A FALTA DE UN LÁPIZ DECENTE, IMPROVISO. Los poetas tenemos eso, siempre nos las ingeniamos para dejar impresa nuestra huella sobre este puto mundo -pobre Sade-.
Ahora raspo un lápiz grafito contra una piedra rugosa que los albañiles dejaron abandonada aquí el verano pasado, (recuerdo que uno de ellos, un viejo tosco y enigmático, se sentaba a fumar y a escupir sobre ella). Hoy la roca cumple otro inaudito destino: sacapuntas. Nada ni nadie existe sin un propósito y creo que casi nadie sabe cuál es. Por suerte.
Escribo sobre cualquier cosa y de pronto, inevitablemente despiertan las palabras que te dije aquel día, mas bien aquella madrugada, hace tiempo ya. El recuerdo es fiel porque brisaba como hoy, pero era más temprano, hoy casi amanece y hace un poco de frio también. Ese día, perdón quiero decir esa madrugada, yo andaba borracho, es cierto, pero ese detalle no le resta credibilidad ni justicia a mis palabras, la mejor prueba de ello es que hoy ando sobrio y pienso, y siento exactamente lo mismo. Los años pasaron pero es la misma ventisca de entonces, la misma sensación, ni una tan sola gota es nueva. –en eso Eurípides creo que se equivocó-. Yo creo que todos bajamos siempre al mismo rio y respiramos siempre del mismo aire.
Fue lo más sincero que salió de mis labios en todo ese tiempo, bueno, antes de lo que solo tú sabes. Lo recuerdo como si fuera ayer, lo recuerdo todo fielmente, palabra por palabra, quizá porque por primera vez -y por alguna razón que aun ignoro- vos no objetaste nada, simplemente callaste, no te defendiste como de costumbre, no argumentaste nada, dejaste que me desahogara sin interrumpirme. Recuerdo que ese detalle lejos de agradarme me lastimó, extrañamente. Yo esperaba otra cosa, discutir, enloquecer, tirar cosas quizá, rabear, putear algún vecino entrometido, que se yo, cualquier cosa menos tu silencio.
Entre otras cosas recuerdo que te dije: mirá, yo sé que puedo sacarme una costilla, afilar su punta contra una piedra, enterrármela luego en pleno pecho, atravesar sin temor mi tibio corazón, extraerlo, ofrecértelo aún vivo y palpitante, sacrificar su sangre fresca a tu fuego insaciable, -como esos niños de campamento que con su varita afilada sacrifican malvaviscos frente a las hogueras, o como los mayas-, y aun así, a pesar de todo, sé que semejante entrega no serviría de nada. Al contrario, sé que lo arrojarías al suelo de un pinche manotazo –así como tiraste el periquito australiano que te regalé para tu cumpleaños--. ¿De que putas te serviría mi corazón sangrante a vos, mi voto? Seguramente lo pisotearías, lo escupirías y apagarías tus cigarrillos en su carne fresca, o lo darías a los perros, derramarías tu licor sobre sus últimos coletazos: porque hoy me he dado cuenta de que nada de lo que yo haga te complacería. Nada. Ni siquiera inmolarme por vos como un malvavisco en tu vara.
Dije aquello y callé. Luego me largue rumiando mis palabras. Recuerdo que te quedaste fumando tranquila en la ventana, inmutable, como si no hubieses escuchado nada. Jamás olvidaré el gesto de tu boca cuando bajaba las gradas. Era exactamente el mismo rastro de sonrisa que tenías el día que te conocí en aquel bar y te dije: tus ojos son dos bellas llamas en las que gustosamente quemaría mis labios. Sentí un frio heladísimo recorrer mi espalda.
Mejor bajo. Es mayo y amanece, además eso fue hace tiempos. La lluvia comienza a arreciar fuerte y la punta de este lápiz no da para más. Ni yo.
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