Nuestra adolescencia fue como un ingreso cuidado al mundo real, el inicio del camino hacia la madurez. Éramos demasiado grandes para ser niños y demasiado jóvenes para ser adultos.
Como cualquiera que lo ha pasado, fue el despertar de los hombres y mujeres que somos ahora. En ese tiempo aparecieron en escena los asaltos. Ahí aprendimos a comportarnos y a conocer las diferencias. Y como añadidura, fuimos felices. El grupo que nos daba la pertenencia de algo en el mundo era el refugio de los sábados a la noche.
En los asaltos se llevaron a cabo los primeros intentos serios de acercamiento con las chicas, los ejercicios de conquista. Los preparativos casi religiosos antes de entrar en el living de alguna casa que se convertía en un campo de batalla, frente a frente en equipos. Lo que empezaba como una reunión fraternal de a poco con los sonidos saliendo de los parlantes, continuaba con el contacto hacia el sexo opuesto. No cabe duda que abrevamos en esas aguas de romanticismo. Los chicos íbamos diseñando nuestra futura forma de relacionarse con las mujeres. Era inequívoca señal de inicio al ruedo amoroso, elegimos la heterosexualidad en esos bailes. La música de baladas, románticas, la poca luz hacían el marco óptimo para enseñarles buenos modales a las hormonas. Éramos cachorritos humanos practicando flirteos con veleidades de crecidos. Todo estaba en orden, lo más parecido al cielo. A las chicas les sucedía algo parecido. Practicaban como dejarse acercar, dando permiso con un abrazo al cuello y a veces con pánico escénico al sentir un cuerpo desconocido en la penumbra.
Al final de la canción, todo estaba dado. En el balcón y a solas se esperaba el lance trémulo que si era acertado en todos los órdenes, tras un lapso de días de pensarlo, las reinas decían “sí”. En ese momento bisagra los protagonistas comenzaban a “salir”, algo así como novios incipientes. Juntos aprobábamos el primer examen sobre estar enamorados.
El paso siguiente era el beso. Otro momento bisagra el primer beso. Pleno de emoción y miedo cuando nos besamos eliminamos por un instante la respiración y el tiempo mismo se detenía brevemente. Si el living era lo más parecido al cielo, el beso era lo más parecido a la gloria.
Nos hicimos de esa manera, juntos jugamos algo que definitivamente nos formó, en conocer como era lo ideal y lo real, Lo ideal ya lo describí, lo real, lo que pasamos. Hasta allí no usamos sábanas como partitura, sino la frescura de saber que el sábado siguiente te ibas a encontrar con quien te hacía sentir único, en otro living, con media luz parecida, con música parecida, con situaciones parecidas. Para la mayoría fuimos un pedacito de pasado que duró lo suficiente para ser inolvidable.
La flecha del tiempo no se dirige en un único sentido, ni siquiera tiene continuidad. Hawking no sabe nada de esto porque no vivió en La Boca ni con nosotros. Si hubiera estado, su visión hubiera sido distinta. Y tal vez no haya escrito lo que escribió.
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