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Morir después

Llegué, como casi todas las tardes, al departamento de Ángel. Un alboroto inusitado rodeaba la entrada del edificio. Tuve el presentimiento de una desgracia.
Apuré mis pasos abriéndome camino entre los curiosos, algunos vecinos y un policía que trataba de poner orden. Se escuchaba a lo lejos la sirena de una ambulancia. Había un verdadero cerco de personas que gesticulaban y gritaban impidiendo ver la escena. Pregunté a los que estaban mas cerca; unos decían que había caído una mujer, otros un hombre joven, desde un piso superior. Sentí palpitaciones aceleradas y a los empujones llegué hasta el centro de atención de todos. Cuando lo vi, se confirmaron todas mis angustias.
Parecía un muñeco desarticulado, sus brazos y piernas colgaban de su tronco, como una marioneta en reposo. Mi llanto no alcanzó a desembarazarme de la culpa.
Al no darme cuenta a tiempo, de lo que a mi hermano le había sucedido, me hizo sentir tan culpable como su historia.

El regreso de Angelito de Malvinas en Julio de 1982, no fue como el de otros compañeros, con la alegría sana de una familia numerosa que lo recibía. Y cuyas caras aparecían en televisión contentas y aliviadas, mezclados con noticias del mundial de fútbol en España , donde a pesar de la guerra, participábamos con nuestra selección.
Ángel vino con un brazo roto, la cabeza vendada e innumerables contusiones. De casualidad fue salvado por los compañeros, en una incierta circunstancia. Cuando retrocedía -según nos contó- desde el Cerro Dos Hermanas. Sólo estaba yo para recibirlo.
Al principio, la adaptación a la vida normal pareció encarrilarse. Mi visita diaria para conversar, jugar a las cartas, llevarle libros y revistas; se había convertido en una tranquila costumbre para los dos. El no tener otro familiar, me hacía responsable de su cuidado.
Pretendí informarme más sobre la guerra leyendo crónicas pasadas para estar preparado en algunas preguntas o seguir su razonamiento. Hablábamos sobre una desnuda, cruel y descarnada realidad, no de una simple ficción.
Me impresionó vivamente una nota que decía: “La batalla de 1982 terminó el 14 de junio y Argentina sigue teniendo bajas...el número de veteranos que se quitó la vida en los últimos tres años es de 185”.
Intenté olvidarme de esto y otras noticias semejantes. Además, estaba buscando la forma de inducir a Ángel hacia un tratamiento que aliviara sus tensiones. Tenía que evitar que quien había pasado por una situación límite creyera que su sacrificio y el de sus compañeros habían sido por una causa injusta.
Con el paso del tiempo, empecé a notar en él una angustia creciente y advertí que una extrema tirantez lo incitaba a mirar en torno con repetido recelo y una alarma apenas disimulada.
Sin una causa aparente, comenzó a preguntarme con más frecuencia si yo conocía al enemigo. Al principio no lo entendía -o no quería entenderlo- disimulando la respuesta con evasivas. Más tarde, preocupado, traté de indagar en su mundo que presentí espinoso y complicado.
Hablamos, en los momentos tranquilos, de que recibiera apoyo terapéutico. Él aceptó, y abrigué la esperanza de que tal vez esto lo ayudaría a sobreponerse.
La siquiatra, una joven agradable y eficiente -de una dulzura suave que ocultaba su reciente inicio en la profesión- le recetó pocos tranquilizantes, sesiones semanales y un entretenimiento que formaba parte de una novedosa terapia
Ángel tenía que llevar un diario, donde a última hora debía escribir lo sucedido durante la jornada. Según dijo la doctora, el recordar lo alejaría de supuestos, le abriría la mente y se comunicaría en forma más eficaz. El aparente sosiego que predominó durante algún tiempo me hizo olvidar del enemigo que la imaginación de mi hermano había creado.
Él parecía cumplir con todas las prescripciones acordadas. Avanzaba, mejorando en su estado de ánimo, con una cautelosa custodia de mi parte. Porque yo vigilaba el cumplimiento de sus obligaciones, incluso estaba atento a que escribiera el relato de sus actividades en el diario al final del día. Al diario lo guardaba celosamente.
Había vuelto a ser el Ángel que era antes de ir a Malvinas -o a mí me parecía-con la cara distendida y el ánimo relajado. Estaba contento y esperaba con alegría la sesión que cada lunes mantenía con la joven terapeuta.

Pero algo flotaba en su mente aferrada a los recuerdos. Regresaron sus fantasmas y, otra vez, nombró al enemigo. Me quedé más tranquilo cuando la doctora me dijo que en todo tratamiento hay situaciones recurrentes que el paso del tiempo iba a acomodar. Deberíamos acompañarlo y contenerlo.
Me impuse, casi como una obligación, la ardua tarea de averiguar qué extraño desorden se cruzaba por su mente. Qué pensamiento lo llevaba a encontrar enemigos en cualquier persona que veía pasar desde la ventana del cuarto piso, donde vivía.
El avance de su obsesión lo conducía a denunciar -después de un tiempo de estar conversando- la presencia de un hombre o unos hombres que se habían convertido en una tenaz amenaza.
Ya no alcanzaban mis palabras tranquilizantes: “calmate ya se fue, no hay nadie” u otras similares, él parecía no oírme, perseguido por una oscura intimidación.
No tardé en comprobar que mi empeño era completamente inútil, ante el poder de ese intruso despiadado; ninguna treta sirvió para eliminar el excluyente dominio del perseguidor. Sólo me tranquilizaba la opinión positiva de la doctora. Su consejo y...el tiempo.
Ese relajarse en el cuidado, el trajín cotidiano y otras ocupaciones me hicieron bajar la guardia en los cambios que notaba imprecisos. Él trataba por todos los medios delante de mí de mostrarse relajado, estar bien.
Olvidé que la naturaleza humana crea intimidaciones que están más allá de los tratamientos, la voluntad y la esperanza. El enemigo que estaba al acecho terminó con la vida de mi hermano.

Subí apresuradamente al cuarto piso, forzando la entrada del departamento, que tenía muebles formando barricada. El desorden era notable. Atrajo mi atención la ventana sin obstáculos. La cortina corrida y las dos hojas abiertas.
Buscando sin saber alguna causa que hubiera provocado el desenlace, atiné a leer su diario personal, cosa a la que no me hubiese atrevido en otra circunstancia.
Lo miré con la angustia infinita de la fatalidad y comprendí mi error y el de la terapeuta. El diario estaba escrito con una asombrosa e inversa simetría. Comenzaba en el momento del inicio y retrocedía día a día en el tiempo. Estaba escrito al revés. El primer día, fecha del comienzo decía:
6 de junio de 1985: “Empiezo este diario por pedido de Ester, la doctora me cae bien, es muy linda... ¡que buen cuerpo tiene! Sólo espero qué llegue rápido el lunes...bueno no sé qué más escribir”
Avancé rápidamente. Cuanto más adelantaba las hojas, más retrocedía en el tiempo. La penúltima hoja decía:
20 de mayo de 1982:”Mis compañeros me escondieron detrás de una gran piedra, estaba golpeado y aturdido. Vimos venir un helicóptero y pensamos que era un aparato de rescate. Tres de mis compañeros hicieron señas con los brazos en alto y un paño blanco. Desde mi escondite, observé que ese helicóptero estaba ultimando sistemáticamente a los heridos. Lo hacía con verdadera saña”
19 de mayo de 1982:” Retrocedíamos desde el Cerro Dos Hermanas. Caminé en la oscuridad varias horas, hasta llegar a una torre de dos pisos que sirvió de observatorio. Subí al piso más alto y cerré la entrada con barriles metálicos, esperé arriba. Después de un tiempo escuché voces y órdenes imperiosas. El miedo me paralizó. Era el enemigo: ¡Jamás me atraparía! Tenía una escapatoria, la ventana estaba abierta. Gabriel Vilotta

Texto agregado el 21-05-2012, y leído por 182 visitantes. (0 votos)


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