Contó por tercera vez sus uñas, sólo tenía nueve, y el terror dominó por completo sus movimientos.
Las palabras de la Pachi retumbaban en sus oídos; “DEBES COMPRAR UN MEJOR PEGAMENTO, O ESAS UÑAS POSTIZAS SE TE CAERAN”. Ya era demasiado tarde para casi todo, y la materialidad del error congelaba sus ideas.
La noche, lentamente, guardaba su negra capa entre las nubes y el ebrio rumor de una mala resaca. Trató de tranquilizarse; “PUEDE SER QUE LA HAYA PERDIDO EN EL RETRETE DEL CLUB”, se dijo, y sin embargo la certeza del autoengaño crispó aún más los músculos de su rostro.
Era la segunda cajetilla de la noche, y el humo que bailaba en sus temblorosos labios le obligaba a cerrar los ojos, y recordar. Coñac, vodka, marihuana, sexo, vino, ron, cocaína, sexo grupal, más vodka, redada, Luis y su convertible, Luis…
(…)En aquel primer encuentro, en le que su instinto de cazadora detectó la impostura del semental sin manchas, comprendió que sería la esclava de aquel automóvil. Los años que mediaron la convencieron, con mayor certeza, que su currículum callejero no la protegería de la violenta sonrisa de Luis.
Su corazón palpitaba, al verlo doblar cada noche de viernes por su esquina. Y al escuchar su ronca voz diciendo-“sube morena”-, la noche callejera olía más que nunca a orín de borrachera perdida.
Los encuentros crearon un hábito en su cuerpo, y tejieron de profunda tristeza su alma. Todo en ella dejaba de ser digno a la luz del nuevo día; sin embargo, en las sombrías noches de cada viernes su atuendo, de vulgar percal, ostentaba la grandilocuencia del mágico brillo de la seda.
“NO TE ENAMORES. UNA PUTA NO PUEDE DARSE ESOS LUJOS…”, le repetía la Pachi, mientras la apoyaba en la dolorosa labor de estrujar las lágrimas grumosas, de estuco agrietado, que surgían cada maldito sábado de tácita soledad.
Y así, las noches se sucedían, devorando poco a poco toda posible tregua con la tan anhelada normalidad. Cada viernes recordaba la existencia de un sábado. Cada viernes resentía con menos entereza los embates de su realidad.
Volvió a contar sus uñas, forzándose así a pensar en el presente; pero las matemáticas fallaban a la hora de las lágrimas. Le faltaba una uña, y Luis era el receptáculo, de eso ya no cabía duda alguna.
El convertible rojo, abandonado en un oscuro callejón, era el refugio del último vestigio humano de su alma; el mudo testigo de la muerte…Después de todo ya era sábado, y aprendería a vivir con ello.
Y así la última gota de sangre, que brotaba del cuello de Luis, engalanaba con rojo el acrílico del último viernes sin un buen pegamento.
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