Salieron del tarro de avena que conservo en la cocina. Yo tejía cuando escuché la crujiente vocecilla del enano sermoneando a mi perro Brighu.
Ese insolente pigmeo fue el primero en saltar. Se introdujo en la sala remolcando una silla verde. Sí, saludó. Y aunque su saludo fue una mueca nada afectuosa hacia mi perro y hacia mí, le contesté, señalándole que no la arrastrara por el piso porque lo rayaba. Le indiqué el portón de salida para que no continuara remolineando por la casa, mirándome con tan empalagosa insistencia.
Cuando comenzó a gemir junto a la puerta de roble, incapaz de abrirla y pedir ayuda, me levanté despacio de mi silla, caminé más despacio hacia él y despacio más despacio aún entreabrí una de sus alas, dejándole un angosto espacio por donde se escurrió, sin agradecer mi solícito gesto.
El único animal que traían era un mico que casi quiebra la cafetera. El propietario del circo, anciano de finos modales que salió del tarro desarrugándose el pantalón, vestido con pulcritud, se excusó diciendo que serían cuidadosos y tratarían de importunarme lo menos posible. Bajo el brazo apretaba el megáfono de plástico. Mientras bebíamos una aromática de taquicardia me confesó que se quedarían en el pueblo. Fue él quien a petición mía ayudó a salir del tarro a dos músicos disfrazados con sacolevas. Uno de ellos se aferraba a un par de maracas; el otro, tembloroso afinaba las cuerdas de un tiple remendado con cintilla transparente. Advirtieron mi extrañeza porque el mayor explicó que en el pueblo de donde venían la temporada había sido mala: Empeñamos los instrumentos, pero ya tendrá oportunidad de escucharnos en una de las funciones.
En la calle, el enano pregonaba a gritos el arribo del circo, anunciando su próximo debut. Es la costumbre, señora, por eso lo enviamos adelante. Ahora mismo debe saltar alrededor de la silla para llamar la atención. Cuando se reúnan suficientes curiosos se desaguará en llanto y ofrecerá, mascullando el precio, los boletos de entrada. Aunque es un método infalible patentado por un vendedor de medias de mujer, no me gustaría que usted, señora, escuchara llorar a ese enano, explicó el cortés hombre mientras junto con los músicos extraían la desteñida y remendada carpa, auxiliados desde el interior del tarro por varias manos. Las patas de las desvencijadas sillas estaban enfangadas. Ensuciaron el tapiz y quebraron una de las lámparas.
Las dos sesentonas trapecistas, altivas e impúdicas en sus ceñidos trajes de luces, desfilaron sin saludar, comentando sarcásticas: ¡Qué jartera terminar los días tejiendo bufandas rosadas! El anciano, aunque ocupado impartiendo instrucciones a quienes seguían dentro del tarro, también las escuchó. Volviéndose hacia el lugar donde yo manipulaba mis agujas se disculpó, no les haga caso, querida amiga. Saben que son el principal encanto del circo y por tal motivo se sienten autorizadas para mortificar a todo el mundo.
Por curiosidad ayudé a sacar el baúl de utilería, parecido a uno que de mi abuela conservaba. Con su permiso, señor, dije al simpático propietario del circo, es hora de cerrar las ventanas. Los niños que salían de la escuela se amontonaban frente a ellas, mirando alborozados el trajín de los cirqueros y mis continuas idas y venidas del portón a la cocina, evitando tropezar con los ayudantes, cuidando mis anturios negros, desenredando lazos, corriendo los muebles y protegiendo el tapiz del corredor.
Lo vi por un momento. El enano estaba sentado en la silla, con la cara entre sus manos de muñeco, llorando estridente y con la boletería sobre sus piernas. Me dejaron la casa desordenada y la cocina hecha un lodazal. Prometiendo devolverlo luego de la función de estreno, el payaso se llevó un libro de Jardiel Poncela que tenía sobre mi nochero. No se preocupe, amiga. Él es abusivo pero honrado, pronto cumplirá treinta años de trabajar con nosotros. Le devolverá su libro algo subrayado, pero se lo devolverá, afirmó el anciano.
Cuando desocuparon el recipiente, barrí el aserrín regado por gran parte de la casa y tapé el tarro de avena. Estuve tentada de arrojarlo a la basura o de llenarlo con agua salada. Hasta pensé orinar ahí. El circo lo levantaron en las afueras del pueblo, cerca del cementerio. Me enviaron varios pases de cortesía.
Temo acudir al programa porque sé que en sus representaciones se burlarán de mis debilidades. Ese enano es capaz de insinuar que deliro…
Esta mañana el propietario del circo vino a devolverme el libro de Poncela y a rogarme que le arrendara cualquiera de las habitaciones. Una casa tan grande, dijo, usted y el perro tan solos, dijo. Sin embargo me sedujo el tono con el cual comentó: Me estremece el color de sus bufandas. Dijo que le gustaban mis bufandas.
El propietario del circo tiene un hermoso lunar en la barbilla. Creo que mañana debo asistir a la función y decírselo en plena pista, cuando las trapecistas representen su acto.
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