I
En el momento en que pasó por el callejón entre el edificio Clinton y el Burdel La Mancebía, fue cuando encontró tendida en el suelo frío y húmedo a aquella mujer de baja reputación, con su vestimenta de pocos centímetros de recorrido, atiborrada de sangre.
Ese callejón le trajo a la mente aquellos momentos escalofriantes cuando en sus fines de semana se levantaba, preparaba un buen café, y se desparramaba en su sillón a ver thrillers hasta el momento en que ya era hora de acostarse. Era un callejón muy similar a los que veía en sus películas predilectas, con aquellos botes a rebosar de basura, con ese tenue haz de luz que con mucho esfuerzo alumbra los pequeños rincones del lugar, y con el maullido del gato en lo más profundo de esa calle angosta.
Comenzó por inspeccionar el lugar.
El pequeño haz de luz hizo brillar una diminuta placa de una imitación barata de oro con letras gravadas en él – Policía Local del Estado de Florida.
Luego, vio cerca al bote de basura una tarjeta de un bufet de abogados, ubicado cerca del prestigioso lugar tan visitado por los hombres de dicho estado, con letras en su parte posterior que indicaban los datos de una tal Adela.
Adela Méndez – que en realidad nunca mencionaba dicho nombre sino que siempre decía con su tono sensual “llámame Susi” – era una de las tantas inmigrantes que llegaban de México al estado de Florida buscando una mejor vida. Era una mujer alta, de pelo negro y largo que sobrepasaba sus caderas, ojos cafés como el color de su tierra natal; y con una cinturita de la envidia de cualquier modelo perteneciente a las mejores academias de modelaje del mundo.
Susi, al igual que muchas de sus compañeras de estudio en México, ahora hacia parte de La Mancebía, dedicaba allí las 24 horas del día – 144 horas a la semana.
Ahora se hallaba tirada en el suelo frio de aquel callejón apagado.
II
Después de ir la sede de la Policía Local del Estado de Florida e interrogar a cada uno de sus integrantes; y de pasarse por el prestigioso bufet de abogados sin encontrar pista alguna, decidió recurrir a la verdad, aquella verdad que lo venía azotando durante la última semana. Una verdad que por desgracia ya conocía su conciencia pero que aun no estaba segura de su veracidad.
Pudo mentirle a aquellos héroes del estado, aquellos que día a día descubren las mentiras de los peores sicarios de la zona; pudo mentirle a los profesionales expertos en la formulación de verdades, que para la mente de cualquier persona del común son una lista larga de mentiras, pero que para los jueces del Estado son mas verdades que su propio nombre; pero nunca pudo con aquello que creía que seria lo más fácil de convencer y de apaciguar sus inquietudes, aquello que nunca lo denunciaría y no haría nunca algo en su contra. SU CONCIENCIA.
JHC.
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