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EL OCIO PERFECTO
050411
Despierto. Ya es de día. Se que estoy despierto aunque no he abierto los ojos… ni siquiera uno de los dos.
Oigo a lo lejos los ruidos de la cercana Avenida, tres pisos abajo, pero no quiero enfrentar mis soñolientas pupilas a la claridad del nuevo día, menos después de una noche bien dormida, tan bien dormida como no, desde hacía mucho tiempo.
Tratando de desperezarme, aunque manteniendo mi posición tendido de costado sobre mi lado izquierdo, llevo mi cabeza lentamente hacia atrás hasta oír el crujir de las coyunturas del cuello. También tenso la espalda, sintiendo esa agradable comprensión de las vértebras a la altura de la zona lumbar.
Siento llegar a mis hombros algo del frío viento matutino que se filtra por la rendija de la ventana, sobre la cabecera; con el menor movimiento posible, reacomodo las cobijas sobre mis hombros.
Aún no abro los ojos y gozo plenamente de la inanidad de levantarme esa mañana. Empiezo a vagar en mis pensamientos cuando un murmullo de voces me llega de improviso; adivino que proceden del televisor, encendido por programación automática. Supongo son las 6 y 30 a.m. No me atrevo ni siquiera a imaginar algún movimiento para confirmar la hora en la señal luminosa del reloj del VHS; el DVD no lo tiene.
Como todos los días, el noticiario informa de lo mismo, cada día siempre lo mismo: los mismos hechos, escándalos y accidentes, al parecer con sólo el pequeño cambio de nombre y lugares. Se pone en “play” el “como DVD cerebral” que tenemos para recordar alguna película, y veo, proyectada en mis parpados cerrados aquella película de situación repetitiva diaria “El día de la Marmota” (Groundhog day), en que cada mañana se daban nuevamente, una a una todas las situaciones del día anterior. Casi, casi siento en mi habitación el frío de la nieve predominante en los ambientes en esa película, me acurruco más sobre mi cama y me pregunto: ¿Por qué se siguen llamando “películas” si ahora ya no se hacen en película? ¡Ahora todo es almacenado electrónicamente o en unidades de memorias bytes!
Quisiera querer apagar el televisor y cortar esa racha de noticias diarias idénticas, o de propagandas comerciales tan aburridas como desesperantes, pero no me animo a interrumpir mi inacción tratando de encontrar el control remoto; Se que está al costado, de este lado de la almohada o del otro, a mis espaldas, y mi mente trabajaba en “mínimo” tratando de decidir entre si sigo soportando la torturante programación televisiva, o hago el esfuerzo más grande que quiera permitirme en ese momento, tratando de alcanzar el bendito control.
Son los dedos de la mano derecha, sin ninguna orden cerebral, como autómatas, los que reptando poco a poco, centímetro a centímetro, alcanzan el control remoto; A ciegas, dirijo la señal de mando hacía la pared cabecera y en rebote, y al primer intento, logro apagar el televisor. Vuelve el casi total silencio en mi dormitorio, apenas tornando lejano, muy lejano, el ruido de la cercana Avenida… tres pisos abajo.
Me estiro nuevamente, poniendo énfasis en mis extremidades inferiores, escuchando secuencialmente, como encadenados, el crujir de las articulaciones de la cadera, de las rodillas, de los tobillos y finalmente los dedos de los pies. ¡Qué delicia!
Aún no abro los ojos, ni tengo intenciones de hacerlo. ¿Para que? No hay nada nuevo que ver en mi habitación, más allá que el techo y las paredes blancas: mi guitarra recostada a la pared, al lado izquierdo de la cama, delante del velador; Del otro lado, a mis espaldas en ese momento, el otro velador, y a su lado, el escritorio con el monitor, el teclado y la PC. Sobre está, algunos portarretratos con las fotos de mis hijos. Al fondo, en la pared de ese lado un insípido almanaque del año, aún en el mes de Enero; y el reloj de manecillas con ese extraño mecanismo zumbador en vez del anticuado tic-tac. En los anaqueles del escritorios, todos los libros, que ahí llegaron a entrar, yacen alineados como haciendo cola para que los lea, o los vuelva a leer… algún día.
Antes de la puerta al pasadizo, el “antiguo” televisor, que aunque no muy viejo, sufre de ancianidad prematura debido a los LCD, los plasmas y los avances tecnológicos de esta era digitalizada. En la pared a los pies, el closet y la cómoda con toda mi ropa, y en el armario sin puertas, las colonias y perfumes, afeites de poco usar. El último espacio lo cubre la zapatera.
El zumbido del timbrado en “vibrador” del celular me reta a interrumpir mi quietud corporal para atender la llamada. Lo pienso y llego al unánime acuerdo de esperar una re-llamada antes de asumir esa casi heroica acción de abandonar mi encapullada posición frente a esa mañana.
No se repite la llamada, pero en esa auditiva concentración logro escuchar el zumbido de un despistado zancudo, filtrado a la habitación la noche anterior, que revolotea, confundido quizá por la oscuridad del ambiente invadido por esa cotidiana penumbra rojiza que producen los rayos solares a través de la roja cortina que cubre la ventana.
Siento el hombro y el lado izquierdo de mi cuerpo cansado, magullado y algo adormecido por el tiempo transcurrido en la misma posición, cosa extraña que no ocurre mientras se está dormido. Otro acuerdo unánime refuerza mi intención de no hacer ni el mínimo movimiento para aliviar esa sensación.
En esa quietud, de pronto esa costumbre, heredada seguramente de nuestros ancestros cavernícolas, de rascarnos sin motivo aparente alguno; No puedo decir el lugar por razones de respeto público, pero llega a mi memoria esa situación en que la profesora pregunta a Jaimito: “¿cuántos huesos tiene el cuerpo humano?”, y Jaimito responde sabio, apresuradamente: “¡dos, Señorita!” Asombrada la señorita repregunta: “¿dos huesos, Jaimito?” Y él, risueño, bajando traviesamente la mirada responde: “¡Ahhh, huesos!”

Sigue la vigilia pastoral de ojos cerrados “mirando” el horizonte de un día que no quiero ver, en que todo es paz, silencio y dejadez. Pienso y me distraigo en el silencio apenas interrumpido por algún lejano murmullo, y así, navegando en el espacio de mi imaginación, casi sin entrar en cuenta, y sin mando cerebral alguno, de un momento a otro estoy volteado hacia el otro lado, sobre mi hombro y lado derecho. ¡Hummm! No me compete decidir si retrocedo a mi posición inicial. Continúo la vigilia.

Pasa el tiempo lentamente, pausadamente, como en cámara lenta. Ya debe estar cercano el medio día y estoy por batir mi propio record de ojos cerrados. Empiezo a sentir calor y sin mayor decisión mis pies van arrimando las cubiertas y alivian el ardor que me empieza a envolver. Vuelve a sonar la alarma del celular, pero esta vez es un silbido que anuncia el recibo de algún mensaje de texto, pero, cómo saber si es algo importante o sólo otra promoción “indecente” de Movistar. Me quedo pensando en nada hasta que me interrumpe el silbido de recordación que emite mi celu si no atiendo el mensaje llegado, suena rompiendo el encanto de la quietud corporal de que gozaba; Se que en tres minutos volverá a sonar y después de otros tres minutos, nuevamente, y así sucesivamente hasta que vea el texto del mensaje o tire el celular a través de la ventana a un destino un poco más cercano a la Avenida. Calculo el costo económico de esta acción (no tanto por el celu que es viejito, sino por el costo del vidrio, doble, pavonado y tipo catedral) y decido enviar de voluntaria a mi mano izquierda que, por la posición, está más cerca del velador en donde reposa el susodicho aparatito, pero sólo lo suficiente para levantarle la tapita o “flip”, y así, la no mucha inteligencia del aparatito, considere como atendido el mensaje.
Vuelve la paz, pero no por mucho tiempo; el perrito de la casa vecina, que algunas veces dejan en la azotea (justo a la altura de mi ventana), ha decidió espontáneamente dar un concierto de un solo de ladridos. Cierro más mis ojos como si así también cerrada mis oídos.
Inacción total. Si yo hubiera tenido que hacer el universo, hasta ahora se seguiría esperando el “Big Bang”.
Ya es la tarde, imagino al sol dirigiendo sus rayos a la pared al extremo de la cama donde están mis pies. Sigue mi flotar en el universo de la nada con mi mente empecinada en entrañar las aventuras del piojo desocupado, gran tarea en la que imagino una y mil peripecias de tan “ocupado” personaje. Sigo con los ojos cerrados.
Ya debe estar cayendo la noche y recién recuerdo una cita, pero era con el dentista, así que no se pierde mucho.
Mañana, mañana… ¿qué haré? Pudiera ser como hoy, pero no queda mucho por repetir, eso como que me preocupa…un poquito, total, después de siete años, hoy tuve mi primer día de vacaciones. Al fin abro mis ojos un instante, tan solo el instante suficiente para despedir el muriente día.

Texto agregado el 13-05-2012, y leído por 209 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-05-2012 ¡Qué envidia! Algún día ¿tendré tiempo para relajarme así...? Ocio, flojera, relajo... no importa el nombre, pero en todos creo es necesario un tiempo así, para renovarnos del diario y traqueteado vivir. Gracias, compartí tu ocio aunque sea en letras. Mis cansadas pero alegres ***** mahanaim
 
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