A POZUZO A PATITA
-A Patita a Pozuzo-
Fue en días de Fiestas Patrias, temporada del año que al igual que en Semana Santa, nos brindaba más días libres continuados.
En esa oportunidad habíamos llegado a Oxapampa, cálida ciudad de nuestra ceja de selva, una veintena de muchachos; muchachos, algunos sin llegar a la edad de la mayoría de edad. En ese tiempo se alcanzaba esa edad a los 21… ¿recuerdan?
La pequeña casita de madera (poco más de 12 m2.), casi de juguete, en la que habitaba Meche, nos acogió con las puertas y ventanas abiertas, esto de manera literal, sobre todo en las noches, por el calor y porque con tanta gente, la mayoría durmiendo a como pudiera acomodarse en cualquier espacio en el piso, había quienes tenían que entrar y salir a través de aquellas.
Después de algunos, como siempre, muy agradables días, la mayoría tuvo que volver a la capital; Se fueron de a tres, de a cuatro, de a uno… como ese juego de atención y alerta. Los que quedamos, con la idea de hacer una visita a la localidad de Pozuzo, fuimos seis: Gladys “Lala”, Rebeca, Olga, Manuel, Nino ahora más conocido como Héctor, (que había cogido un refrío o algo así, y por él que esperamos unos días, en la esperanza que recuperara, aunque sea parte de su salud, antes de partir en esa excursión) y “miky”, es decir, “mi”, yo, Juan.
Como el dicho que apunta nuestro incomparable tradicionalista Ricardo Palma en uno de sus escritos “la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro”, los dos o tres días que esperábamos la mejoría de nuestro sexto expedicionario, la pasamos en calma y sin desesperar, casi al más puro y delicioso estado de ocio y, como “pollitos a la brasa”: es decir… dando vueltas y vueltas, sudando por el calor.
Fieles a nuestras costumbre campistas, nos repartíamos algo de las pocas tareas por hacer en la casita, y he aquí la oportunidad para hacer una tardía confesión: Creo fue el último día antes de partir, cuando a Manuel y a mí nos correspondió la preparación del almuerzo: un suculento arroz con… huevo frito.
En esos días aún no tenía, ni remotamente, la calidad de “pasable” cocinero que tengo hoy en día y creo que Manuel tampoco.
Por no decir menos: El arroz nos salió algo masacotudo, y como ninguno de los dos se aventuraba a romper los huevos y ponerlos a freír, los arrojábamos a la sartén desde casi atrás de la puerta de la sala al dormitorio, en donde estaba la cocinita, y después procurábamos retirar todo el cascaron que podíamos. Terminada esa ardua y desconocida labor, les dejamos preparados y servidos sus platos y decidimos irnos a almorzar a un restaurante, en una de las esquinas de la plaza de Armas. Para mí es fácil recordar lo que almorcé fue: “Lomo saltado”; Y me es fácil recordar porque hasta hoy, en esta mí ya algo larga vida, cada vez que he salido de viaje, a un campamento, una excursión o un paseo, siempre, siempre, con o sin intención, me ha tocado comer “Lomo saltado”. Quizás sea uno de mis karmas, algo debe haber de eso.
“Lomo Saltado”
Carne de res de la parte de lomo cortada en cubos largos, más o menos de 1 x 2 cms.; Papas, cortadas en cubos de 1 x 6; Cebolla, de preferencia roja, cortada larga y algo ancha, igual que el tomate; Algunas tiras de ají amarillo; Sal, pimienta, vino o vinagre y Sillaú (salsa de soja). [Algunos le agregan cebolla china cortada menuda y alguna ramita de perejil].
Freír las papas y reservarlas con algo de sal. Freír la carne aderezada con sal y pimienta. Agregar la cebolla con el ají. Añadir vino (o vinagre si no hay vino) y un poco de Sillaú. Finalmente, antes de apagar el fuego, poner el tomate y sólo sofreírlo. Servir con arroz blanco.
Al final, sin más ánimos ni tiempo para esperar, decidimos partir dejando a Nino al cuidado de la casita y la casita al cuidado de Nino.
Averiguado todo lo necesario, nos encaminamos a las afueras del pueblo en buscar de algún vehículo que nos acercara a Quebrada honda, o Cañada Seca, como también era conocido ese último punto de carretera hacia Pozuzo.
Allí llegamos al atardecer, con un torrencial lluvia como bienvenida a la Ceja de Selva más profunda por el grupo visitada, a bordo de un camión de carga; por suerte nos permitieron pernoctar en la tolva del mismo camión en que llegamos. Guarecidos bajo su grueso toldo, se veía, tras una lluviosa cortina, algo difusas, las provisionales instalaciones de ese remoto lugar, con gente yendo y viniendo, haciendo y deshaciendo; conversando, fumando, comiendo o bebiendo algo. Se me imaginaba estar viendo en una película, en un “ecran” de lluvia, algunos vaqueros trashumantes.
Entre las acostumbradas chácharas, y bromas tan comunes entre nosotros, nos fuimos entregando al profundo sueño que provoca el no tener nada urgente que hacer.
Con una lluvia así, torrencial, común en esos lugares, la experiencia los lugareños nos aconsejaba salir a primera hora del día, antes que la recua de mulas que se encaminaría también hacia nuestro mismo destino, con carga y mercancía, pero nuestro sueño, y el poco afán de seguir consejos, nos hizo salir ya bien empezado el día y no antes de tomar un precario desayuno.
La primera parte del camino como que nos daba la razón: tras la recua no habría quien nos apure en las 3 ó 4 horas de caminata que nos aguardaba, según los informes recogidos; Pero una vez entrados en la ceja de selva propiamente dicha, digamos menos invadida por el hombre, en donde se llega a apreciar uno que otro animal que no es fácil de encontrar ni ver en vivo y directo, y en donde el camino ya se restringía a una sola única trocha, totalmente rodeada de tupida vegetación, que de todas maneras había que seguir sí o sí, nos encontramos en una situación que de haber seguido los consejos nos hubiéramos evitado, al menos por un trecho: el hecho era que con lo mojado del suelo, y con el uniforme y periódico paso de las mulas, éstas habían marcado el camino de una manera poco conocida para nosotros, una especie de surcos transversales al camino, marcados y horadados por cada paso; así el camino se veía aparentemente casi plano, pero en realidad estaba formado por las cimas de estos surcos transversales y sus respectivas simas , que no alcanzábamos a ver bajo las barrosas aguas que las cubría.
La práctica da también soluciones, por lo que descubrimos que si podíamos mantener un buen equilibrio y dar pasos de cima a cima, cual escalones planos de una larguísima escalera, todo podía salir mejor. Pero una cosa es pensarlo y otra practicarlo, pues las mulas con pasos más largos, hacen estos surcos a tramos bastantes más anchos que nuestros pasos, por lo que de cima a cima, teníamos que hacerlo casi dando saltos que con lo barroso de la situación, muchas veces terminábamos hundidos en las profundidades de las simas, casi hasta la cintura, con la consecuente salpicadura de lodo... en todo el cuerpo, incluyendo cara, cabeza, ojos... y hasta, seguramente, un poco en el alma.
Hay hechos que jamás se olvidan y quedan permanentemente grabados en la memoria, y así como en algunos campamentos alguien llevaba su pijama, otros sus platos y tazas de loza, inolvidable es que nuestro querido Manuel había ido con zapatos comunes y de uso diario, y por más que ataba fuertemente los pasadores, sus zapatos se resistían a seguir con él y muchas, muchísimas veces, quedaba, por lo menos uno, pegado en el fondo de los surcos. Pero esto también era parte de la experiencia de este paseíto, y una y otra vez, tenía que introducir su mano… su antebrazo, brazo y, a veces hasta un poco más del hombro, en los pozos de agua, entre cima y cima, en busca de su calzadura.
Por ahí debe andar unas fotografías, bien guardadas, perdidas u olvidadas, que mostraba esto que cuento, y en la que se veía a Manuel y nosotros, como figuras del siglo pasado (o antepasado ya) pues todo embarrados como estábamos, no había colores más allá de un marrón lodo, muy uniforme... de pies a cabeza.
Como el recorrido lo teníamos perfecta y muy bien calculado... y con el “buen” desayuno tomado, después de las 4 ó 5 horas de caminar que teníamos por delante, calculábamos llegar a la hora del almuerzo, así que no había sido necesario tener nada a la mano para comer.
Después del mediodía, aun no nos desesperábamos, total el camino se podía hacer en unas 5 ó 6 horas.
Pero la vida da lecciones todos los días, y los cinco citadinos teníamos una esperando a lo largo de esas entre 8 y 9 horas en que dejamos nuestras ansias y energías en esas barrosas e interminables trochas, que para nosotros no tenían final nunca, y que en cada una de sus esperanzadores recodos, nos enseñó la única alternativa lógica: el seguir caminando sin esperar ver un final después de la siguiente curva... tal como lo es en la vida misma.
Perdida la cuenta de la distancia y del tiempo, no puedo precisar en qué momento Manuel nos dejó, a nuestro cansino paso. ¿Cómo?
Un par de lugareños, pasaron con sus caballos; al parecer eran suegro y yerno, y como se ofrecieron a aliviarnos de nuestra carga, Manuel se fue con ellos, los caballos y nuestras mochilas.
Viéndolos partir, ya a un poco de distancia, alcanzamos a escuchar, unas de sus clásicas preguntas:
- ¡Cuéntame tu vida!
- ¿Eres casado?
- A ver, dime... ¿qué come tu caballo...?
- etc. etc. etc.…
Languidecía la tarde cuando evidentemente se notó que la trocha terminaba. Salimos hacía un pequeño claro, en donde lo que más llamó nuestra atención fueron las enormes hojas “orejas de elefante”, que nos hacían ver como Gulliver en un jardín de gigantes, y en eso... se desató un mini diluvio, digo, mini por lo corto mas no por su intensidad, tanta que por más que buscamos que cobijarnos bajo esas inmensas hojas, quedamos totalmente empapados en un 6 (o sea, en un 2 x 3) y a la vez algo limpiecitos de barro, al menos por fuera.
En ese momento se reafirmó una frase que a lo largo del día y del camino, Lala dejó grabada en el ambiente, frase que no necesita de traducción alguna: “¡¡¡Por la Madre Patria!!!”. ↔
Llegamos a un Hotelito, y tomamos un cuarto para los cinco.
Cuando me tocó el turno de tomar una ducha, tuve que entrar con ropa y todo, primero duchar mis ropas, y una vez quitado todo el lodo, recién ducharme yo.
Cambiaditos y con hambre, salimos a caminar por la única calle que atravesaba todo el pueblito, en aquellos años, en busca de algún restaurante que saciara nuestras apetencias culinarias.
Encontramos uno, casi, casi justo frente a la puerta del cementerio, lo que no quiere decir que estaba a las afueras del pequeño pueblo, sino bien en el centro de esa larga calle.
Igual no estábamos para melindres así que entramos sin más. Para mi gusto y mi costumbre, el menú estaba perfecto: “Estofado de Pollo”, que con lo mucho que el pollo me gusta... y el hambre, devoré mi ración en un santiamén.
Ya estaba oscuro cuando salimos del almuerzo /cena y, sin otra opción, volvimos al Hotel a tratar de recuperar fuerzas con un reparador descanso nocturno.
Campistas al fin, no estorbó el hecho de tener que dormir en el suelo, pues si mal no recuerdo, sólo había una cama, para dos de las chicas.
Entre bromas y rezongos, nos dormimos, pensando en las noticias, una vez más actualizadas, que sobre Pishtacos circulaban en ese tiempo y lugar.
Estábamos “tirando dedo” en las alturas de Cerro de Pasco, nos recogió una camioneta pick-up. Íbamos sobre la tolva y en el piso de ella, un periódico pasado repetía una noticia de esos días “PISHTACOS SECUESTRAN Y ASESINAN A SUS VICTIMAS EN UNA CAMIONETA ROJA”. Recién tomamos en cuenta que la camioneta, en que viajábamos, era roja. A pesar del frió reinante en esos caminos sobre los andes, la sangre nos hervía en la venas… digo, de calor.
La mañana siguiente estuvo esplendorosa: Un cielo límpido y celeste, apenas jaspeado de algunas pálidas nubes, enmarcaban las colinas llenas de verdor que circundaban todo el ambiente (me recuerda el paisaje inicial de “The Sound of Music”... pero, más bonito.)
Paseando, nuevamente por la larga calle, anduvimos todo el pueblo, que por lo demás no era muy extenso, encontrándonos en el camino con la pequeña pero acogedora Iglesia del lugar. Era casi una miniatura de Templo, con un pequeño coro y balaustradas barandas y escaleras. También con un hermoso altar tallado en madera, como tenía que ser en una zona también maderera.
Visitamos de paso la casa parroquial, en donde algunos animalitos, disecados, nos daban la bienvenida y a los que mirábamos con la correspondiente curiosidad, hasta que una de las chicas, cuyo nombre bien recuerdo pero no quiero delatar, hizo la siguiente e inocente pregunta al aparente extranjero Sacerdote que nos saludaba:
-Padre, ¿podemos ver sus pájaros?-
-¡Sí! ¡Clargo que sí!- respondió, risueño y con un travieso movimiento de ojos.
Caminamos y jugueteamos por esas hermosas colinas, llenándonos de verdor y de cielo celeste profundo, hasta el cansancio.
Después de ese empacho de aire puro, libertad y distancias, volvimos al pueblito a buscar que algo comer, y tuvimos que aceptar que el único restaurante era el visitado la noche anterior. Bueno, no importaba, lo único que queríamos era comer, comer, comer...
El menú: ¡Ta ta ta taaa...! ¡Estofado de Pollo! Yo feliz; porque me gusta el pollo en sus mejores siete formas: sancochado, frito, guisado, sudado, escabechado, guardado y calentado.
Hubo algunos reclamos, pero todos lo comimos, porque además en la noche cuando volvimos, también había Estofado de Pollo; al igual que al día siguiente.
Resulta que el menú era semanal; los días de la semana antes a nuestra llegada fueron de pescado y los de la siguiente serian de cerdo. ¡Viva nuestro Perú profundo!
Todo era bello, verdoso, hermoso y esplendoroso, pero teníamos que volver, no sólo porque las tres chicas pronto partirían a residir al extranjero, sino que la carretera desde quebrada honda hasta Oxapampa, que en realidad era sólo un afirmado, no tenía las dimensiones suficiente para permitir un tránsito fluido y menos en doble sentido; su estrechez hacia que el paso vehicular fuera un día de ida y el siguiente, de vuelta.
Nos habían informado que hasta el medio día era fácil encontrar camiones con destino a Oxapampa, y que definitivamente después de las 2 de la tarde, lo único que quedaba, era esperar dos días a que hubiera algún otro vehículo que nos pudiera trasportar.
Creo que salimos después del desayuno; y en un día sin lluvia, el largo trecho de la trocha ya no fue tan difícil hacerlo en 4, 5 ó 6 horas. Me adelante un poco y al salir de la trocha, a algo de más o menos… unos 1234 metros... se veía un camión, al parecer el último y listo a partir, pues se podía ver humo saliendo del tubo de escape
A paso apresurado (casi, digamos, corriendo) logré llegar al camión antes de que partiera, y duras penas lograr convencer al chofer que esperara a los demás.
Las chicas subieron a la cabina, Manuel y yo atrás, sobre un par de “tronquitos” que ocupaban toda la plataforma de los anchos que eran. Estos dos troncos iban atados con gruesas cadenas y nosotros encaramados sobre ellos, bien cogidos de esas cadenas como si fueran nuestro seguro de vida. Asomándonos por el borde de esos troncos que sobrepasaban los lados de la plataforma del camión, viajamos mirando el paisaje de una otra manera singular y con el corazón palpitando a 252 por hora, especialmente cuando para ir bajando por esa carretera, era preciso que el camión hiciera una especie de zig zag adelantando y retrocediendo en un camino muy pegado a la montaña y sin posibilidad de dar una cuerva… ni salir del afirmado sin rodar al abismo. También en las partes en que lo estrecho del camino hacía que el borde del tronco estuviese totalmente fuera del camino y por sobre el abismo, permitiéndonos ver alláááá abaaajo, un hilito, que después veríamos, era un caudaloso río.
Llegamos exhaustos a Oxapampa y encontramos a Nino algo mejor, y a la casita muy bien, y nos dispusimos para la partida de regreso a Lima... tirando dedo.
Después de tan inolvidables días, a pesar de estas a cientos de kilómetros, ¡Ya nos sentíamos cerca de casa!
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