Eran las 8:30hs de la mañana y había que empezar como siempre: mintiéndose. Claro, diciéndose secretamente al oído que va a ser un día agradable y que todo va a terminar saliendo bien, y que Dios existe y actúa de maneras extrañas pero sabias, y que la gente es buena, y que nosotros podemos dar más, y que mañana va a ser aún mejor. Así empezaba el día Felipe, ese día de invierno, que helaba la mañana y dejaba desnudos a los árboles y tapaba al sol con unas nubes mezquinas de color naranja. Iba al baño a desagotar la vejiga mientras silbaba y después de lavarse las manos se lavaba los dientes con agua y dentífrico. Esto era una rutina siempre cumplida. Después salía al patio, regaba a su familia para que no se marchite y les decía cosas dulces para que florezcan fuertes y sanas, como una familia tipo y buena. Estaban su esposa, su mamá, y su hijo recién nacido. Un arbolito hermoso que se llamaba Agustín, y era siempre alegre. Su esposa tenía algunas ramas de juventud, pero la maternidad no la había favorecido como le suele pasar a ciertas mujeres, sin embargo todavía había más de uno que se quedaba mirándola con esa pasión que despiertan las damas, que aparte de lo físico tienen un aura de belleza. Y al lado esa suegra terca, obstinada. Cualidades que no opacaban esa bondad de los años bien llevados, esas que insultaban para halagar, y que eran más frías que los glaciares en apariencia, y de repente en una reflexión uno se daba cuenta que todo lo que era, para bien o para mal, se lo debía a ella.
Las regaba con tranquilidad y se daba su tiempo para hablar con ellas dos, y jugar con Agustín. Eran momentos agradables de la mañana, además sabía muy bien que si no lo hacía él, nadie lo iba a hacer. Es verdad que por dentro la depresión le ganaba. Y cómo no, si con el otoño, el invierno, los árboles siempre se deshacían, se marchitaban tan tristemente. De todas formas soportaba hasta donde podía con simpatía, y cuando la angustia lo doblegaba se iba para la cocina.
Ese día era especial para Felipe, tenía que ir al dentista, y como contrario al resto de las personas que le temían, él disfrutaba. Preparaba su mate, a la vez que calentaba el agua, mientras la rutina se desdibujaba en su cabeza, y entendía al hoy como un fragmento atemporal dentro su maquinaria primitiva dolorosamente construida de años y años de hacer cosas para quien sabe que, o quien. Se desvanecía esa espuma inconclusa que le iba ganando al mundo en general. Hoy había objetivos claros: ir al dentista.
Cuando terminó el mate se fue a sentar al living, ahí como siempre estaba el fantasma de su papá esperándolo para charlar un rato. Eran conversaciones fluidas, pero nunca llegaban a ser muy profundas, se referían sus días, y comentaban en detalles las novedades deportivas o sociales. Para Felipe era un momento de relajación único e incomparable, lamentaba en cierta medida que fuera tan poco el tiempo en el que se realizaba ese diálogo. Siempre su papá se excusaba y decía que tenía cosas urgentes que atender y caminaba hacia la puerta mientras se desvanecía. Esto a Felipe le causaba gracia, no entendía el porque de caminar hasta la puerta. Y siempre se esbozaba una sonrisa en su cara luego de eso. Un par de mates después aparecía el fantasma de su abuela, que para él era vieja, y según ella, el resto de las personas la veían como la recordaban. No preguntaba mucho porque sabía que tenía prohibido hablar del “más allá”. Simplemente podía contar cosas que no dejen deducir nada del otro mundo. Era una viejita siempre feliz y divertida. Lo preocupó verla tan triste. Le preguntó que le pasaba, y ella le dijo que no podía decir nada, entonces no quiso ser una carga y cambio la conversación. Fue más corta de lo común, pero esto se debía a la cita con el dentista, o la dentista en este caso. Cuando se levantó la abuela le curó el corazón como siempre y salió a la calle.
El frío era inspirador para la melancolía de esa mañana, y aunque tenía el corazón curado todavía vivía un dejo de tristeza en su alma, todavía se encendía una llama que paradójicamente lo apagaba más y más. Pero tenía todo resuelto, unos días antes había hablado con el Dr Fruslería y le dio una pastilla que tenía que tomar cuando crea conveniente.
Camino a la dentista hubo cosas de todos los días, nada que le llamó especialmente la atención, aunque es verdad que tampoco le prestó mucho interés a su entorno, porque iba pensando, o tratando de recordar cual era la primer mañana que recordaba. Esfuerzo que claramente fue en vano, porque cuando se acercaba a algo que pensaba que era esa mañana una nube espesa de color violeta le apagaba el recuerdo, en una suerte de frustración dulce la cual buscaba de vez en cuando en esos fallidos recuerdos de cosas que seguramente eran irrelevantes para la secuencia indómita de los días, tardes y noches del pasado, presente y futuro. Una vez frente a la puerta de la dentista se tomó la pastilla, miró al cielo y por la claridad los ojos se le llenaron de lágrimas de cocodrilo y entró.
Cuando pasó se sentó a esperar en la salita hasta que lo llamaron, y entró a la sala donde la rubia y enrulada dentista lo esperaba con una sonrisa que no supo contestar. Ella le dijo que siente y le preguntó como andaba, si le había dolido alguna muela. El respondió que no, respuesta que después de darla la sintió realmente vaga y poco precisa, pero entendió que era muy tarde para aclarar y dejó que el momento pasara quedando como un imbécil. La mujer le pidió que abra la boca y cuando ella se acercó él se sintió realmente bien con esa presencia tan cerca, fue un segundo hermoso en el que se sintió sinceramente acompañado. Fue una pena la escena siguiente en la que los gritos de la dentista ocupaban toda la piecita, mientras la espuma blanca salía de la boca del paciente y sus pupilas se volvían blancas y el cuerpo convulso luchaba por retener su alma. Y Felipe a toda esta circunstancia ya era ajeno, sentía la libertad y como iba ascendiendo de a poco a quien sabe donde, y no hubo recuerdos, únicamente tranquilidad, aunque de todas formas no se podía deshacer de esa pequeña llama de angustia que lo acompañó hasta el final.
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