Senectud desvencijada
Asomada a la verja-más como un trasto arrumbado que como una persona- rumia sus pesares y gruñe al viandante que amable la saluda o, bien, grita a todo aquel que no voltea a mirarla.
Hoy, Delfina no distingue amigos de enemigos, todos le amenazan, a sus ojos es así.
Quizá sea por las cataratas, que nublan sus ancianos ojos; o por el resentimiento de que nadie la ayuda a salir de esa maldita jaula que en mala hora se hizo construir para alejarse de “la chusma” del barrio; el caso es que no distingue contra quién la emprende desde los barrotes de su verja.
A veces gime, grita, insulta… pero ya nadie se atreve siquiera a mirarla.
Y así pasan los días de una anciana triste que renunció a tener amigos, encapsulada en soledades, arañada de tristezas… sola entre una multitud de gente que pasa por su lado… sola entre unos barrotes de dolor y tristezas. No los físicos, que ya es mucho decir. Delfina muere lentamente tras los cerrojos de la intolerancia –la suya-, la indolencia –la de sus hijos- y la indiferencia de unos vecinos que prefieren fingir apuro. Y a veces, en su mente, se compara con el cúmulo de sillas desvencijadas y rotas que la rodean en su pequeño solar.
Hoy amanece la ciudad bajo una bruma densa y una garúa persistente… nadie notó el cadáver de Delfina, nadie la echó en falta… no hubo quien la extrañara… Sólo unas aves, que hacen con su ralo cabello un nido, dan cuenta al mundo de su muerte con un escándalo matinal. Pero, ¿quién le hace caso a las aves?
|