De las más profundas palabras inmortales,
unas que otras muertas, otras no nacieron,
de su sueño largo se despierta tenue,
la luz que entra en mi ataúd de cedro.
El viento solano entra leve en la habitación,
en mi taciturno corazón se mueve,
¿Qué me traerá esta tormenta aciaga
de pétalos de flor y hojas marchitas?
Vendrá el día que el enemigo se acerque,
a derribar el baluarte de la fortaleza,
si no hay guerreros adentro que blanda la espada,
nada es ya el rey desamparado.
Reyes que nunca fueron reyes,
han de poseer lo que un día yo adoraba,
pero lo que más valoro en mi corazón,
al menos éso me llevaré a la tumba.
No alzaré espada para derramar sangre,
no más sangre en éstas manos manchadas
de las derrotas que mancillaron la tierra,
y que ahora me ha cegado y no veo más.
Si tan sólo pudiese ver las estrellas una vez más,
tal vez me concedan un solo deseo,
que vuele de nuevo el ave y nade de nuevo el pez,
que el retoño crezca y la hormiga labre.
Pues en mi reino que un día fue deslumbrante,
ahora solo hay despojos y ruinas
y recuerdos turbados de aquel anochecer
en que cerré mi ataúd de cedro sobre mí.
Una limosna para el limosnero,
un poco de leche para el recién nacido,
piedad para el pobre condenado
y respeto para el rey caído. |