LOJA Y LOS POLVOS DE LA CONDESA DE CHINCHON
Cuando llegaron los conquistadores españoles a tierras americanas, los indígenas empezaron a guardar celosos todos los secretos que solo ellos los conocían y desde tiempos inmemoriales. Habían sido dominados y despojados de sus riquezas, pero el secreto de la “corteza mágica”, no estaban dispuestos a que fuera conocido por nadie. Solo ellos sabían cómo se curaba a los enfermos de fiebre palúdica con el polvo de la corteza del árbol de la cascarilla.
En Malacatos, cerca de Loja, un indio del pueblo de los zarzas, bautizado con el nombre cristiano de Pedro Leiva, conocedor de la tradición en el uso de la corteza del árbol para tratar el paludismo, llamado en la lengua nativa como el árbol para los fríos o “yura chuccho”, bebió para calmar los ardores de la sed que causa la fiebre del paludismo, bebió del agua amarga de un pequeño pozo, en cuyas orillas crecían algunos árboles de cascarilla. Viéndose salvado del mal que lo estaba matando, Leiva empezó a dar de beber a otros enfermos del mismo mal, cántaros de agua en los que ponía las cortezas del misterioso árbol, o también machacaba la corteza del árbol convirtiéndola en polvo, el que bebía el enfermo, macerado en chicha.
Corría el año del Señor de mil seiscientos treinta y tantos, y cuentan los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos que, en la ciudad de Lima, capital del Virreinato del Perú, situada a bastante distancia al sur de Loja, un día de junio, las campanas de todas las iglesias de Lima, tañían con sonido melancólico anunciando a los devotos la delicada salud de Doña Francisca de Rivera, esposa del Conde de Chinchón, Virrey del Perú por S. M. D. Felipe IV, y para que se eleven plegarias al cielo por su salud, que se encontraba afectada por las temibles fiebres palúdicas que, desde hace tiempo, diezmaban las vidas de los habitantes de todas partes del mundo, y solo los indios del nuevo mundo tenían el secreto para curarla.
Mientras la señora condesa, entre escalofríos y fiebre, iba perdiendo su amable belleza de otros tiempos, la noticia de su enfermedad se hizo pública y, como no podía ser de otra manera, corrió, se dispersó como pólvora por los cuatro puntos cardinales del Virreinato.
Su esposo, inconsolable, convocó a todos los médicos del reino y esperaba ansioso al doctor Juan de Vega, de las tierras de Cataluña de España, que venía al Perú para desempeñar el meritorio oficio de médico de cabecera de la casa del virrey y de la corte del Virreinato. D. Juan de Vega era una figura notable de la ciencia de su tiempo, un verdadero galeno de aquella época, y la única esperanza para sanar a los “nobles” de estas lejanas tierras.
Apenas hubo llegado el médico, el conde le relató que en enero había llegado a Lima y, unos dos meses más tarde, a mediados de abril, su esposa, la condesa doña Francisca, quien desembarcó de la forma más prudente al norte de Lima, en el puerto de Paita, para evitar cualquier ataque de los piratas que merodeaban por esos mares.
Poco tiempo después de haber llegado a las nuevas tierras, la condesa se sintió decaída, débil y fatigada. Al principio todos pensaron que se trataba de cansancio por el agotador viaje. Muy pronto los escalofríos seguidos por altas fiebres disiparon todas las dudas: la condesa había sido atacada por la temible fiebre palúdica, de la que eran bien conocidos sus estragos por los indios americanos como por los españoles.
El médico se presentó en la casa real y entró a los aposentos de la condesa a eso de las tres de la tarde, cuando la fiebre hacía mella en la delicada salud de la enferma, que deliraba entre temblores y quejidos por el dolor, los calambres la sed y por el copioso sudor. Bastante tiempo permaneció el médico y, después de asistir a la enferma, al anochecer, desconsolado y sin muchas esperanzas, abandonó el lugar.
Afuera lo esperaba el impaciente esposo, quien con ansia y temor, sin disimular, le preguntó:
-¿Y bien, D. Juan? ¿Cómo esta ella…?¿Cómo esta mi esposa?-
-Señor, la condesa está muy grave y no hay esperanza. Solo un milagro del cielo puede salvarla, ¡solo un milagro!-
Después de decir estas pocas palabras, D. Juan se retiró cabizbajo y afligido.
Desesperado, el conde de Chinchón clamaba de rodillas:
- ¡Un milagro! ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro...! ¡Un milagro del cielo para mi querida Francisca! ¡Un milagro! Para que vuelva a ver su cielo de Castilla…-
Don Juan de la Vega, como médico, bien sabía que el paludismo era una de las enfermedades mortales de la humanidad. Habíase cobrado tantas víctimas como las de las pestes de cólera y viruela juntas. En España era bien conocido este mal y se lo designaba con el nombre de “fiebres intermitentes”, porque empezaba con un malestar indefinido y fiebre, que aumentaba poco a poco en un periodo de varios días, seguida por escalofríos fuertes y copiosos sudores. Después de un lapso de tiempo sin fiebre, el ciclo de escalofríos, fiebre y sudores podía repetirse cada tres o cuatro días, de ahí el nombre que también se le daba de fiebres tercianas o cuartanas. Sabía el médico que el mal no hacía distinciones y lo mismo podían sufrir fiebres, escalofríos y sudores los “grandes de España” como los pobres, los artesanos o los labradores y ambos sucumbían ante esta enfermedad.
Don Juan, que había estudiado la farmacopea de Europa, sabía que la enfermedad era mortal. Recordó que entre los sefardíes existía la creencia de que las fiebres cuartanas se curaban tomando las siete espinas de siete palmeras o la medida de siete gramos de ceniza de siete hornos diferentes.
El diligente médico probó con todo y ningún alivio mostró la condesa, que cada día estaba más y más cerca de la muerte.
La noticia de la grave enfermedad de la condesa había llegado hasta las tierras de la Inmaculada Concepción de Loxa. Su corregidor D. Juan López de Cañizares, que había recibido de manos del indio Pedro Leiva el secreto de la curación de la fiebre palúdica, conmovido por la enfermedad de la condesa, de su puño y letra le escribió al virrey haciéndole conocer de los beneficios imponderables de la “corteza de Loja” y cómo usarla para curar las tan temidas fiebres del paludismo. Y le regaló al conde de Chinchón el secreto de las cascaras del cara-chuccho o árbol de los fríos.
Cauteloso, D. Juan no se atrevió a probar con una dama de tan alto rango un tratamiento desconocido. Es por esto que primero probó con los enfermos del Hospital Real de San Andrés de Lima. Pero al darse cuenta que la enferma se agravaba cada día y que la guadaña de la parca estaba muy cerca de la moribunda, mientras que los enfermos a los que se les había administrado el medicamento se mejoraban, no dudó en administrárselo, la cual mostró notable mejoría al poco tiempo. Hasta que se restableció completamente.
Un mes después se daba una gran fiesta, en palacio, a la salud de doña Francisca y, la virtud de la cascarilla de curar el paludismo, quedaba descubierta.
La condesa, no dudó en proporcionar esta panacea a todos los enfermos de Lima, que, en agradecimiento, denominaron al medicamento “los polvos de la condesa”.
La curación de doña Francisca propagó el conocimiento de esta medicina por todo el mundo. Linneo clasificó la quina y dio el nombre de chinchona como homenaje a la virreina. Pronto se extendió su uso por Europa, donde llamaron al medicamento también como “polvos de la condesa”.
Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec
Loja Ecuador , 5 de mayo de 2012
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