Hoy hace una semana que me comunicaron tu muerte. Pocos lazos quedaban en común, sólo uno de aquellos que fueron tus amigos se mantuvo junto a ti hasta el final. Él fue quien me lo dijo.
Esta es la segunda vez que sales de mi vida. La primera, fui yo quien te aparté, evitando que me arrastraras en tu vertiginosa caída. Ahora, eres tú quien me abandona. Una muerte anunciada, buscada conscientemente desde hace demasiados años. Una muerte encontrada, trabajada a base de excesos y desesperación.
Desde la primera vez que te vi, supe que eras diferente. Mucho había oído de tus logros, de tu talento musical, de tus premios fotográficos, incluso había visto tu primer cortometraje. De lo que nadie me había hablado era de la confusión, del desamparo, de la angustia de un ser perdido y atormentado que no encontraba su sitio en el mundo. Creí que conmigo lo conseguirías, era demasiado joven...
Yo tenía dieciséis, tú tres más. Vivías en París donde estudiabas cinematografía, yo todavía estaba en el instituto. Llegaste una noche de agosto para pasar unos días en casa de un amigo, ese amigo que me llamó hace siete días para darme la noticia.
Te uniste a nuestro grupo y juntos pasamos la noche en la playa alrededor de una hoguera. Traías una guitarra y no dejaste de tocar. Recuerdo tu voz clara y tus brillantes ojos sobre los míos al entonar una canción de Cohen. Aquel fue el principio.
Pasamos veinte días inolvidables, suficiente para quedar atrapada por tu inquietante personalidad. Me hiciste decenas de fotos con tu inseparable Minolta. Cada uno de mis movimientos era seguido por tu mirada y cada una de mis palabras era registrada en tu memoria, que no olvidaba nada, que atendía a todos y cada uno de los estímulos que le llegaban, analizándolos hasta la saciedad. Siempre tuve la sensación de que me llevabas ventaja, si alguna vez trataba de disfrazar algún sentimiento bajo frases o actos contradictorios, sabías encontrar la verdad sin equivocarte. Eso siempre nos diferenció: tú ibas sin corazas por la vida y yo, aunque joven, ya me había colgado alguna.
Recuerdo la primera vez que te besé, tuve que ser yo la que tomando tu dulce rostro entre mis manos acerqué mis labios a los tuyos, posándolos durante unos eternos segundos. Hoy las manos me tiemblan sobre el teclado, igual que aquel día tembló todo mi ser, totalmente desbordado por lo único que rebasa el tiempo y la distancia, un puro e incuestionable amor. Me recibiste quieto, sorprendido, no esperabas que el sentimiento fuera mutuo. Siempre me tuviste idealizada, siempre, hasta el final de tus días.
Cuando marchaste a París los dos quedamos heridos de muerte, las cartas se sucedían y las llamadas eran constantes. La distancia alimentó aún más aquella devoción y línea a
línea compartimos hasta el último recodo de nuestra conciencia.
Una tarde al salir del instituto tú estabas esperándome, la impresión me dejó clavada en la acera, tuviste que acercarte y abrazarme mientras lloraba de alegría. Esa noche, tu hermano nos cedió la habitación que tenía alquilada e hicimos el amor. Fue mi primera vez y no recuerdo grandes excesos ni placeres, sólo una indescriptible sensación de plenitud, de unión más allá del cuerpo que aún hoy me hace estremecer. Entre nosotros todo iba más allá...
Pasamos nuestro primer año alternando reencuentros y despedidas, pero siempre arropados por el firme sentimiento que nos unía. Durante este tiempo conocí más de tu vida. De padre americano y madre francesa, habías pasado tus primeros años en diferentes países, hasta que al cumplir los ocho os instalasteis definitivamente en España. Con tu padre apenas tenías relación, se había separado de tu progenitora muchos años atrás, después de dejarla emocionalmente destrozada como consecuencia de años de maltrato psicológico y, por qué no decirlo, de alguna que otra paliza. Siempre reconociste que era un tipo extremadamente inteligente, pero dicha virtud lejos de materializarse en algo positivo para la familia, se convirtió en un arma que le valió para crear numerosos artilugios con los que os controlaba, en particular a su esposa, guiado por un afán de posesión insaciable. Llegaste a confesarme que en una ocasión os tuvo encerrados en el salón de casa durante dos días a punta de revólver.
También conocí a tu madre. Tu hermano se había independizado siendo un adolescente, y tras tu marcha a París, su ya maltrecha existencia había caído en picado. Completamente alcoholizada, salía adelante echando mano de la generosidad de algunos pobres hombres a los que seducía con su distinguida belleza. Con ella mantenías una relación de amor odio, más perjudicial que otra cosa.
Tal vez por eso te aferraste a mí de aquel modo, como a un sólido pilar en ese resbaladizo terreno que era tu vida.
Se acercaba la Navidad y con ella mi decimoctavo aniversario. Como regalo supliqué a mis padres que me dejaran viajar a Francia para pasar contigo las vacaciones y sorprendentemente accedieron. Cuando te lo comuniqué ni te lo creías, nos habíamos resignado a pasar tres largos meses separados, ya que los trabajos eventuales que realizabas al margen de las clases no daban para más desplazamientos.
Las dos semanas que pasamos juntos en París marcaron un punto de inflexión. Un adelanto de lo que estaba por llegar. De aquellos momentos guardo agridulces recuerdos. Pasar veinticuatro horas seguidas a tu lado, encadenando un día tras otro, me dieron la oportunidad de conocerte más a fondo. Tras la pasión del primer momento, comenzaron las discusiones. Por la noche, si me despertaba mientras dormía, te encontraba mirándome, observándome en silencio desde una silla. Al cuarto día te atrevías a reprocharme mis ganas de dormir cuando sólo teníamos dos semanas para disfrutarnos. Nada era suficiente. Nunca te prestaba bastante atención. Habías planeado al detalle esas vacaciones y si demostraba algún interés por visitar algo que no tuvieras previsto, lo interpretabas como un ataque.
Una noche, volviendo de casa de unos amigos, te mostraste molesto y receloso con mi actitud, me reprochaste haberme divertido más con ellos que contigo. Yo ya no pude aguantar y al llegar al estudio intenté explicarte lo injusto de tu comportamiento, lo difícil que resultaba comprender tus arrebatos, lo confusa que me sentía al descubrir facetas de ti desconocidas hasta entonces. Tú me mirabas mientras apurabas otra cerveza, una más de las muchas que llevabas consumidas aquella noche. Tenías los ojos rojos de ira y cada una de mis palabras eran tomadas como una ofensa, una traición a aquel pequeño universo en el que sólo nosotros teníamos cabida. Pronto las fotos que cubrían las paredes fueron arrancadas sin piedad. Volaron los discos y los libros. Manaron de tu boca decenas de barbaridades. Después, abriste una ventana y te sentaste en la repisa de aquel octavo piso. El gélido aire parisino se coló en la habitación devolviéndome a la realidad. Tú bramabas desconsolado que nadie te entendía, que estabas solo y que no merecía la pena vivir. Yo me olvidaba de toda la razón que pudiera tener y te pedía perdón, aterrada ante la posibilidad de perderte. Pasó una hora, una larga hora de agonía, hasta que conseguí que entraras.
Después de aquella noche apenas quedaban dos días para mi partida. Intentaste que borrara de mi mente lo ocurrido y volviste a ser el mismo al que yo conocía y adoraba. Pero lamentablemente aquella sólo fue la primera de las muchas dolorosas escenas que viviría junto a ti.
Desde luego, a nosotros ?no nos quedará París?.
Durante los meses siguientes, nuestra comunicación en la distancia se mantuvo sin grandes contratiempos, sin embargo, no dejabas de sugerirme que dejara a mis padres y me fuera a vivir contigo. Me recriminabas mi acomodada vida y apelabas a nuestro amor para conseguir tu objetivo.
En Abril, volvimos por fin a reunirnos. Ibas corto de dinero y mi familia te cedió un piso que teníamos vacío. Disponías de dos semanas y fue en esos días cuando tomé conciencia de que la bebida ocupaba un espacio protagonista en tu vida. Al principio intentaste que no me percatara de ello, pero no pudiste esconderlo y lo de París volvió a repetirse una y otra vez, con el agravante de que estábamos en mi entorno, rodeados de vecinos que podían informar de tus gritos y arrebatos.
Cuando nos despedimos me juraste que lo ibas a dejar, que nunca volvería a suceder, que me mantuviera a tu lado y confiara en ti.
Pero ya nada volvió a ser igual. Nuestra relación se convirtió en una montaña rusa que alternaba el más tierno sentimiento con la más horrible sensación de impotencia. Pronto las llamadas en las que de tu voz se escapaba el efecto del alcohol, predominaron sobre las serenas. Cuántas noches tuve que dejar el teléfono descolgado para poder descansar. Cuántas horas pasé intentando convencerte, tratando de luchar contra lo inevitable. Cuántos llantos compartidos. Cuántas ilusiones rotas.
El verano llegó y con él tu regreso. Para entonces mi ánimo había decaído, ya no sentía esa emoción de los primeros tiempos. Seguía amándote y por ello me convencía de que todo iría bien, pero en mi fuero interno golpeaba la realidad, y el ansia de tenerte a mi lado se vio empañada por intenso un temor.
Como siempre, los primeros días fueron maravillosos y me devolvieron la esperanza perdida, parecía que esta vez lo íbamos a conseguir y trazamos planes de futuro, disfrutando de esos momentos de paz.
Pero la tormenta no tardó en llegar. Habíamos ido con unos amigos a un pueblo cercano que estaba en fiestas y la risa y el baile se acompañó de una copa tras otra. No tardaste en perder el control. Disgustada, me aparté de la gente y salí del recinto donde todos se agolpaban. Tú me seguiste y me acusaste de amargarte el momento; ya estabas completamente borracho. No pude más y te arranqué la botella que portabas vaciando su contenido en el suelo. Tu cara se desfiguró y poseído por una rabia incontenible comenzaste a zarandearme hasta que perdí el equilibrio cayendo a tus pies.
Aquel fue el final. No fue fácil. Toda una odisea hasta que conseguí arrancarte de mi vida. Mis padres tuvieron que tomar cartas en el asunto. Para entonces, mi talante jovial y mi inocencia se habían marchitado como una flor cercenada.
Aunque intenté mantenerme al margen, muchas voces me hablaron de tu declive, del abandono de tu prometedora carrera, de tu alcoholismo, de tus intentos de suicidio. Muchos emisarios me trasmitieron tus súplicas, durante mucho, demasiado tiempo. No cesaba de preguntarme si había hecho lo correcto, me sentía culpable, buscaba un por qué a toda aquella desgracia. Pero el instinto de supervivencia pudo más que el amor que te tenía, que te he tenido, que te tengo. Porque de seguir a tu lado, sé a ciencia cierta que esos infiernos que relatan continuamente las noticias hubieran sido mi realidad.
Dicen que cuando pasa el tiempo, las cosas malas se olvidan. Sin embargo, yo, durante estos tres años me he esforzado por conseguir lo contrario, por olvidar hasta el más mínimo detalle de la felicidad que vivimos. Quemé tus cartas, tiré tus fotos, me deshice de cada uno de los recuerdos.
Hoy, una semana después de tu muerte, he recibido una caja. Al abrirla casi he podido escuchar el chasquido de mi corazón, pues frente a mis ojos han aparecido todas aquellas fotos que me hiciste y todas las cartas que te envié.
Y por fin, después de tanto tiempo, se ha abierto una ventana por la que me he asomado sin miedo y he recorrido paso a paso toda nuestra historia, constatando que el amor que compartimos, fue y será el más preciado tesoro que nos queda.
Y por fin, mis lágrimas no estaban cargadas de rabia.
Y por fin, ambos hemos podido descansar. |