que me convoca en estas líneas y al que el título hace referencia: mi vocación.
De joven debo reconocer que fui de esos que pudo elegir su profesión. Entré a estudiar, me instruí, hice amigos, tuve grandes maestros, otros de cabotaje, aprobé, desaprobé materias, y finalmente, me recibí de médico. Trabaje durante tantísimos años, tuve gratas vivencias, algunas amargas, y nunca supe qué o quién me llevó por este camino.
No crea el lector que a mis ochenta y tantos septiembres comencé a psicoanalizarme, y que por eso estoy reviendo mis elecciones vitales. Nunca creí, equivocado o no, en los académicos desconocidos que opinan sobre la vida de uno. El punto clave que me dispara a pensar estas cuestiones es el tiempo. Porque ahora lo tengo, ese tiempo que retuerzo y estiro, las horas y hasta los minutos se hacen más duraderos, eternos. Y el tiempo es de uno, y sin prisa lo derrocho sin conciencia de su existencia. Y en esos ratos que le pido prestados a la eternidad, pienso. Medito. Evoco desde el corazón y me vuelvo por ese camino que como un pecado de juventud no anduve a paso más lento. Y en cada paso levanto polvo con olor a pasado. Dicen que olfato dispara a uno hacia atrás y hace más vivos los recuerdos. Y fue caminando por ahí, por mis primeros años, que me topé con un olor poderoso, inmediato, casi nauseabundo, pero que me catapultó sensaciones agradables. No me costó distinguirlo, era olor a ruda, esa planta que despedía tanto olor cuando mi pelota la impactaba una y otra vez. Y desde ahí, se me apareció la imagen de mi bisabuela, la nona, con sus plantas.
Cuando niño siempre me enfermaba: anginas, alguna gripe, el asma, el apéndice. Y la nona siempre estaba haciéndome compañía al pie del cañón, o mejor dicho, al pie de la cama jugando conmigo durante mi convalecencia. De más está decir cuanto disfrutaba de aquellos días, que como me sucede ahora, se me hacían largos, eternos, quizá porque ella por vieja y yo por botija no teníamos conciencia del tiempo que amenazaba (inútilmente) desde la pared bajo la forma de reloj.
Cuando las primeras líneas de fiebre decían presente y mi mamá me enviaba a la cama, como parte de una ardua negociación para cumplir el mandato, yo solicitaba que la busquen a la nona para que me cuide. Y ella aparecía con su renguera a cuestas. A veces mis anginas duraban más de lo vaticinado por mi pediatra quien no lograba entender cómo la fiebre persistía durante seis o siete días con antibióticos y antitérmicos. Calentar el termómetro en la lámpara de la mesita de luz fue uno de los artilugios más utilizados para prolongar mis convalecencias, y así faltar a la escuela y continuar jugando todas las tardes con mi compañera de aquellos tiempos. Pero más allá de mis picardías cuando me sentía un poco mejor, al principio de la enfermedad me sentía realmente mal, con dolores y era algo que no me agradaba.
Durante mis años de médico atendí a muchas personas que inventaban enfermedades para llamar la atención y así aprovecharse de la situación. Igual uno los veía, los revisaba y se daba cuenta enseguida por dónde venía el tema. Pero lo mío iba enserio, me enfermaba de verdad. Dos operaciones: apéndice y amígdalas fueron un costo muy alto para pensar que yo inventaba mis padecimientos. Será por eso que desde chico siempre me pregunté por qué se enfermaba la gente, y desde ese cuestionamiento empecé a forjar mi futuro. Cualquier académico hubiera encontrado en la ciencia una accesible respuesta a mi pregunta. Basta con un inventario, aunque largo, fácil de enumerar: algún microorganismo, defensas bajas, modos de vida, autoinmunidad, entre tantas otras.
Yo nunca logré resolver la pregunta, y las respuestas científicas no me convencieron. Y quizá así esté bien, sin contestar. Pero de lo que si estoy seguro es que todas aquellas personas que enferman tienen algo que necesitan, algo que contar y que no saben cómo hacerlo. El cuerpo de cada paciente tiene algo para decir. Los caminos de cada persona son algo intrincados. Difícilmente mi pediatra hubiera llegado a entender el origen de mis dolencias infantiles. Por eso creo que estudié medicina, para ayudar a la gente a encontrar el por qué de sus malestares. No siempre (creo que la mayoría de las veces) logré auxiliarlos, pero me alcanzaba con intentarlo.
Nunca sabré si es verdad o no, pero me basta con que sea mi verdad. Aún así, en todo este tiempo de lo único que me convencí y que estoy seguro, es que yo me enfermaba para poder jugar con mi bisabuela.
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