Carlos tiene la sensación que nada pasa. Nada. Nada. ¿Qué pudiera pasar en una ciudad en la que la discusión del momento son los perros vagos que duermen en el alero del edificio de la Gobernación Provincial? Discuten uno, defienden otros. Que el peligro inminente. Que las garrapatas. Que la rabia. Que la esterilización. El turco, desde su voz de Alcalde de derecha y representante del Concejo Municipal, se pone rojo y su estrabismo ocular es un distractor tan potente que mientras agita sus bracitos yo pienso en los colibríes y en su gusto por las flores de los nísperos que había en el jardín de mi abuela. Carlos sostiene el micrófono y me hace un gesto para que tome una foto para el periódico local que mañana titulará esta discusión sosa como si se discutiera de soberanía alimentaria. Tienes razón, Carlos, no pasa nada en esta ciudad, nada. Que los perros vagos. Que el peligro balanceándose como una espada sobre los transeúntes. Que esta Plaza de Armas nunca en armas. Que las garrapatas. Que la rabia…. Si la rabia me dejara una marca imborrablemente perversa en la nalga izquierda, un recordatorio que como un juego de luces gastadas me la recordara cada día al levantarme, al pasarme el jabón distraídamente por el cuerpo y sintiera la carne necrosada, el hoyo en la tersura del culo, “aquí bien cerca de la mierda, tu rabia te saluda”, entonces también algo pasaría en nuestras vidas.
Nos vamos haciendo tristes, Carlos, triste la cogida cada quince días cuando tu hijo va a quedarse al campo de sus abuelos. Cogida sabatina que nos recupera urgentes, desnudos, catalépticos y nos devuelve a la matinée dominguera saciados, vestidos, pero todavía catalépticos, perdidos kindergardianos con el pelo encanecido. Tristes. Mírame la boca que supo de placeres que acababan siempre con un gorrión blanco, la misma boca que te pide coger un miércoles y te descompone el rostro, triste cuarentona en cuarentena, triste periodista al servicio del poder minúsculo, de este poder que todo lo compra con un cordero gordo entre Navidad y Año Nuevo, este poder que te infantiliza a los gritos, y te dice de una calle a otra “¡Carlitos, oye, huevón, ven a tomarte un café conmigo!” No te tomas el café, Carlitos, les chupas la pija a estos cornudos…
No le tomo más fotografías al turco gritándole a esta ambientalista tan vestida de lana, no le tomo más fotografías a las mujeres que nunca se han zurcido una ropa, a estas pendejas que jamás tuvieron un calzón roto, ni lloraron con desconsuelo porque rompieron el último par de pantys que tenían para ponerse vestidos, a estas putas rubias con el sexo como tordo húmedo que no tienen idea del arte y se llenan la boca con un binguito solidario por la cultura, no le tomo más fotografías a este Obispo homosexual con tendencia al lujo, que cuando da conferencias a Dios en realidad quisiera darte una conferencia íntima y tú no te inmutas (¿no te has fijado cómo te mira la entrepierna el siervo de Dios?), no le tomo más fotografías a estas señoras que piensan con cándida esperanza que asistir a un curso de peluquería las sacará de la pobreza, de las casas pareadas y de sus tabiques frágiles, que ese diploma que sostienen en las manos como a un niño prematuro les asegurará menos golpes cuando sus hombres se emborrachan, hijos universitarios, perros gordos y de raza, una cocina sin lauchas y un refrigerador lleno. Te juro que yo no le tomo nunca más una fotografía a esta decadencia, a esta ciudad crepuscular que me atormenta con sus murallas feas y que no se escandaliza porque ya no hay bugambilias sobre los cercos.
Y mira qué sorpresa, Carlitos, debajo de todo sí estaba pasando algo, debajo de este chamanto escondía mi desnudez intacta y me la llevo a otro lugar en el cual el hombre no me pida una fotografía de los perros vagos con un gesto de su ceja, me la llevo al lugar donde alguien me bese la tremenda perfección de mi pezón erecto y en mi boca entreabierta nazcan de nuevo gorriones blancos.
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