Anoche soñé con mi alma. Era una hermosa muchacha de mirada suave y luminosa que me esperaba apoyada en la baranda del larguísimo balcón que sirve de pasillo común de acceso a los departamentos de cada piso. Ambas teníamos unos trece o catorce años. Al cruzar su mirada la reconocí enseguida, me era tan cercana y querida que mientras avanzaba a saludarla me preguntaba cómo era posible el haber olvidado su existencia.
Yo salía de mi hogar siguiendo a la que parecía ser mi madre. Digo parecía ser mi madre, porque a pesar de tener su mismo aspecto físico, todo lo demás era completamente diferente, como una especie de robot que daba órdenes sin mirar a los ojos, tan lejos de la afabilidad y amabilidad de mi mamá de toda la vida. Representaba seguramente una parte de mí, esa que se va formando y reforzando a medida que avanzamos por la vida, adaptándonos a los cánones sociales, forjándonos una imagen acorde con lo que los demás esperan de uno, una especie de “yo” adaptado socialmente, sin verdadera consistencia, capaz de apropiarse formas y actitudes de aquí y allá, adoptándolas como suyas, ese agujero vacío y pegajoso del que alguna vez habló Cortázar. Lógicamente, como la imagen de nuestra madre representa la protección y amor absolutos, es muy cómodo para ese “yo social” adoptarla con el fin de ser obedecido incondicionalmente. En buenas cuentas, se trataba de una parte de mi, aquella que dominaba todas las otras parcelas de mi ser.
La mujer seca y tiesa había ordenado: “ven, vamos a visitar a mi familia”, y yo la había seguido sumisa, sin hacerme ningún tipo de preguntas. Fue al cerrar la puerta que la descubrí. Me observaba paciente y sonriente acodada en la baranda en medio de otros jóvenes y niños que acostumbran jugar en el pasillo. Su mirada luminosa me atrajo, me volví hacia ella para mirarla con atención y en ese momento la reconocí y recordé que ya nos conocíamos, tal vez desde siempre. Me acerqué a saludarla y me dijo: “hace tiempo que no conversamos, podríamos hacerlo ahora”. Espera, respondí, ya vuelvo, y corrí tras la mujer autoritaria que se había detenido tras dar unos pasos y me esperaba inmóvil aunque sin volverse; le expliqué lo mejor que pude, se trataba de una amiga que no veía desde hacía mucho tiempo. Mis palabras la hacían irse poniendo cada vez más rígida y a pesar de que el asunto parecía no gustarle para nada, tuve la impresión de que le era imposible oponerse a mi deseo. “Allá tú” me lanzó furiosa y siguió tiesamente su camino.
Al volverme, el pasillo estaba completamente vacío, todo el mundo había desaparecido y lo único que se me ocurrió fue volver a casa. Golpeé a la puerta y me abrió una mujer sucia y mal agestada que parecía estar recubierta de tierra recién removida; su mirada hostil denotaba su impaciencia, con toda evidencia yo había llegado a interrumpir algo importante. Le dije con calma que quería ver a la muchacha que me había invitado a conversar, a lo que ella no respondió aunque después de un buen momento de indecisión, terminó por dejarme pasar muy a pesar suyo, como si ella tampoco pudiese oponerse a mi demanda.
La oscuridad y el desorden eran impresionantes, todo estaba amontonado y revuelto, se veían libros desparramados por el suelo, y todo cubierto de esa misma tierra fresca que recubría a la mujer que parecía desbordada, como si la tarea de desorden y desbarajuste la mantuviese en en una actividad incesante y renovada ad infinito. Me señaló de mala gana la escalera que llevaba al piso superior y al subir pude verla: mi bella amiga resplandecía en medio de la penumbra dentro de una hermosa tina blanca ovalada, casi circular, llena de un agua cristalina que brillaba suavemente con destellos de luz de diferente intensidad, como si la luminosidad proviniese del agua misma.
Se encontraba sin lugar a dudas en su elemento, esa parcela de luz le permitía protegerse de la oscuridad que la rodeaba. Su sonrisa era una invitación a acercarme, su mirada parecía decir: “recuerda, no olvides quien eres”.
Y empezamos a conversar. ¿De qué? Lo ignoro, porque eso se borró de mi memoria.
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