LA CARPA VERDE
(Mi Primera Vez)
Fue una noche fría, muy fría, o era yo quien sentía mucho frío, no lo se.
Establecimos nuestro campamento a poca distancia de la carretera central, camino a la sierra, a orillas de un arroyuelo a donde habíamos llegado al empezar de la tarde.
Teníamos solo una carpa, verde, de lona, con ventanas, y piso; moderna en aquellos tiempos. Sería para las mujeres, los varones dormiríamos alrededor de la fogata, salvo si llovía… y llovió pero no mucho, ni por largo tiempo, por suerte… porque las chicas no nos permitieron guarecernos dentro de la verde carpa.
Después de malcomer alguna vitualla llevada por cada quien, encendimos la fogata para calentarnos y también porque sin fogata no se vería como un campamento.
Reíamos y cantábamos, conversábamos, contábamos chistes y sin darnos cuenta nos llegó la noche.
Visto desde las sombras, la oscuridad reinante, desde los alrededores le regalaban un aspecto de nacimiento navideño al campamento: voces algo distantes, chispas saltando del fuego, figuras en movimiento, algún ruido lejano, un ladrido, el piar de un pichón, el croar de algún sapo, esperando su beso, siluetas contra el humo blancuzco, que en espirales se elevaba a las alturas.
Y así, llegó la hora de dormir… llegó la hora, pero no la oportunidad. Al poco rato de dejar de alimentar la fogata, el fuego menguaba y el frío nos desabrigaba. No tenía aún bolsa de dormir, solo una frazada, delgada y algo gastada por los años, además una media bolsa de marinero, de esas de lona, que no se de donde saqué a último minuto poco antes de partir de casa. Recostado sobre mi lecho de pasto silvestre con pequeños y variados montículos en el suelo, con un atado de ropa como almohada, mis brazos cruzados sobre mi pecho y mis piernas envueltas en la frazada luchando por mantenerse dentro de la media bolsa de marinero, no dormía … pero si dormitaba. Toda la noche dormitaba, dormitaba apenas lo suficiente para llegar a soñar que llegaba a casa en busca de alguna otra frazada. Me despertaba y volvía a dormitar sólo para llegar nuevamente a casa y buscar otra frazada. No se porque nunca he podido olvidar, a pesar de los muchísimas noches de campamentos, esas dos noches de tanto frío, y yo con sólo una frazada.
Al clarear el día, sentí en vivo y en directo, como se dice, el aliento que nos da nuestro Creador cada día, cada amanecer, porque con su bendición del nuevo día, nos trajo la luz y el calor. ¡Bendito calor!
Aquí entre nos, se me quitaron las ganas de volverme a casa a primera hora de la mañana como casi lo tenía decidido. Bueno, bueno… en realidad no se me quitaron esas ganas, solo se derritieron con el calor del día, porque en la noche nuevamente sentí ese imperante deseo de dormir en mi propia, conocida, diaria cama… abrigadito.
Después, un suculento desayuno con pan de molde, mantequilla y mucha leche fresca, casi-casi directamente de las vacas que hallamos en una casita en ciertas alturas, a las que por poco ordeñamos nosotros mismo. Casita a la que llegamos después de no poco esfuerzo, y convencimos a los dueños que nos vendiera, casi regalara, ese “un poco” de leche para nuestro desayuno.
Rica vida: la barriga llena, tirados sobre el pasto del suelo aun cubierto de rocío, sin nada más que hacer que esperar. ¿Esperar qué? … ¿El almuerzo? No lo se, el colegio estaba muy lejos y eso me hacía feliz; lo veía como algo muy bonito… por lo distante.
Pero no, no, los mayores (mayores, pero no tanto) tenían planes: Contaban con una que otra referencia de los vestigios de una ciudadela inca en las cercanías, en las alturas del otro lado del pequeño valle en donde nos encontrábamos, y hacia allá nos encaminamos, abastecidos de dos naranjas cada uno, que a pesar que desde nuestro campamento se veían claramente las alturas hasta donde subiríamos, que nos parecieron cercanas, aceptamos la recomendación de llevar algo de comer. No parecía lejos nuestro destino.
Sin embargo, acostumbrados a los horizontes de la ciudad, en un área abierta nuestros cálculos citadinos resultan sencillamente absurdos.
A medio camino, o menos, algunas naranjas yacían en el suelo, que a pesar de su diminuto peso, después de subida parte de la cuesta, resultaban pesadas y ridículo el llevarlas a cuesta para aplacar un hambre que aún no sentíamos.
Uno de los nuestros las fue recogiendo y después tuvo la desfachatez de tratar de vendérnoslas cuando la sed nos empezó a acosar. Ciertamente, la venta sería a crédito y sin tarjeta, solo con la fianza de nuestras palabras.
No sin poco esfuerzo, después de más de dos horas de escalada, a medio camino llegamos a un caserío, con callecitas, gentes, casas… galletas y gaseosas… ¡hum hum! ¡yam yam!
-¿Las ruinas? -nos respondieron -están allá, en donde están esos arbolitos.
¡¿Arbolitos?!… cuando llegamos a sus bases, eran inmensos arbolotes… rodeados con una especie de murallas de piedra.
Muy cerca de ellas, una pequeña ciudadela, con casas de piedras, totalmente de piedras: paredes, suelo, camas, mesas, techos, todo… todo de piedra. Como para mirar y admirar con la boca muy abierta. Simple y sencillamente admirable. El pensamiento y la imaginación volaban de regreso por la historia, nuestra historia.
Nos sentíamos como descubridores en el silencio de las alturas, en el que se siente silbar al viento y las distancias son como pequeñas y en la que parece que, con solo estirar la mano, cogerías al cóndor que planeaba allá en lo alto.
No alcanzarían estas páginas para referir toda la grandeza vista en este pequeño poblado, al parecer inca, y en vez de mal contarlo, mejor lo volvemos a guardar en saco de nuestros recuerdos.
Volvimos al campamento casi al final de la tarde, cansados y con un hambre tan largo y tan ansioso como el día antes de tu cumpleaños… claro, cuando niño.
Quienes habían quedado en el campamento habían preparado un rico, suculento almuerzo, desde entonces ya clásico “Atún con Papas”. Claro, es el título, pero todos sabemos que lleva además del atún (que bien puede ser cualquier otro pescado, fresco o enlatado, en filete, en lomito, en trozo o al graten si el bolsillo aun no se recupera de la hiperinflación del primer gobierno del Ñaño, papas claro (es decir, por supuesto, y no Claro ni Movistar), pimienta al gusto, algo de sal (ojo que las conservas de pescado casi siempre vienen saladitas), cebollita picada (se recomienda cuadradita, menudita, y no larguita como para cebiche), si hay para tomate también, si no, es casi igual aunque falto de color y de sabor. Pero dependiendo si estás en el campo, mucho cuidado con las hojitas, los bichitos que vuelan (y los que no vuelan también) o de la arena que se mete por donde no debe, si es en algunas de nuestras hermosas playas (de las pocas que aún quedan para el disfrute público en general).
La segunda noche fue copia estrictamente fiel a la original, es decir a la primera, en cuanto al frío y al soñar y soñar con llegar a casa por otra frazada.
También lo fue el despertar, bello, esplendoroso, majestuoso. Se notaba, en cada pincelada del paisaje mostrado a nuestros ojos, la mano de nuestro Hacedor.
Palabra, que hasta me dieron ganas de rezar agradeciendo por tanta vida.
Este día también subimos, pero esta vez riachuelo arriba.
El vendedor de naranja, tuvo una idea fenomenal: subir sin dejar de pisar las aguas del riachuelo, así mientras todos iban bordeándolo, saltando esquivando sus aguas, nosotros dos manteníamos siempre los pies dentro de ellas.
Todo iba bien hasta que nos topamos con una pequeña cascada, que para no dejar de estar dentro del riachuelo, nos obligó a trepar colgándonos, como sea, de las rocas o de las plantas pegadas a esa pared de la quebrada. El naranjero me adelantaba y en el punto del salto de agua de la pequeña cascada, a unos cien metros de altura (así me parecía desde arriba, aunque seguro no pasaba de los cuatro o cinco metros, visto desde abajo) tuvo que saltar desde la pared hasta la roca que hacia de trampolín a las aguas. Tuvo suerte y después del salto, a pesar del resbalón sólo se balanceo encima de aquella roca y no cayo trágicamente desde esas alturas.
Siempre tuve miedo a las alturas, así que no tenía que demostrarle a nadie una valentía que no tenía. A pesar de que reprimía mis ansias de llamar a la policía, al ejercito y a los bomberos para que me bajaran; poco a poco, paso a paso, luchando a brazo partido conmigo mismo para no gritar de miedo, logré tornar mis pies a tierra.
Continué la subida, ya sin respetar la propuesta de subir pisando agua.
Valió la pena el esfuerzo de la caminata por la quebrada. Al final de esa pequeña garganta, una hermosa caída de agua, que debido a la altura, unos ciento cincuenta metros (ahora si reales) tenía gran fuerza de caída.
Disfrutamos largo tiempo en esa cascada, aun cuando el golpe de la caída de agua hasta nos hacia daño; que muchas veces el grato goce del placer, da sustento a este usado refrán: “el que quiere celeste, que le cueste”.
A regañadientes nos volvimos hacia el campamento. Como casi siempre, la bajada fue más rápida que la subida. Llegamos justo a la hora del almuerzo, esta vez, “Tallarines rojos de… Atún” delicioso, nutritivos y rico al paladar, acompañado de un buen vaso de limonada, tipo campamento: poca azúcar, mucho limón y demasiada agua.
Después de un pequeño descanso, a levantar el campamento, que no fue muy difícil para los diez o doce amigos que habíamos compartido esta reunión tan especial.
Era domingo, se acababa el fin de semana y había que volver a la rutina diaria de casa, ciudad y gente por doquier.
Al anochecer, llegábamos a Lima y en el Parque Universitario fue el “calabaza, calabaza, cada uno pa´ su casa”
Un día, pasado ya mucho tiempo, y no teniendo mucho que hacer, me dediqué casi muy concienzudamente a contar mis salidas y llegué al cálculo de que más o menos habían sido, exacta y aproximadamente, mucho más de mil quinientos campamentos, entre grandes, chicos, chiquitos, colonias vacacionales y viajes con el grupo.
Hoy han pasado ya 40 años, y después de aquella primera vez, nunca más volví a ver la carpa verde, a la que no entre y ni siquiera miré interiormente.
Discúlpame hermano por endilgarte estas letras, pero hoy de almuerzo me preparé “Atún con papas” y recordé este primer episodio en mi vida campista: mi primera vez.
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