Un tipo audaz. Si en tres palabras se lo tuviera que definir posiblemente serían esas, aunque quizás podríamos poner intrépido en lugar de audaz, pero a fin de cuentas es lo mismo.
Sus padres lo bautizaron con el nombre de Rigoberto (con todos los traumas que ese nombre podría acarrear). Desde chico uno de sus mayores anhelos fue encontrar un apodo digno para él. Ya que los diminutivos: “Rigo”, “Rigu” “Bertín”, no lo satisfacían en lo mas mínimo.
Vivía en un pueblito, pero sabía que su destino lo llevaría, casi con seguridad, a la gran capital. Era algo robusto, con algunos kilitos de más, pelo negro carbón con unos cuantos rulos que le daban un aire juvenil del que él escaseaba, ojos verdes penetrantes, se lo podría definir como alto, ya que superaba el metro ochenta.
Pero había algo que muy pocos sabían del adorable Rigo. Solo sus padres, y sus más allegados amigos tenían el privilegio. Cuando era apenas un adolescente, luego de un dudoso accidente, Rigu, perdió el sentido del gusto. Sencillamente no sentía nada al probar un vino, o comer un asado.
Las causas del accidente nunca fueron develadas, y Bertín juró llevarse a la tumba el secreto de que fue lo que sucedió realmente.
Un día apareció en la casa y le dijo a su madre:
-Mami, no siento nada.
-¿Eh? – Dijo, confundida su madre, y agregó- ¿De qué estas hablando?
-Si, mami, no siento nada. Probé comiendo galletitas y nada. Después me compré dos helados de dulce de leche y chocolate y nada- dijo, casi con resignación, Rigu.
-¿Estuviste fumando de nuevo?-inquirió ella.
-¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?- preguntó él, y añadió- Si, estuve fumando y tampoco sentí nada.
Los médicos lo examinaron y le comunicaron con cierta sutileza de que ese sentido no volvería, a no ser por un milagro. Como era de esperarse, entró en una profunda depresión, abandonó el colegio con la consigna: “cuando lo sienta, vuelvo”.
Solía recorrer el río por las mañanas, siempre abordo de su precaria canoa. No era un gran pescador, pero se jactaba de ser un excelente remero.
Tenía dos amigos, los demás eran simples conocidos. A ambos los conoció en el río, navegando. Pocas veces se veían en otro lugar que no fuese el río. Cuando alguien estaba mal, ya sabía donde ir, posiblemente alguien lo esté esperando.
Jorge, alias “Pipo”, y José María, alias “Coco”, pasaban gran parte del día en sus canoas. Comían lo que pescaban, dormían ahí si es que no llovía. Fueron la mayor fuente de consuelo para Rigo, y él nunca tuvo el coraje de agradecérselo.
Una tarde, Pipo y Coco en sus respectivas canoas, se toparon con Rigo, en una de sus eternas caminatas.
-Ey, salame, ¿Qué te pasa?- Preguntó Pipo.
-Si, ¿Qué corno te pasa, guachin?- Se metió Coco.
-Nada… bah, ¿Se acuerdan de Lucía?- Dijo Rigo mientras pateaba unas piedritas a orillas del río.
-Si, la niña que te rompió el marote – asintió Coco, y agregó - ¿Qué te hizo esta vez?
-Nada, me invitó a comer…
-Ah no… ¡que turra!!! –Dijo con sarcasmo Pipo, y añadió - ¿Me perdí de algo?
-Jeje, no. Es que me invitó a comer con sus padres, en su casa, cocinando su madre… ¿Se lo debería decir, no?
-¡NO!!! – Respondieron a coro, y Pipo luego dijo- Es solo una cena. Vas, comes rápido, saludas cordialmente, decís algo como: “que rico estuvo todo” “sencillamente delicioso”, y te las tomas, ¿Escuchaste?
-Eh… si, creo que va a ser lo mejor- dijo Rigo dudando.
Llegó la noche de la cena, se vistió de gala como hacía mucho tiempo no lo hacía. Se bañó en un perfume importado que escuchó decir que era muy rico. Cuando se encontró con la puerta de la casa, un ataque de pánico casi lo hace desistir, pero una frase le vino a la mente: “y si me descubren, ¿qué? ¡Minga que me van a descubrir!”
Tocó el timbre dos veces, del otro lado de la puerta se escuchaba algunos gritos, y una música lenta que podía relajar casi a cualquier persona.
Salió ella. Lucía un vestido largo antiguo, que para su sorpresa le quedaba perfecto. Él se quedó boquiabierto, a lo que ella solo atinó a decir:
-Ay… muchas gracias, amor.
-De nada – repuso Rigo, avergonzado por el gesto que se dibujaba en su rostro.
Lucía le presento a la familia: el hermano, la madre, el abuelo y el, temible, padre. Sirvieron la cena y Rigoberto comenzó su función: de entrada sirvieron ensalada rusa con jamón, de plato fuerte había milanesas con puré, aunque la milanesa tenía una salsa extraña a los ojos de Rigoberto: era de un color azulado y él se negaba a comer algo de ese color. La velada prosiguió sin inconvenientes hasta la hora del postre.
En ese momento fue cuando Rigo decidió que tenía que ir al baño. Cuando volvió, el desastre estaba desencadenado:
-Rigoberto, ¿te gustó la milanesa?- preguntó el padre, con voz ronca, sin sacarle los ojos de encima al intruso que le quería sacar a la nena.
-Si, realmente deliciosa.
-¿Y la salsa? La hice especialmente para vos. Estoy estrenando una receta de mi abuela- comentó la madre.
-Si, también… muy rica- respondió, ya sudando.
-¿Y… porqué no la comiste? –preguntó, divertido, el hermano.
Todos miraron el plato de Rigo, y comprobaron que la salsa no había sido comida:
-¿No te gustó mi salsa?- Preguntó enfadada la madre, y añadió- ¡Lindo noviecito te fuiste a buscar, eh!
-¿Porqué decís eso? Seguro que tiene una razón para no haber comido la salsa y haberte mentido… ¿No, cuchi?- Preguntó Lucía desconcertada.
-Que se piense una gran excusa o lo mando al río de un gancho de derecha- dijo el padre, mientras se golpeaba los puños.
-No pienso comer esa salsa azulada, de ninguna manera- dijo Rigo, mientras se levantaba de la mesa y comenzaba a acercarse a la puerta sin perder atención de los movimientos del padre.
El padre se levantó de repente, el abuelo agarro una cuchara, y el hermano miraba muy entretenido. Rigo salió corriendo, a pocos metros lo seguían el padre con el puño en alto, y el abuelo, agitando la cuchara.
La persecución duró apenas 5 minutos, cuando al abuelo se le cayó la cuchara, y tanto él como el padre, se detuvieron para buscarla.
Llegó al río, sus amigos dormían placidamente. Decidió que no valía la pena despertarlos y se acomodó sobre su bote. Se paso la noche en vela, temiendo que aparezcan el padre y el abuelo de Lucía, y le propinen la tunda que se había ganado.
Pasaron varios días para que vuelva a sus actividades frecuentes, seguía dándose vuelta al escuchar algún ruido sospechoso. Todo era sospechoso.
Pipo y Coco, lo tildaron de paranoico, y no estaban errados. Lucía lo buscó en el río varias veces, pero Rigo al verla venir, se escondía en alguno de los millones de arbustos que había en la zona. La extrañaba mucho, veía su rostro en cualquier parte, pero el temor que le tenía a su padre era suficiente motivo como para cortar relaciones. Hasta que un día, Lucía no lo buscó más. Rigo se refugio en sus amigos, y en su querido y solitario bote.
Pasaron los meses, para él fueron ridículamente extensos, nunca pensó que extrañaría tanto a una persona, incluso mas que a su canoa, y eso lo preocupó: “¿Estaré enamorado?”, se preguntaba con frecuencia sin llegar, o sin querer llegar, a una conclusión.
Y finalmente sucedió. El padre de Lucía, junto al abuelo, fueron de pesca al río de Bertín. Pipo y Coco yacían sobre sus respectivas canoas, bronceándose frente a un tímido sol que amagaba a brillar. Rigo logró zambullirse en las turbias aguas, antes de que los intrusos pudieran verlo. Imitando alguna de las, no pocas, películas que tenía en su haber, cogió una pajita y la utilizó para respirar; se sentía todo un “Rambo”. Una de las cañas de pescar (nunca supo de quién de los dos era) pasó a su lado, y sin dudarlo un instante, tiró de ella con una brutalidad asombrosa.
Padre y abuelo se miraron consternados, una de las cañas había sido tragada por el río. Lentamente se sacaron las botas, se arremangaron los pantalones y fueron en busca de la caña perdida. Rigo, en un acto de lucidez, soltó la caña, y esta salió a la superficie.
Padre y abuelo, cruzaron sus miradas nuevamente. Atónitos, tomaron la caña, y salieron del río. Se podría decir que huyeron del río, mientras Pipo y Coco se reían por lo bajo (o eso creían). Nunca habían visto algo semejante, y no tenían el coraje ni la voluntad de enfrentarse al “monstruo del río”, como lo habían catalogado.
Se vistieron rápida y toscamente, y no mencionaron una palabra hasta encontrarse lejos del tenebroso río. Se los notaba pálidos, y por alguna extraña razón sabían que esto no era el final, sino el comienzo, de una aventura que tendía a la leyenda.
No tardaron en divulgar lo sucedido esa tarde en el río. A los pocos días, la leyenda era una realidad, las versiones se habían deformado y todos acudían al padre y abuelo de Lucía para constatar lo escuchado en alguna taberna de mala fama:
-¿Es cierto? – Preguntó un incrédulo pescador rural
-Tan cierto, como que las tortugas no vuelan - respondió satisfecho, el padre de Lucía.
-¿Lo vieron?
-No, y tampoco fue necesario. Por como tiró de la caña, sin dudas podría afirmar que tiene el tamaño de tres ballenas adultas... quizás cuatro- se jactó, el padre.
-¿Hay alguna recompensa?- Preguntó el pescador, frotándose las manos.
-Eso debería preguntárselo al alcalde. Pero si esto queda entre nosotros: le puedo adelantar que la cifra de la recompensa supera ampliamente el sueldo anual de un banquero.
-Gracias por el dato, nos vemos- Se despidió el pescador.
Luego del riesgo corrido, Rigo, se acomodó sobre su bote, y comentó con sus amigos lo sucedido. No faltaron las risas, ni los comentarios peyorativos hacia los intrusos. Luego de esta entretenida charla, Pipo y Coco comenzaron a pescar silenciosamente. Por costumbre, cábala o sencillamente por un acto de anti-socialidad, mientras pescaban, no hablaban. No se podía decir absolutamente nada, debían concentrarse en el río, y en el pez que querían pescar. Al finalizar la jornada, compartían lo pescado y charlaban animadamente.
Rigo, por su parte, necesitaba pensar. Se alejó del río en dirección a la ciudad y hasta pensó en comprarle un obsequió a Lucía, pero recordó que no tenía plata y que en la tienda de regalos ya no le fiaban más, incluso tenía la entrada prohibida. Al pasar por un pequeño, y nada coqueto, bar, escuchó unos rumores que lo llenaron de emoción:
-... cuatro ballenas, y se parece a una tortuga- comentaba el cantinero.
-¡El “Tortugón”!, escuché en otro pueblo que tiene en su haber mas de 80 pescadores incautos. Los ataca mientras duermen en sus embarcaciones- acotó Rigo, y agregó- Hay quienes dicen haberlo visto hablar.
-¿Una tortuga carnívora del tamaño de cuatro o cinco ballenas? Definitivamente tengo que ver eso- dijo, eufórico, un borracho local.
Al salir de la taberna, Rigo, no pudo contener la risa, y estalló en una carcajada tal que los transeúntes que pasaban a su lado se preguntaban si no tenía un ataque de epilepsia o alguna enfermedad extraña y contagiosa. Con el pasar de las horas fue ideando un plan para sacarse de encima todos los problemas. Pero no lo podría hacer solo, necesitaría de la ayuda de Pipo y Coco. Confiaba ciegamente en ellos, sabía que les podía confiar hasta su vida, y ,prácticamente, lo estaba haciendo.
Llegó al río y les comentó el plan. Un dejo de tristeza se dibujó en sus rostros, pero accedieron sin poner trabas. No era un plan brillante, pero con dedicación podía llegar a dar resultado. En realidad necesitarían mucha suerte, más que suerte, un milagro.
Pasaron los días, el río se llenó de pescadores y caza fortunas que acampaban día y noche junto al hogar del “Tortugón”. Pipo estaba algo nervioso, jamás había actuado para nada, nunca tuvo esa necesidad. No mentía con frecuencia, odiaba hacerlo. Se sentía invadido, su hogar estaba repleto de chantas y le costaba mantenerse cuerdo.
Coco, por su parte, quería actuar ya. Esperaba con ansías el día pactado:
-¿Lo viste a Rigo? –Preguntó Pipo.
-No, hoy no. Dijo que empezamos al atardecer, así que estate listo- replicó Coco.
-¿Y si sale mal?
-No hay que pensar en eso, Rigo planeó todo, vos solo hace lo que te dijo – Lo retó Coco.
-Es que... es una locura, y lo sabes – advirtió Pipo.
-Si, pero es su decisión. Vamos a pescar.
El rito de la pesca se repitió: silencio absoluto, concentración suprema. Los pescadores y caza fortunas murmullaron algo en voz muy baja, y los acompañaron en la pesca, con la ilusión de que el “Tortugón” se haga presente.
Un movimiento sumamente extraño puso en guardia a todos: algunos sacaron los rifles, otros cargaron las pistolas con dardos tranquilizantes, y no faltaron lo que estaban de curiosos nomás, con su cámara de fotos.
En un abrir y cerrar de ojos, una docena de cañas habían sido tragadas por el río. Los pescadores se miraron entre ellos, y ninguno se atrevió a zambullirse:
-Dale, anda a buscarla... y buscame la mía ya que vas- dijo un joven e inexperimentado pescador.
-Eh... no, en realidad esa caña la estaba por tirar, ya no servía de mucho- respondió, dubitativo, un pescador mas experimentado.
-Si, creo que mejor me voy a comprar otra caña, una realmente buena.... no me esperen- se despidió el joven.
-Yo te acompaño. Conozco una tienda donde las venden a mitad de precio- dijo apresurado el pescador, retirándose.
Un tercio de las personas que estaban apostados a orillas del río, abandonaron el campamento súbitamente. Se vieron escenas de corridas, de llantos, de gritos. El pánico se había apoderado de unos cuantos corazones. La leyenda del “Tortugón” crecía a ritmos insospechados. Lucía, el padre y el abuelo (con su fiel cuchara) se hicieron presentes en el río de la discordia. Observaron detenidamente los acontecimientos e interrogaron a Pipo:
-¿Qué pasó? –Preguntó el padre.
-El “Tortugón” se llevó unas cuantas cañas, y los cobardes no fueron a su encuentro – se burló, Pipo.
-¿Salió a la superficie?
-¿A usted le parece que si hubiese salido a la superficie, aun habría alguien acá?- respondió Pipo, divertido.
-Con respeto joven, está hablando con los descubridores de ese terrorífico animal –dijo, con orgullo, el abuelo.
-Alguien comenta que el bicho se entregará si antes se hace un sacrificio. Es decir, se le entregue voluntariamente un alma- dijo Pipo, mientras le hacía señas a Lucía para que se sumergiera en el río.
-Papi, abu, quiero ver al monstruo, prometo cuidarme, no me va a pasar nada, lo quiero ver- dijo Lucía y se zambulló al río, sin que su padre ni su abuelo pudieran detenerla.
Los pescadores, chantas y caza fortunas se arrimaron al río, junto con el padre y el abuelo, mientras les daban el pésame. Sabían a ciencia cierta de que ningún cuerpo humano, podría salir con vida de ese río.
El padre y el abuelo rompieron en llanto, un llanto desgarrador. Algunos pescadores lloraron, otros esperaban con algo de esperanza que saliera del río sana y salva, como había entrado.
Detrás de unos arbustos, Rigo se encontró con Lucía. Sus ojos se cruzaron, ese momento decidiría el resto de sus vidas, posiblemente:
-¡Acá estás!! ¿Qué es eso del monstruo?- Pregunto, confundida, Lucía
-Nada, un invento de tu papá y tu abuelo. Yo solo les seguí la corriente, y ahora hay un “Tortugón” come hombres.
-Ah, tenemos mucho que hablar- dijo Lucía, firme.
-Si, pero no es el momento ni el lugar
-¿Entonces cuándo y dónde?
-¿Te fugarías conmigo? – Interrogó Rigo, a secas.
-Eh... ¿fugar? Sabes que te amo, no es necesario fugarse.-dijo Lucía resignada.
-¿Si o no?
-Lo tengo que pensar, no me apures- protestó ella.
-Yo me voy mañana... con o sin vos-dijo Rigo mientras le secaba unas lagrimas a Lucía, y añadió- Ahora salí, y decí que viste al bicho, que es enorme, horrible, feroz, y que casi te come.
-No te vayas –suplicó ella.
-Ya me fui –acotó él.
Al salir del río, todos los presentes se le abalanzaron para sacarla lo más pronto posible del río. Ella estaba como perdida, no quería estar con nadie, quería a su Rigo. Y ante el millar de preguntas, respondió:
-Si, vi a la bestia. Es horrible, feroz, enorme, casi me come, pero me pude escabullir-dijo Lucía, llorando, y añadió – Y habla
-¿Cómo que habla? Ya estas delirando, pobrecita – la consoló el padre
-Si, habla. Como vos, como yo, como el abuelo, habla.
-Y...¿qué te dijo?
-Cuando me le escapé, me dijo que si no queríamos que siga matando y comiendo hombres, mujeres, y niños, debíamos tirar al río cien monedas de oro.
-¿Cien monedas de oro? ¿ Muy grande es ? – Preguntó el abuelo, temeroso.
-Si, cien monedas de oro, no se para que una bestia como esa podría querer ese dinero- dijo Lucía, mirando de reojo al río, sin dejar de llorar, y añadió – Si, tiene el tamaño de seis o siete ballenas, pero en forma de tortuga... es espantoso.
Los hombres presentes entraron en un extenso y agotador debate. Luego de tres horas, decidieron que lo mas recomendable, era hacer una colecta entre la gente del pueblo, y juntar esas cien monedas de oro. Muchos pobladores se negaron a colaborar, catalogando la propuesta de absurda, en cambio otros, mucho mas supersticiosos, donaron su cuota sin oponer resistencia.
Pipo y Coco quedaron conmovidos con el discurso de Lucía, había improvisado lo de las cien monedas de oro, y ahora habría que cuidarse el doble. El plan de Rigo estaba llegando a su fin, y para sorpresa de sus amigos: todo venía viento en popa, capaz habían sobreestimado a los pobladores.
Esa misma noche, una bolsa llena de monedas de oro, fue arrojada al río, por el reverendo del pueblo con los pobladores mas valientes como testigos. Los pescadores siguieron acampando. Mas que nunca, la recompensa sería de un valor inimaginable.
Al día siguiente, Rigo ya tenía todo preparado para su viaje. Había recogido la bolsa de monedas, como obsequio de despedida del pueblo. Hacía ya semanas que no volvía a su casa, y no lo extrañaban. A decir verdad, sus padres lo querían lo más lejos posible. En ese momento, solo una preocupación vagaba en su mente: “¿vendrá?”. Caminaba de un lado al otro, se lo notaba impaciente, no dejaba de repasar los planes que tenía en mente para el futuro junto a ella, en la Gran Ciudad.
Finalmente apareció. Traía consigo un bolso enorme, sus ojos brillaban de una manera que Rigo no podía explicar. Había llorado. Toda la noche estuvo llorando, no era un decisión fácil de tomar. Pocas palabras bastaron para decir lo que se sabía: viajarían juntos.
En ese preciso momento, el padre de Lucía, con un rifle, y el abuelo con un cucharón amenazador, aparecieron en escena. Los cuatro protagonistas cruzaron sus miradas, Rigu sabía que si intentaba algo recibiría un balazo, posiblemente en alguna pierna. Lucía, desesperada, abrazó a Bertín. El abuelo comenzó a agitar el cucharón, y de pronto, se echó a correr moviendo de un lado al otro el instrumento de cocina. El padre hizo un disparo al aire, de advertencia, y luego apuntó a la frente del agresor.
Rigo no veía muchas alternativas: o la soltaba o moría de un tiro o de un cucharazo.
Su suerte estaba echada hasta que Pipo se arrojó sobre el padre, arrebatándole el rifle, y Coco tiró al abuelo al suelo, y le sustrajo el, amenazante y peligroso, cucharón.
Pipo y Coco miraron a la pareja, en señal de despedida. No hizo falta ninguna palabra para que éstos comiencen su travesía.
A los pocos minutos, Lucía se detuvo, miró hacia atrás y le dijo a su amado:
-No me puedo ir así
-Yo te amo, nos tenemos que ir-dijo, apresurado, Rigu
-Yo también te amo, pero me estas pidiendo que abandone a mi familia, las personas que siempre me cuidaron, las personas que quiero con todo mi corazón.
-Tenemos que empezar una vida nueva, lejos de este pueblito de vividores y chantas
-No puedo, formo parte de este pueblito de vividores y chantas, soy una vividora y una chanta- dijo Lucía, con orgullo, y añadió- Dame una buena razón para abandonar a mi familia
-Porque te amo... nadie te va a amar como yo, no me imagino una vida lejos de tuyo. Vamos, y vas a ser muy feliz
-No puedo ser feliz estando en un lugar que me hace infeliz. Te voy a extrañar, ¿Sabés?- Dijo Lucía, mientras intentaba limpiarse las lagrimas que recorrían sus mejillas
-No se que decirte...
-No digas nada, seguí tu destino, después de todo por él te estas yendo.
-Me haces sentir mal, como si te estuviese abandonando-dijo Rigo, casi llorando.
-No, estás dejando atrás una etapa, yo pertenezco a esta etapa, aún no estoy lista para cambiar.
-¿Me vas a buscar?-preguntó Rigo esperanzado
-Sabes que si. Ahora andate, antes que Pipo y Coco se vayan a pescar, y aparezcan mis papá y mi abuelo, y te propinen la paliza que te mereces.
-Nunca olvides que te amo- se despidió Rigo
-Lo mismo digo.
Los meses siguientes pasaron sin sobresaltos en el pueblito, aunque los pescadores seguían confiados en atrapar en algún descuido a la bestia.
Pipo y Coco ya no les prestaban atención, de vez en cuando hablaban de Rigo, y un clima de nostalgia se apoderaba de ellos.
Lucía los visitaba con frecuencia, en busca de novedades de su amado, y ellos ya sospechaban que ella no iría tras él, como se lo había prometido.
Pasaron los meses, se hizo el verano, y todo el pueblo se junto a orillas del río. La historia de monstruo, los seguía perturbando. Una testigo de confianza, dijo haberlo visto. El padre y el abuelo de Lucía escrutaron el río una vez mas, desde la orilla.
El padre resbaló, trastabilló, y cayó dentro del río. Se produjo un silencio aterrador, nadie se animaba a emitir sonido. El padre salió del río, fastidioso, mojado, realmente furioso. No hizo comentarios , y le acercó un papel al abuelo, que decía: “Gracias por la bolsa de monedas, me viene bien para mi viaje. Lucía: no te culpo, aún te amo.” |