La noche cubre a la ciudad con una densa capa. Las estrellas no brillan, opacadas por la luz artificial de innumerables faroles alineados. Es como si el cielo mismo ignorase su presencia. Aquél pensamiento le da la valentía y desición que le hacían falta. Silencioso, se desliza al interior de la casa con la agilidad de un contorsionista, posando suavemente su pie en el suelo alfombrado del hogar.
Todo es como le habían dicho. A pesar de la oscuridad, las instrucciones fueron precisas y acertadas, y le permiten moverse sin hacer un sólo ruido delator, sin rozar siquiera los estantes revosantes de desorden, amenazantes como alarmas improvisadas. Mientras sube las escaleras, ruega porque el más importante dato sea cierto. Al abrir la puerta del dormitorio descubre casi con pavor que aquella mucama no era perfecta: feliz en su ignorancia, duerme el acaudalado burgués sobre sus sábanas de tela importada. Su profesionalismo, sin embargo, se mantiene incólume, sin permitirle siquiera dar un suspiro.
Hallándose ahí, no está dispuesto a deshacer el camino ya andado, y regresar a casa con las manos vacías. El rostro de su familia ociosa y sucia en un campamento le niegan aquella posibilidad. Con una sangre fría que ya se quisiera un apostador, llega silencioso junto al segundo cajón del velador. Y ayudado de una ganzúa y su experiencia adquirida junto a un antiguo compañero muerto, logra abrir -no sin esfuerzo- el estrecho pasaje a una mejor vida.
La abultada cartera negra es apenas perceptible bajo la escaza luz que se cuela por la ventana, pero sus adiestrados ojos serían capaz de ubicarla incluso en medio de una noche sin luna. Al levantarla, y justo antes de guardarla en un pliegue secreto de sus ropas, se encuentra frente a frente con los ojos cargados de sorpresa y confusión del obeso empresario. Un breve instante más de silencio no es capaz de persuadir a la víctima de mantenerse calma. Impulsado por el amor al dinero que años de arduo trabajo han hecho florecer en él, se lanza en furiosa arremetida contra el delgado ladrón, quien en un movimiento casi instintivo -de supervivencia, diría su antiguo compañero- apenas tiene tiempo de desenfundar un roído cuchillo de cocina que utilizó para abrir la ventana.
El metal ha sido siempre más resistente que la carne, y ni si quiera las telas importadas se escapan de las imborrables manchas de sangre. En especial cuando ésta proviene en abundante caudal del pecho desgarrado de una gorda víctima del insomnio. |